Sin prisa y sin que levantase aún la neblina con que amaneciera el día, El conde y los suyos abandonaban Pisa en dirección a Génova. Sólo tenían prevista una parada significativa y de más de un día en la ciudad de La Spezia, en la región de Liguria, situada en el golfo del mismo nombre, entre colinas y el mar que la baña y lleva el nombre de esa misma región del norte de Italia. El mar de Liguria. Se alojarían en el castillo de San Giorgio, encaramado en lo alto de dicha ciudad, cuyo señor todavía era Niccolò Fieschi, después de establecer la autonomía de La Spezia librándola del poder de la república genovesa desde hacía unos años.
Este noble mantenía buenas relaciones con los gibelinos y Don Indro le anunció la vista del conde y Don Froilán. El viaje por Liguria se les hizo pesado y algunos chicos parecían derrengados de tanto caballo y traqueteo. Entraron casi de noche en La Spezia y ver las puertas de la fortaleza abiertas para que entrasen, los animó a todos y les hizo sonreír tanto o más que un buen polvo.
De todos modos no descartaban tener de eso en abundancia durante la noche e incluso al día siguiente por la mañana.
Pero lo primero era asearse y sacudirse el polvo del camino, que es otro polvo muy distinto al que ellos deseaban, y luego cenar como reyes e irse a la cama a gozar un buen rato antes de dormir.
No era extraño que luego el conde dijese y se reprochase que esos chavales estaban muy consentidos y mimados últimamente.
Sus culos necesitaban tanto una zurra como un pollazo y Nuño estaba dispuesto a dárselo por el motivo que fuese. Se lo comentaba a Froilán después de la cena y éste se partía de risa y le tomaba el pelo a su amigo diciéndole que estaba hecho un padrazo en lugar de una amo cabal y con sentido de la disciplina.
Y el conde le espetó muy serio: “No me tientes que les despellejo las posaderas a todos. Y verás como llevamos una caravana de fardos sobre las monturas en lugar de unos gentiles jinetes. Todos cargados a lomos de los caballos como sacas de patatas y los culos al aire, colorados y sin pellejo, para enfriárselos y que el enrojecimiento se les vaya pasando”.
Froilán se reía a mandíbula batiente y todos los chicos los miraban preguntándose que carajo estaban diciéndose sus señores. Cómo iban a sospechar que estaban en juego sus nalgas.
De todos modos para Nuño esa noche sería particularmente penosa. Nada más llegar al castillo, Don Niccolò le informó que, a tenor de una carta enviada por el conde de Foix, a lo largo del día siguiente esperaba la llegada de unos servidores de ese noble señor de La Occitania para hacerse cargo del joven Curcio y llevarlo a Córcega a tomar posesión de sus tierras y propiedades.
Roger IV tomó cartas en el asunto de inmediato, nada más recibir la misiva de Nuño, contándole el proceder del tío y tutor de su joven pariente, y se aprestó a encarcelar personalmente al infame Gastón y ordenar sin tardanza su ejecución, ahorcándolo delante de las puertas del palacio usurpado por dicho bribón.
Y ya estaban armando un barco para trasladar al chico a Córcega, donde lo esperaba su ilustre y poderoso primo.
Por un lado, Nuño se alegraba de ello por el muchacho, pero también sentía perderlo. Y no sólo a él, sino también a Fulvio. Los dos le gustaban mucho y si ya le había costado no usarlos a menudo, dejar de verlos y no tenerlos cerca le sería mucho más penoso.
Además con ellos se irían Fredo y Piedricco y también la pareja de simpáticos sicilianos.
Su comitiva se reducía y su alma sentía apartarse de todos esos jóvenes valientes que le habían dado momentos de gozo mientras le sirvieron.
Guzmán ya sabía lo que le ocurría a su amo, pero ni se lo dijo a Iñigo, pues de ello ni estaban enterados los propios interesados.
Y una vez en su aposento, el conde llamó a a Curcio para hablar con él a solas.
Le explicó al chico cual era su nueva situación y éste en principio le costó dar crédito a tales palabras del conde, pues le parecía algo imposible.
Pero, viniendo de tan noble señor, no podía dudar sino echarse a sus pies y besárselos en señal de sumisión y gratitud.
Y el chico se postró ante Nuño, pero no sólo le dio las gracias por ayudarlo, sino que le rogó que no lo apartase de su lado.
Nuño lo agarró por los hombros y lo levantó para sentarlo a su lado y le preguntó: “No quieres dejarme o no quieres irte sin Fulvio?... Si es lo primero no me dejas porque yo seguiré velando por ti desde donde me encuentre. Pero debes ir a tus dominios y cuidar de todo lo que te pertenece. Porque además ese es mi deseo y has de obedecerme. Y si es por no perder a Fulvio, por eso no temas, pues se irá contigo y te ayudará a gobernar a tus súbditos. Y espero que seas justo con ellos y que ames a Fulvio con todo tu corazón y por siempre, como él te ama a ti. Pero no iréis solos, porque Fredo será tu hombre de confianza y él se encargará de protegeros. Y con él irá Piedricco, lógicamente. Procura que sigan siendo tan felices como hasta ahora. Y lo mismo te digo respecto a Denis y Mario, que también te los regalo”.
Curcio se echó a llorar un poco de tristeza al irse y parte de alegría al recuperar su rango y fortuna.
Y en eso entró Fulvio con Guzmán y al contarle todas esas novedades, el chaval sintió un mareo y casi cae al suelo redondo.
Los besos de Curcio lo fueron recuperando y los dos se abrazaron llorando como dos tontos.
Era enternecedora la escena, pero el conde no estaba por la labor de dejar traslucir sus emociones, así que los mandó a follar a otro sitio, diciendo: “Como ves, Curcio, irás bien acompañado y espero que algún día volvamos a vernos. Mañana, Don Froilán y yo os daremos la despedida con el resto de los muchachos”.
Y le dijo al mancebo que trajese a Fredo, a Piedricco y los dos sicilianos, y a todos los puso en antecedentes y luego les dijo lo que les deparaba el futuro junto a Curcio y Fulvio.
Ahora a Nuño sólo le apetecía quedarse con Iñigo y el mancebo y a los dos les calentó el culo antes de jodérselo, sin decirles el motivo por el que los zurraba. La causa no era importante, sólo quería gozar de sus nalgas calientes y de paso dejar salir la mala leche que le producía privarse de esclavos tan bellos como los putos chavales que dejaba en libertad.