Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

lunes, 12 de diciembre de 2011

Capítulo LIX

Las piedras del castillo se alzaban temerarias sobre el resto de las edificaciones que dependía de sus muros para su defensa. Y el abad propietario de todas esas tierras envió un emisario desde el convento al tener noticia de la llegada del conde y Don Froilán. El fraile no iba a dejar escapar la oportunidad de saludar a dos prohombres extranjeros de reinos tan poderosos como Castilla y Aragón. Más sabiendo que eran embajadores del pretendiente a la corona imperial. La iglesia siempre ha aireado como lema la ayuda a los humildes, pero nunca dejó de adular a los ricos y poderosos. Ciertamente es de quien recibieron las más cuantiosas donaciones para saldar sus deudas de conciencia en la tierra, esperando así no pagar por ellas en el más allá.

El mitrado hasta se prestó a darles mejor asilo en el imponente y lujoso cenobio, pero el conde, que ya estaba bastante escamado respecto a la castidad de los monjes, más llevando consigo tanta monada, temió por los sabrosos culos de los muchachos y prefirió declinar la invitación y quedarse en el modesto castillo. Pensó que era mejor no poner la tentación ante las narices de los frailes y que se conformasen dándole por culo a los novicios.
Que según tenía entendido en ese monasterio había bastantes chavales iniciándose en los rezos, el estudio y el resto de prácticas propias de un convento. Entre ellas poner el culo a los más adultos o darle polla a los jóvenes, hasta que llegasen a una edad de ancianidad en la que ya serían partidarios del celibato y la castidad integral de todo el orbe. Cuando ya no puedes follar, pues que se joda el resto y se la corten. Esa debió ser siempre la teoría de la curia de Roma para mantener los irrefutables principios de pureza entre los jóvenes. Pero mientras todavía se te empine, folla y da por culo cuanto puedas. O ponlo a otros para que te den gusto como a una perra. Y estos últimos si son unos sabios principios. Y de suyo suelen practicarlos en mayor medida de la recomendable dada su posición y condición de célibes.

Lo único que aceptó Nuño, por presión de Froilán, fue una comida con el abad, pero se fueron solos a Monte Cassino, escoltados por cuatro africanos. Los señores comieron como si se tratase de una bacanal romana y los guerreros negros se follaron a tres novicios imitando una orgía pagana. Los tres chavales tenían el ano más flojo que una cabra expulsando al cabrito de su vientre. Y hasta en lugar de gemir balaban. Y si ellos no tenían cuernos, seguro que se los estaban poniendo a más de un monje que le calentaba las tripas cada noche. De todos modos, a más de uno le hubiese gustado ocupar el sitio de esos chicos y levantarse el sayal por detrás para no desperdiciar la oportunidad de catar las pollas de los negros. A los novicios la carne se les derretía ante una calentura tan fuerte como les provocaba el olor de los cojones de los imesebelen y aguantaron cuatro polvos cada uno.

Cuando los señores terminaron la comida con el Abad y el prior, los tres mozos se escurrían calladamente por el claustro para ir a evacuar la leche que llevaban en la barriga. Y los estupendos guerreros se limpiaban disimuladamente las vergas antes de meterlas de nuevo en los bombachos. Pero todos estaban muy contentos excepto Froilán y el conde que se sentían pesados y con el estómago lleno a reventar. Lo único que necesitaban ahora era un extenuante ejercicio sobre los lomos de sus esclavos hasta eliminar más calorías de las que habían ingerido. Y, encima, los chicos se lo agradecerían y se acordarían del abad de Monte Cassino, que tan bien había cebado a sus amos.

El castillo tenía un pequeño jardín y estaban allí el mancebo, Ruper y Marco repasando sus arcos para tenerlos a punto al emprender nuevamente el viaje. Los tres muchachos frotaban la resistente madera, que siendo de tejo, el del mancebo y Ruper eran de árboles nacidos en reinos de Hispania y el que ahora usaba Marco estaba hecho con madera italiana. Pero tan buenos era el uno como los otros y comentaban que necesitaban más flechas ligeras y con barbas, eficaces hasta más de doscientos cincuenta metros, si se dirigía contra un hombre sin armadura, y también saetas más pesadas, con punta en aguja, para perforar el hierro incluso a ciento treinta metros de distancia. Tenían que ir bien pertrechados para cualquier eventualidad y le dirían al amo que sería conveniente que más muchachos usasen arcos y flechas en lugar de espadas. Al no ser guerreros, ni estar avezados con las armas de acero, era preferible crear un grupo de buenos arqueros que no necesitasen recurrir a la lucha cuerpo a cuerpo. Puesto que el puñal sólo lo usarían para rematar al contrario ya caído en tierra, igual que se hace con una pieza cazada a flechazos.

A Curcio le llamó la atención la labor de los chicos y se acercó a ellos para ver como cuidaban y tensaban sus armas. Y observó que las cuerdas de los arcos no eran iguales, lo que le intrigó y quiso saber cual era la causa de esa diferencia. Y Guzmán se lo explicó. Su arco tenía una cuerda de cáñamo, mientras que Marco y Ruper usaban tripa en los suyos. Eso sólo se debía a la preferencia de cada uno por una u otra materia para hacer la cuerda de su arco. Pero que las dos eran igual de buenas y eficaces para no errar la puntería. La elección era más por costumbre que por otra causa. Y Marco quiso saber a su vez si él no usaba arco para cazar en sus bosques. A Curcio le hizo gracia la pregunta, pues al ser un noble era lógico que cazase con arco al igual que usando jabalinas. Y el otro chico le contestó que entonces cómo no sabía que daba igual una clase de cuerda que otra?. Cuál de ellas usaba él?. Curcio se sonrojó y respondió que sus monteros le preparaban las armas para la caza, pero que siempre había usado el cáñamo, porque era lo que consideraba más adecuado su tío. Y Marco insistió: “Y tienes buena puntería?”. “Sí. Muy buena... Tanto o más que vosotros. Y puedo demostrarlo cuando os de la gana”, afirmó el chaval con aire suficiente. “Cuando el amo lo permita haremos una competición entre los cuatro”, zanjó la porfía el mancebo anunciándoles un desafío entre ellos. Curcio se alejó de los dos expertos en arcos, dejándolos con Ruper, y se dirigió él solo hacia el otro extremo, cobijándose bajo unas pérgolas con rosales silvestres. Sin embargo, alguien estaba allí también. “Es agradable este lugar. No crees?”, le preguntó Fulvio, que estaba sentado en un bancal de piedra. “Creí que no había nadie!”, exclamó el crío. “Te molesto?”, preguntó el otro por pura cortesía, puesto que no pensaba irse por ningún motivo. “No...Al contrario...Y si quieres te hago compañía”, respondió Curcio. Fulvio sonrió y le hizo un sitio a su lado en el mismo banco, diciendo: “Claro... Si puedo follarte, supongo que también podré hablar contigo a solas....Siéntate”. Curcio lo hizo y pronto su muslo notó el contacto de la pierna de Fulvio.

Los dos chavales no hacían más que mirarse a los ojos, pero Fulvio presionaba su pierna contra la del otro, como queriendo trasmitirle el calor que un incipiente sentimiento de amor le producía. Curcio notaba ardor en las mejillas y le preguntó a su compañero: “Te gusta follarme o sólo lo haces porque te lo manda el amo?”. Fulvio posó la mano sobre el muslo de Curcio y respondió: “Lo hago por que él me lo permite. Pero no he deseado algo tanto ni tan fuerte como eso. Desde que te vi desnudo en el castillo tu imagen se quedó grabada en mi retina y el olor de tu cuerpo no me deja nunca... Sé que me reí de ti y casi te odié por ser tan bello y provocare un deseo incontenible de poseerte. Además me dolía tu orgullo y tu suficiencia de niño aristócrata. Pero, más tarde, al ver que Iñigo te llevaba a calmar el ardor de tus nalgas, hubiese dado la vida por ser yo quién te acariciase y untase de bálsamo tu carne dolorida... Te habría besado ese culo que me enloquece y también la boca...Eres demasiado hermoso para ser sólo un hombre. Y creo que te estimo más de lo que aconseja la prudencia”.

El joven noble, relegado a la condición de esclavo y desposeído de sus tierras, le dijo al otro: “A mi me gustaste al ver tu mirada de desprecio cuando me diste aquellos harapos para vestirme. Nadie me había tratado así nunca y tus ojos se clavaron en mi alma. No me atrevía a acercarme demasiado a ti, ni a mirarte siquiera si tú podías darte cuenta de ello, pero tu polla me hace sentir algo distinto en mis tripas. Te deseo más que a los otros, sin que eso signifique no aprecie sus caricias y los besos que me dan. Ni por supuesto puedo decir que no me guste la verga del amo y la de los otros dos esclavos. Lo que pasa es que tú me haces vibrar de otro modo y sueño con estar a solas contigo. Como ahora. Y mucho mejor si fuese haciendo otras cosas además de hablar...Nunca supe que es el amor, pero sé que podría vivir contigo para siempre.... Y lo deseo con todo el corazón”.

Fulvio no pudo reprimirse y lo besó en los labios, hasta que a los dos se le llenaron los ojos de lágrimas. Y le dijo: “Me gustaría que fueses mío y sólo yo dispusiese de tu cuerpo. Pero eso es imposible... Ojalá nos dejase estar solos alguna vez. Sería estar en el cielo”. “A mi me gustaría pertenecerte y saber que tu fuerza me domina y me usa cuando tú lo deseas...Sé que no siempre te complacería, pero soportaría gustoso cuanto castigo mereciese a tu juicio, con tal de aprender a darte placer... Me gustaría ser tu esclavo y tu única hembra. Y vivir sólo para ti”, fue diciendo Curcio entre beso y beso. Mas sólo eran deseos y quimeras delirantes, puesto que sus cuerpos y sus vidas pertenecían al conde y le gustaba usarlos y gozar con sus cuerpos sirviéndolo como dos perras, a cambio de no castigarlos y dejar que lamiesen sus manos en agradecimiento por acogerlos bajo su protección. Ser esclavos del conde era mejor que estar en poder de otro amo. O incluso muertos, que podría ser el fin más probable para Curcio de seguir en manos de su infame tío Gastón.

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