Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

domingo, 6 de noviembre de 2011

Capítulo XLV


El ojo del mancebo vio claro cual era el único resquicio por donde quedaba al descubierto el cuello del alcaide y su puñal árabe pintó en el aire una estela de oro de efecto fulminante al hundirse en la yugular de Don Angelo. El cerdo se desmoronó en el suelo al instante, agitándose en un escalofriante estertor mortal, pero el filo de su cuchillo arañó la garganta de Iñigo. Guzmán pegó un salto hacia el cuerpo del alcaide, que aún latía, y le arrancó su daga para defender a Iñigo de cualquier ataque de los otros cabrones que estaban con vida.

Y al mismo tiempo, los imesebelen amputaban los brazos de los cuatro enormes esbirros, abriéndolos luego en canal desde el vientre al pecho. Sólo quedaban los tres puercos cobardes arrodillados a los pies del conde suplicando piedad entre lloros, babas y mocos. Y Nuño no quiso precipitarse en el castigo y les pidió explicaciones por sus actos. Quería saber que clase de aquelarre o vil ritual pretendían hacer con su muchacho y el resto que encontraron encadenados.

Y lo que sospechó era cierto. Don Angelo mantenía un comercio de carne joven y hermosa con un prohombre bizantino. Y los sicarios que formaban la guarnición de esa fortaleza, todos reclutados por él personalmente, secuestraban muchachos bien parecidos y de cuerpos armónicos, para vendérselos como esclavos, normalmente para uso sexual. Solían ser chicos del campo o sin familia, pero Iñigo sería algo especial, puesto que su belleza y el color de su piel, junto con el del cabello rubio y los ojos azules, valdrían una cantidad de oro nada despreciable, que estaría dispuesto a pagar, casi sin regateo, cualquier poderoso príncipe árabe o un rico noble de Constantinopla, cuyos gustos son refinados y esquistos.

Por eso, en cuanto Don Angelo vio a Iñigo, se disparó su codicia y planeó el secuestro contando con la complicidad del mozo de cocina que ya no estaba entre los vivos. Y esos tres majaderos, pretendían hacer creer al conde y a sus compañeros, que ellos sólo eran meros invitados a una cena y aprovechar el último día de los chicos en el castillo para darse un festín sexual con ellos, como remate a la velada. Esa misma tarde, antes de ponerse el sol, llegaría a las costa del islote el barco de Bizancio para examinar la mercancía y cargarla por la noche con el fin de llevársela al salir de nuevo la luz del día.

Nuño necesitaba averiguar que le habían hecho a su bello esclavo y les apretó más con el interrogatorio. Los tres desgraciados le dijeron que sólo le habían sobado el cuerpo cuando ya estaba bien atado, porque antes no eran capaces de acercarse a él sin recibir una patada en las partes o cualquier otro sitio del cuerpo. Los otros muchachos, al verlo tan belicoso, también quisieron ponerse difíciles para palparlos y tentar la textura de la piel y consistencia de los músculos, llegando incluso a morder las manos de los sicarios, y hubo que encadenarlos a todos y azotarlos.

Sin embargo Don Angelo no quería estropear la suave piel de Iñigo, para que no desmereciese su aspecto y tuviese que rebajar mucho el precio, y por eso lo llevaron a él solo a otro calabozo para reducir y debilitar su resistencia. Además si lograban debilitar su moral y someterlo como a un borrego, ofreciendo el culo y la boca sin quejarse ni protestar, los otros se amilanarían también y obedecerían sin rechistar como siempre había ocurrido con otras remesas de chavales. En todo el tiempo que llevaban con el negocio, al final todos los chicos claudicaban y se entregaban voluntariamente para ser usados. Ya que, aunque nunca se la hubiesen metido por el ano, una vez que se les rompía el virgo al forzarlos y notaban una verga dentro del culo, se empalmaban y terminaban babeando por la polla y corriéndose como perros. A veces los habían obligado a aparearse entre ellos y eso les daba un resultado magnífico. Enseguida se ponían cachondos y hasta querían repetir con otro mozo más de una vez.

Por eso iban a empezar la jodienda por el más guapo y arisco para dominar al resto y gozar más intensamente del cuerpo de esa joya de carne y hueso. “Pero el chico se puso bravo y al querer besarle la boca Don Angelo, le mordió con tal saña que casi le arranca el labio inferior. Y ese era el motivo por el que sangraba el alcaide y también la boca del muchacho se veía ensangrentada”, decía temblando de miedo uno de los putos guarros. Entonces lo colgaron del techo, sujeto por las muñecas y los pies, para azotarlo hasta domar su rebeldía, aunque le saltase la piel a tiras. Y sin soltarlo se lo follarían todos ellos y por último los sicarios, cuyas pollas eran como las de los burros, para que aprendiese a ser sumiso y respetuoso con los señores que podían ser sus amos. Y eso nunca debieron decirlo esos idiotas si no querían morir como marranos.

Guzmán atendía a su amigo y compañero, comprobando si le habían dañado el cuello o cualquier otra parte del cuerpo, y pudo ver con alegría que sólo era un rasguño sin suficiente importancia como para costarle la vida. Y tampoco tenía marcas de látigo ni ninguna otra herida. E Iñigo se abrazaba a él y lloraba un poco de alegría y otro tanto por la explosión de nervios dada la fuerte tensión a que había estado sometido. El mancebo le lavó la sangre con una paño mojado en agua y mientras el conde y los guerreros negros terminaban de despachar a los tres rufianes medio borrachos, descuartizándolos, Iñigo le dijo a Guzmán: “No me follaron. Uno me tocó el ano con un dedo para ver si estaba abierto y luego me agarró la polla y le arreé una coz en los huevos. Ninguno vino a por otra. Luego le metí el mordisco al gordo asqueroso y me ataron. Y eso fue todo, pero lo pasé muy mal”. Los dos se estrecharon y besaron como colofón a la terrible presión que acababan de vivir.

El conde se acercó a sus muchachos, que ya estaban con Froilán, y no hizo falta que dijese ni una palabra. Al mirarse Iñigo y él, rompieron a llorar los dos y el chico se lanzó al cuello de su amo como el niño perdido que reencuentra a su madre. Y entre sollozos repetía: “Mi amo...mi amo... Creí morir de angustia ante el temor de no verte más. No sentí miedo, pero sí desolación y mucho asco...Te quiero...Te quiero... Mi amor eres tú y Guzmán”. “Y yo te amo con todo el corazón, mi muchacho hermoso...Ya pasó todo...Aunque ahora tenemos que salir de este infierno”. Y eso era cierto. Aún les quedaba alcanzar la salida de la fortaleza sorteando al resto de la guarnición, que no eran pocos todavía. Así que tenía que replantearse otra estrategia y distribuir funciones a todo el grupo. Que ahora había crecido considerablemente, pues contaban con los chavales secuestrados por el alcaide y que estaban totalmente desnudos, lo mismo que Iñigo.

Ya eran un pequeño ejército de hombres jóvenes que mostraban en todo o en parte la fortaleza de sus cuerpos. Pero no se trataba de un concurso ni unos juegos donde demostrar quien es el más hermoso o el mejor en la lucha o la carrera. Se estaban jugando el pellejo y si no eran hábiles para defenderse perderían algo más que su integridad física. No sabían cuantos soldados quedaban vivos en el castillo, lo cual dificultaba establecer un plan de ataque, y por consiguiente era preferible considerar la fuga por el mismo camino por donde habían venido y llegado hasta allí. Sin embargo, ahora eran muchos más y no sería fácil escabullirse sin ser descubiertos por los otros guardias de la fortaleza.

Y, por el momento, también debían solucionar la cuestión del vestuario para tantos mozos en pelotas. Es verdad que casi todos llevaban encima poca ropa, pero al menos tapaban las vergüenzas y no les colgaba el pito ni los huevos. Así que, además de armas para todos, buscarian prendas que sirviesen para poner a los chicos más decorosos, aunque no más presentables. A caso podían estar mejor que luciendo unos atributos tan bellos y perfectos?. No. Decididamente, un chaval nunca estará más elegantemente vestido que cubierto tan sólo por su propia piel. Y si encima es hermoso, ese atuendo es el más agradable y lujoso que podrá lucir jamás.

El conde se puso a maquinar a fin de encontrar una vía medianamente segura que les facilita de algún modo la salida a una situación tan comprometida. Y Froilán y Giorgio, con un par de imesebelen, investigaron por todos los reductos que encontraron en busca de atuendos y espadas o cuchillos. Y entre lo que se habían quitado los ahora difuntos y unas túnicas cortas que hallaron en unos arcones, seguramente dispuestas para los chavales que iban a ser embarcados rumbo a mercados de esclavos, fueron recopilando suficiente material para cubrir las anatomías de todos. Y, por si fuera poco, dieron con un arsenal de ballestas y espadas, que les eran mucho más útiles que los trapos.

Ahora al menos estaban armados y los culos y pollas de los chicos no provocaban tanto al no verse al aire. Pero antes de tapar esos bonitos cuerpos, el conde y Froilan les dieron un rápido repaso con los ojos para ir eligiendo alguno que otro que les gustase más que el resto. Librarlos de la esclavitud en otros países, no tenía que significar forzosamente que no los utilizasen ellos para su placer, aunque sólo fuese por catarlos si tenían oportunidad de hacerlo. Y para eso, antes tenían que salir vivos del castel dell'Ovo.