Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

lunes, 26 de diciembre de 2011

Capítulo LXIII

Cuando llegaron a Subiaco, a orillas del río Aniene, todos sus moradores estaban recogidos en sus casas y sobre los tejados destacaba la oscura fábrica pétrea del monasterio de Santa Scolastica, Y en lo alto, como saliendo de la piedra del monte, vieron la vieja abadía benedictina con su santuario del Sacro Speco. El conde estaba harto de frailes y conventos y no quiso detenerse en ninguno de ellos. Pero era un problema encontrar acomodo para todo su séquito fuera de un castillo o los recoletos muros de un cenobio.

Habló con Froilán en voz baja y ambos acordaron pasar la noche acampados de la mejor manera y, nada más salir el alba, volver a recorrer el espacio que les separaba de Viterbo. A parte de la aprensión de Nuño por los sayales, había un motivo para mantener una fundada reserva contra los frailes de ese lugar. Y era la proximidad con Roma. Subiaco estaba muy cerca de la capital del imperio romano y ahora del reino papal. Y eso justificaba mantener mayores precauciones en todo momento y más tratándose de religiosos, posiblemente fieles acólitos del Papa Alejandro.


No era una noche de luna llena, pero se veían estrellas y la tranquilidad del paraje invitaba al descanso y al amor. Y eso siempre agradaba a todos ellos y no iban a desperdiciar una ocasión tan propicia para deleitarse con los sublimes placeres de la carne y del espíritu. Todos se juntaron con quienes deseaban mantener un romance bajo la bóveda del cielo y el conde sólo eligió al mancebo y a Iñigo. Fulvio podía enternecerse y derretirse de pasión con Curcio, que nada más quedarse solos se lanzó a sus brazos y estuvo besándole al boca hasta casi ahogarse los dos.

Froilán amó por igual a Ruper y a Marco y el resto ya sabían como pasar el tiempo al calor de los cuerpos que tanto deseaban. Y entre ellos sobresalían los gemidos de Piedricco, puesto boca arriba y abierto de patas para que Fredo lo follase como a una moza. Se oía de vez en cuando a un búho o quizás lechuza, como aseguraba Guzmán, y, aún en el silencio, se escuchaban rumores y ruidos de insectos y pequeños roedores que se buscaban la vida y la muerte a esas horas.

Los caballos relincharon con las primeras luces y todos se pusieron en movimiento para reanudar la marcha. Antes, algunos chavales evacuaron el fruto del amor de sus amantes, además de orinar como el resto. Hasta con los ojos medio cerrados eran guapos aquellos chicos. Y recogieron todo y montaron de nuevo en sus corceles azuzando a las mulas para que se desperezasen también. Habían comido algo, pero los más jóvenes echaban en falta algo más de leche en el desayuno. Pero tenían que cabalgar y era mejor llevar la barriga ligera y el culo no demasiado ardido para aguantar más tiempo sobre la silla de la montura.

Y después de una alarga marcha con paradas y descansos más prolongados, llegaron a Viterbo. Una antigua ciudad con iglesias construidas sobre ruinas del pasado esplendor de un imperio. Y entre todos sus edificios, quedaron sobrecogidos por el Duomo, catedral románica dedicada a San Lorenzo, erigida por artistas lombardos sobre un templo de Hércules, y el Palazzo dei Papi, adornado con columnas expoliadas en un templo de Roma, que era usado por los papas como residencia de verano y refugio si le ponía las cosas feas en la ciudad eterna, ya fuese por el cabreo del pueblo o la invasión de alguna fuerza extranjera.

Estaban en un lugar complicado por sus implicaciones con Roma, pero Froilán tenía noticias de que el obispo no era simpatizante del Papa reinante porque le había negado el capelo púrpura de cardenal. La ambición del prelado era ser príncipe de la iglesia y le escamoteaban esa ilusión. Así que Don Benozzo, que ese era el nombre del mitrado, les resultaría útil y un buen aliado para los intereses que les llevaran a Italia. Y ni cortos ni perezosos se dirigieron al palacio episcopal. Fueron recibidos por le obispo, acompañado por parte de su corte de clérigos y guardias, y el conde y Don Froilán lo saludaron en nombre del rey Alfonso.

El palacio no era un castillo ni tenía defensas inexpugnables, sino que era un edificio civil suntuoso y ricamente decorado con objetos de arte de pasados tiempos y muebles y tapices preciosamente elaborados y traídos de otros países. El oro y la plata brillaban sobre mesas y arcones y era de suponer que la riqueza de esa diócesis debía ser cuantiosa. Don Benozzo obsequió a sus invitados con una cena de exquisitas viandas y servida con elegancia y esmero. Pero lo que más les llamó la atención a todos los comensales sentados de nuevas a la mesa del prelado, fue la bellísima joven rubia y de ojos tan azules como los de Iñigo, que compartía la cabecera del convite junto al obispo.

Iba tan bien vestida y con joyas tan valiosas, que parecía le favorita de un califa. Se movía con delicadeza y la sutileza de su voz y la pronunciación de las palabras que decía, cautivaba a quien la oyese, aún gustando más de la carne dura de un macho que de la suave tersura de las formas de una mujer. Froilán estaba obnubilado con la moza y no dejó de charlar con ella ni un instante. La chica se llamaba Isaura y era de la zona norte de Italia, por encima de Venezia y tirando hacia el este. “Guapísima!”, dijo Guzmán cuando Froilán le pidió su opinión sobre la joven. “Y es tan sofisticada que parece una diosa griega!”, exclamó el noble aragonés.

Y lo que más le tranquilizaba al conde era que al menos ese tío con sotanas y vestimentas talares no intentaría perforarle el culo a ninguno de los chavales. Le gustaban las mujeres y se había buscado una barragana de lujo. Que no sólo le gustaba a él, por cierto. Pues también el mancebo se dio cuenta que tanto ella como el capitán de la guardia se lanzaban miradas ardientes llenas de complicidad. Cosa que no podía reprochárseles a ninguno de los dos siendo tan bellos y jóvenes. Porque el capitán, Lotario, con nombre de emperador carolingio, era un tío cachas y con un perfil perfecto, adornado por una melena con abundantes rizos negros. Mientras que el obispo Benozzo, ya no cumplía los cincuenta y estaba gordo y grasiento por todas partes. Y sobre todo por el abdomen a la vista de la curva prominente que le hacían los hábitos en ese parte del cuerpo. Más que un vientre parecía un odre y resultaba difícil imaginarlo encima de la frágil Isaura para gozarla sin aplastarla. La boca del este hombre resultaba repulsiva y daba la impresión que babeaba o al menos escupía al comer. Pero el poder del dinero y la riqueza es muy grande y quizás la chica se sacrificase dejándose sobar por el obispo, para gozar más tarde con el cuerpo fibroso y la polla del capitán.

Nuño no le prestaba atención ni al jefe de los guardias ni a la muchacha y estaba tranquilo pensando en la seguridad de los ojetes de los chicos al no oler ninguna polla deseosa de culo. Pero en eso no estaba del todo acertado y se equivocaba de medio a medio. En un detalle Porque si bien al obispo y al capitán le iban la mozas frescas y lozanas como Isaura, no todos los habitantes del palacio tenían los mismos gustos sexuales. Y uno de ellos, que llegó a los postres, era el sobrino de Don Benozzo. El mozo vivía bajo la protección y tutela de su tío y se le fueron los ojos en cuanto vio tanto chaval que le despertó el apetito sexual de una manera exacerbada.

Ese chico, a punto de cumplir los diecisiete años, tenía un físico muy desarrollado para su edad y los músculos de los brazos y piernas, tapizados por un vello oscuro, denotaban que su mayor afición era el ejercicio físico más que el mental. Era un verdadero cachorro de titán con cuerpo de acero. Y todos los invitados de su tío se fijaron en él, cuando el obispo se lo presentó a Nuño y a Froilán. A éste último se le cayó el sombrajo ante semejante ejemplar humano que se llamaba Carolo. Y el conde tampoco dejó de reparar en el cuerpazo del crío y sobre todo en el culo macizo y prominente que ofreció a sus ojos al darse la vuelta. A ese chaval le habían pegado una sandía bajo la espalda, porque tal contundencia de nalgas no era ni frecuente ni normal. Y, además, el puto chaval era guapo y el pelo negro y rizado le daba un aire agresivo a la cara, que miraba a través de un par de ojos grandes y marrones como almendras. Seguramente más de uno pensaría en Carolo esa noche y parte del día siguiente.