Autor: Maestro Andreas
martes, 28 de febrero de 2012
Capítulo LXXXI
Nuño, con una rapidez vertiginosa, calibró las posibilidades que podía tener Carolo para enfrentarse a espada con Lotario y decidió permitir el duelo, que por otra parte le daba la oportunidad de contemplar mejor el cuerpo desnudo del joven y apuesto capitán. Lamentaba haber prometido que lo caparía, porque un hombre en plena juventud como él, iría mejor servido para aprender a comportarse humildemente y obedecer a un auténtico señor, dándole unos fuertes azotes en las nalgas, previos a ser desvirgado violentamente para bajar su autoestima de macho pretencioso y hacer que aceptase su posición inferior y de sumisión a un verdadero líder como el conde.
Pero ya era tarde para eso y además estaba por medio Isaura que parecía tenerlo subyugado con algún sortilegio mágico que anulase el discernimiento y la voluntad del soldado para decidir por sí mismo y ver las cosas en su justa realidad.
Y ahora el problema era la pelea entre Lotario y Carolo, que podía ser mortal para el crío y eso era algo que no estaba dentro de los planes del conde ni iba a permitir que sucediese, aún a costa de su propia vida. Carolo se estaba convirtiendo para Nuño en algo más que un mero esclavo apreciado sólo para el sexo y no soportaba la idea de poner en peligro la integridad física de ese estupendo muchacho. Y por supuesto se alegraba de que no fuese hijo de un obispo sin muchos escrúpulos y que, por el contrario, el padre de la criatura hubiese sido otro mozo guapo y fornido que ponía en alza las pasiones y los más bajos deseos a su paso. En eso el hijo no desmerecía en nada las virtudes que tuviese su progenitor, ni seguramente tampoco estaba más mermado en potencia sexual ni en polla. Por lo que se desprendía de las palabras de Lotario, el cuerpo, el pelo y el culo del chaval, eran herencia paterna sin duda alguna. Y posiblemente esa mirada exótica y algo misteriosa, además de las largas pestañas y la profundidad de la noche en los ojos, eran cosa de la madre mora que lo parió.
Estaban frente a frente con las espadas desnudas, al igual que el pene morcillón del capitán que se bamboleaba de lado a lado al moverse amagando para despachar la estocada, y sonó el primer choque entre los hierros de los contendientes. El capitán sabía manejar la espada con maestría, pero Carolo, siendo tan joven, mostraba una entereza y aplomo ante el adversario que emocionó a Nuño e hizo que Iñigo notase un cosquilleo en la nuca que lo estremeció. Guzmán no le quitaba ojo a ninguno de los dos luchadores y los dedos de su mano diestra acariciaban tensos el puño de oro de su daga como dispuestos a sacarla de su funda para acabar con la vida del capitán en cuanto viese en serio peligro la del otro muchacho. Tampoco el mancebo consentiría que le sucediese algo malo a Carolo y no aguardaría la señal de su amo para intervenir si fuese necesario.
Isaura estaba pálida y no se había molestado en cubrir su cuerpo con algún paño o lienzo y seguía las filigranas dibujadas en el aire por los aceros cerrando inconscientemente los párpados a cada ruido metálico que producían al cruzarse. Realmente nadie se fijaba en ella y no se percataron que su mano alcanzaba un puñal escondido bajo la almohada. La refriega entre los dos jóvenes absorbía la atención de los otros guerreros y sus nervios estaban tensos al igual que los de la pareja que disputaban por seguir vivos. El conde se pasmó de la agilidad de Carolo y lo bien que blandía y esgrimía, según atacase o se defendiese, y quedó atónito al ver como lograba poner en apuros a un avezado soldado con experiencia demostrada en varios combates y duelos. Por un momento se le pusieron las cosas feas al chico, que incluso resbaló y casi pierde pie por el fuerte acoso de su oponente. Pero evitó una estocada directa al pecho y al incorporarse paró un tajazo que le hubiese cortado por lo menos un brazo o incluso el cuello.
Y se produjo un imprevisto amago del chaval por el costado izquierdo de su adversario, que alcanzo a herirle de consideración, y pronto la sangre del otro corría por la pierna hasta regar el piso del aposento. Lotario se tocó con la mano izquierda la herida y viéndola ensangrentada dejó salir todo su furor concentrado en un desesperado ataque tendente a partirle el cráneo a Carolo que hasta salpicó de rojo la cara del chaval. Pero falló porque el chico saltó hacia atrás esquivando hacia un lado el mandoble que le enviaba el capitán. Y fue entonces cuando Isaura quiso cambiar el rumbo de la historia y como una gata sacó su afilada uña para lanzarla contra el Carolo. Y firmó su sentencia de muerte porque otra uña mucha más veloz y afilada se clavó en su corazón. Las piedras preciosas engazadas en el oro de la daga del mancebo lanzaron sus cegadores destellos al darles la luz y temblar al clavarse en el pecho de la desafortunada joven.
Nuño miró a su esclavo sorprendido por su reacción tan rápida y eficaz, pero inmediatamente movió la cabeza hacia los lados admitiendo la perspicacia y permanente alerta de Guzmán, a quien nunca se le escapaba nada de lo que ocurriese a su alrededor. Tampoco estaba prevista la muerte de Isaura, pero los hechos habían cambiado el rumbo de los acontecimientos y era preferible perderla a ella que al prometedor y joven Carolo. Lotario se desmoronó al ver que su amada moría y dejó caer la espada de la mano arrodillándose en el suelo a los pies del cuerpo de Isaura. Nuño le indicó a Carolo que envainase el arma y se acercó a él para atraerlo hacia sí agarrado por los hombros como protegiéndolo de todo mal.
La sangre manaba a borbotones por el costado del capitán y Guzmán se acercó a él para lavarle la herida con el agua de una jarra y vendársela con los jirones de una de las sábanas de la cama sobre las que había follado por última vez a la mujer que dominaba su corazón y su vida. El capitán rechazó la ayuda diciendo que su vida acababa con la de ella y dijo a gritos que su sangre cayese sobre sus verdugos. Pero el conde, que aún tenía que cumplir su promesa, meditó sobre la oportunidad de efectuarla una vez que Isaura ya no sufriría el castigo de tener a su lado a un cabestro.
De morir, como decía y quería Lotario, era más honroso hacerlo entero y no sin atributos viriles. Mas el culo del herido seguía tentándole al conde y no pudo resistir el tocárselo para comprobar la dureza aparente de sus carnes. Y no se equivocaba el ojo al creerlas duras y prietas. Eran dos glúteos férreos que le hubiese gustado gozar follándolos después de una soberana zurra a cambio del otro castigo. Y muy serio le ordenó al mancebo atender la herida del soldado, incluso en contra de la voluntad expresada por éste, y también les mandó a los otros dos chavales que lo sujetasen y atasen la manos para asegurarse que no intentaría ninguna estupidez mientras Guzmán lo curaba. Había perdido bastante sangre y estaba algo débil, pero era muy fuerte y podía superar la lesión sin muchas complicaciones. El mancebo sacó un pequeño pomo que guardaba en una bolsa de cuero sujeta al cinto a modo de faltriquera y aplicó el remedio sobre la herida para evitar la infección y hacer que cicatrizase mejor. Lotario no se moriría de esta, pero de mantenerlo con vida no era prudente dejarlo en Firenze por si delataba al espía y al banquero al darse cuenta que le quitaran de las manos los caudales del obispo.
El capitán se convertía en un nuevo problema para el conde, pero por el momento no tenía más alternativa que segarle la vida o secuestrarlo a la fuerza. Jafet, que se había quedado a la puerta del aposento para vigilar y guardarla evitando que nadie molestase al conde, entró por indicación de Iñigo, cumpliendo órdenes del amo, y cargó con Lotario, envuelto en un lienzo limpio, y todos salieron al patio para largarse y antes hacerse con otro caballo para el rehén. Sin embargo, otro inconveniente surgía de improviso. Un mozo muy joven salió de un alpendre, asustado y mudo de miedo al ver aquellas figuras que le parecieron siniestras, pero no tuvo tiempo de reaccionar ni dar la alarma porque como un rayo el conde le atizó un golpe seco en la mandíbula que lo dejó sin sentido. Tampoco podía dejarlo allí y lo subió a su caballo como un fardo, atravesándolo boca abajo delante suya, sujetándolo por el culo con un mano.
Partieron cono exhalaciones camino de Pisa, donde seguramente ya los esperaban Froilán con el resto de los muchachos e imesebelen. Y no importaba que el ruido de férreo de las herraduras resonase en las piedras ni levantase guijarros que saltaban contra los muros y puertas de las casas. Ahora se trataba de poner tierra por medio cuanto antes y alejarse a toda prisa de Firenze para evitar represalias por parte de esa república, si por un casual llegaban a descubrir o suponer que la matanza en casa de Isaura no era obra del partido rival, cosa no infrecuente en la vida diaria de la urbe, pero que los notables preferían acusar de actos de esa índole a los enemigos que a cualquier ladrón o malhechor de mucha o poca monta.
También era probable que la desaparición de Lotario les indujese a pensar que él mismo la había hecho tal carnicería. Y ese supuesto se encargaría de fomentarlo Donatello al hacer correr el rumor que el capitán había huido con todos los caudales depositados en las arcas de un prestamista judío de la ciudad, tras deshacerse de su amante y los testigos que pudiesen inculparle del asesinato. El conde todavía no había castrado a Lotario, pero de momento no sólo le dejaba la vida bien jodida, sino que le cortaba la posibilidad de volver a Firenze, ya que sería ejecutado por un presunto delito del que no era culpable.
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2 comentarios:
Buena imaginacion
Buena imaginacion , bastante aventurera la narracion
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