Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

sábado, 12 de noviembre de 2011

Capítulo XLVIII

Una nube quiso velar el cielo ante la visión de aquellos dos titanes de ébano yaciendo en tierra. Los rodeaban los otros guerreros, tanto de su raza como los blancos que en ese momento ya ni eran sus señores ni otros esclavos, sino camaradas de otras muchas hazañas y de una vida a la que ponían ahora un broche de oro. El grupo de hombres que les rendían el último homenaje cargado de respeto, lloraban en silencio la pérdida de tan aguerridos soldados, bajo cuya piel oscura latía un corazón de león alimentando el alma de una hermosa criatura sin malicia ni sentimientos oscuros.

Fue una ceremonia silenciosa y de un profundo recogimiento y dolor presidida por Guzmán y el conde. Los otros seis guerreros amortajaron a sus dos compañeros según la usanza y creencias de su pueblo, poniendo sobre sus restos las temibles cimitarras que blandían cortando el aire y la vida de sus enemigos. Y quienes los conocieron y se encontraban allí en ese momento triste, acompañaron sus cuerpos hasta quedar sepultados bajo la tierra. Con la última palada, el mancebo dejó caer lágrimas por sus mejillas y Nuño lo abrazó y le escondió el rostro contra su pecho. Y quedaron enterrados fuera del castillo, frente al mar y mirando hacia Africa. Luego el príncipe Yusuf besó a los otros seis africanos y ellos se arrodillaron a sus pies para devolverle el beso sobre las manos.

Parecía que todos habían perdido algo de sus almas, pero tenían que seguir cumpliendo la misión ya empezada y no cabía pararse más tiempo ni en lamentos ni en llantos estériles. Ya no estaban medio desnudos porque Ruper había traído las ropas que dejaran en la otra orilla del mar. Dejara los caballos al cuidado de unos criados de Don Asdrubale y cruzó hasta el islote en una barca con otros servidores, porque pensó que ellos necesitarían vestirse adecuadamente. No se equivocaba en eso y tanto su amo como los otros le agradecieron la iniciativa.

Y al mismo tiempo que tenían lugar esas exequias, Don Asdrubale repasaba a los prisioneros para separar los mejores a su juicio y dejarlos en reserva para un uso más gratificante que disfrutar torturándolos. Averiguar más cosas sobre el comercio de esclavos del alcaide sólo era un escusa para ejercitar su sadismo con el resto que no le gustaban para ser sus esclavos y se aplicó a fondo haciendo gala de una crueldad excesiva. Algunos dijeron cuanto sabían casi sin necesidad de presionarlos, pero eso no les libraba del látigo ni de padecer lo horrores y el terrible dolor del potro o los hierros al rojo vivo.

De entrada los colgaron a todos boca a bajo y sujetos al techo por los pies, previamente atados con gruesas cuerdas. E iban descolgando uno a uno para someterlo e infringirle peores castigos que en el infierno, hasta que dejaban de chillar y berrear como cerdos antes de abrilos en canal. Y casi ninguno soportaba vivo por mucho tiempo al meterles un grueso hierro candente por el culo. Al final sólo quedaron media docena y se doblegaron como dóciles borregos mamando las pollas del señor di Ponto y los fieles verdugos escogidos como ayudantes. Pero sólo el amo y señor les dio por el culo después de cerciorarse que eran vírgenes aún. Y se limitó a romperles el ano, pero sin preñar a ninguno.

Los indultados eran muy jóvenes y todos hacían gala de un cuerpo bonito y un rostro agradable y atractivo. Y, sobre todo, de una mansedumbre propia de bueyes capados. Sin duda las cuadras de Don Asdrubale se verían reforzadas por esas criaturas que serían enviados a su villa para raparles el pelo y comenzar su adiestramiento para servir debidamente a su amo. Este hombre no era blando con sus putos perros y aprendían a obedecerle y complacer sus caprichos a golpe de correa y severos castigos.

Terminada la ceremonia fuera del castillo, Nuño se planteó los pasos a seguir y decidió que todos los chicos, menos Giorgio y Jacomo, regresasen con los caballos a la casa de Don Piero. Guzmán, Iñigo y Ruper pusieron mal gesto, pero antes de ver la reacción de sus amos se dieron la vuelta y con las orejas gachas se fueron hacia las barcas con Luiggi. Y el conde consciente del malestar de los muchachos, les llamó y les ordenó que les esperasen allí bien lavados y preparados para recibirlos y hacerles gozar a Froilán y a él de unas horas de placeres sin límite. Era un modo de compensarlos anunciándoles el gozo de servirles más tarde y tener dentro del cuerpo las vergas de sus amos soltando leche con generosidad.

A Froilán no se le habría ocurrido despachar a los chavales, pero agradeció que su amigo el conde le echase una mano para no tener cerca a Ruper sin haber catado todavía a Marco. Prefería hacerlo estando solo con el chico y sin ver los morros ni la malas caras que su paje solía poner al ver a su amo follándose a otro chaval. Nuño también le ordenó a Giorgio y a Jacomo que reuniesen a los muchachos secuestrados que habían sobrevivido al ataque de la guarnición, y mandasen a sus casas o todos los que tuviesen familia por los alrededores de Nápoles. Y que los huérfanos o abandonados los dejasen en el castillo para decidir su destino más tarde. Lo que no dijo es que posiblemente elegiría uno para pasar el tiempo esperando la arribada del navío bizantino.

De momento bajaría a los calabozos para ver como iban los juegos de Asbrubale y que ejemplares había seleccionado para su casa. Y por su parte, Froilán cogió a Marco por un brazo y buscó un aposento para degustar el cuerpo de esa criatura encantadora que la suerte y el destino le habían reservado para él. Marco no temblaba ni mostraba miedo alguno por lo que pudiera hacerle ese noble señor que le miraba a los ojos con una ternura que jamás había visto antes. No era tan inocente para no darse cuenta que deseaba ese hombre, pero nunca sería peor que el abandono y el hambre que hasta ese día había sufrido desde su más tierna infancia.

Casi era un milagro que permaneciese vivo y con buena salud llevando una existencia de peligros y soportando las inclemencias del tiempo por montes y bosques. Sin embargo, algo o alguien lo protegió y cuidó de él. Y ahora ese ser nunca visto anteriormente, se le hacía patente en la figura de Froilán. Un macho joven, esbelto y hermoso, fino y elegante, y con una educación tan esmerada y unos gustos que no parecía un hombre de su tiempo. Y ahí estaban los dos juntos sentados en un lecho y sus bocas se aproximaban despacio para besarse.

Ya estaban desnudos y Froilán había recorrido con la vista todo el cuerpo del crío y repitió el camino en sentido contrario rozándolo con los labios. Qué piel tan bonita tenía ese muchacho, se dijo el noble. Y eso vello tan ligero que cubre sus nalgas para hacerse pelos ya más fuertes en la piernas y desde los muslos, le provocaban un calor en las entrañas que le hacía temblar. Marco era muy guapo además de atractivo. Y lo mejor en él era su interior. Noble, sin doblez alguna, tan sincero como para no ocultar las sensaciones y sentimientos que las manos y los labios de Froilán le iban causando en su alma y en su cuerpo. Y ni uno solo de sus gemidos o jadeos fue fingido, como tampoco ocultó ni calló el dolor y quejidos al ser penetrado por primera vez. Sintió que su carne se rompía y le pareció que el ano se desgarraba. Pero sólo fue las primeras impresiones de lo que se tornó enseguida en un nuevo placer ignoto y viciosamente deseado la segunda vez que lo probó.

Descansaron agotados el chico sobre el noble y éste no dejaba de acariciar la espalda del chaval ni de tocar sus mejillas con los labios entreabiertos. Notaba en su pecho la respiración sosegada del crío y eso le dio una paz y una sensación de felicidad que quiso con todas sus fuerzas que nunca acabase ese fracción de su vida. Marco se estaba metiendo en el corazón de Froilán con cada roce y cada mirada que le dirigía transmitiéndole esa misteriosa fuerza que salía de lo más hondo del alma de Marco. Y realmente el muchacho se encontraba a gusto con Froilán y le agradecía ese modo de tratarlo y la nueva forma de placer que le había enseñado a gozar. Y se quedaron dormidos uno pegado al otro.

Nuño volvió con Giorgio y Jacomo y vio los tres jóvenes que habían quedado con ellos. Eran muy bellos, cada uno en su estilo, pero a ninguno se le podían hacer ascos, ni por la cara ni por el resto del físico. Y el conde los revisó despacio y le gustó más el que tenía el cabello liso y de color castaño. Dijo llamarse Fulvio y a todas luces era un auténtico romano. Con una toga puesta sobre los hombres sería el prototipo de un patricio adolescente, que ya abandonara la toga pretexta, sólo vestida por los niños, además de senadores y magistrados, que no podía decirse que fuesen precisamente infantiles. Este chico prometía un rato de placer al conde y lo llevó al aposento principal del castillo para gozar los encantos de un cuerpo recio y fornido, cuya virilidad apuntaba maneras de ser todo un hombre valiente y con arrojo. Pero por el momento sólo sería carne para el gozo de otro más fuerte que él.