Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo C

A Marco, que todo le resultaba nuevo, la corte le pareció algo fabuloso.
Notaba que mucha gente lo miraba y el muy inocente creía que era por ir muy bien vestido, lo mismo que Ruper.
Pero en realidad se fijaban más en él que en el otro por la sencilla razón de que era más guapo y las prendas que llevaba puestas destacaban su estupendo culo y la belleza de los rasgos de su cara y su pelo.
Froilán estaba orgulloso del muchacho y lo lucía como si fuese un mono exótico traído de Italia. El primo de la reina se bandeaba a su anchas por la corte y se le notaba feliz de estar de nuevo en ese ambiente que tanto le agradaba. No así el conde, que no veía la hora de irse para regresar a sus dominios. Y, aunque oficialmente se excusaba con la necesidad de ver a su familia, la verdadera razón que le urgía partir cuanto antes estaba en una torre en medio de una foresta en la que nadie del pueblo osaba internarse por miedo a los fantasmas y las fieras salvajes.

A Iñigo también le molestaban bastante los continuos piropos y halagos de damas y caballeros. Y llegó a pedirle al amo que lo sacase de aquel palacio cuanto antes. También el chico quería ver a Guzmán y, por supuesto a su hermana. Pero lo de ir al castillo donde vivía su padre ya era otro cantar, dado que su madrastra no era santo de su devoción precisamente.
Pero también tenía que cumplir con su padre e iría a verlo antes de ir a reunirse con el mancebo.
Lo único bueno de la estancia en la corte eran las horas que pasaba con el amo a solas y sobre todo por la noche. Al no estar Guzmán él era quien recibía todas las ansias y deseos del conde y sus huevos no paraban de dar leche y su culo de recibirla.


El rey estaba contento con las gestiones realizadas en Italia y las noticias eran muy favorables para su causa, puesto que de los siete príncipes electores, tenía asegurado el voto de cuatro de ellos. Y, por tanto, la corona sería suya aunque se opusiesen los otros tres dando su voto al hermano del rey inglés.
Así que agradeció al conde y a Froilán su servicios recompensándolos apropiadamente con un par de prebendas a cada uno, que de tan buenas y provechosas parecían canonjías eclesiásticas.

Nuño le habló a Don Alfonso de Lotario y de la labor que llevaría a cabo en Milán. Y el rey prometió concederle un título con rentas suficientes para llevar una vida de un noble suficientemente rico para ser envidiado.

Todo parecía ir por buen camino y el conde aprovechó la oportunidad de solicitar al rey el permiso para retirarse a su castillo y reunirse con su familia.
La reina le dio un valioso aderezo de rubíes como regalo para Doña Sol, su pupila, y Nuño partió hacia sus lares con Iñigo y sus dos guerreros negros.

Era una comitiva corta y cabalgaban a marchas forzadas porque cada día que pasaba sin Guzmán le parecía eterno.
Descansaron lo justo y no hicieron paradas largas durante el trayecto, así que el tiempo empleado fue más corto de lo acostumbrado en otras circunstancias.

Y sólo tuvieron un incidente serio en el camino.
En una de las ocasiones en que se detuvieron para comer algo y hacer sus necesidades más perentorias, Iñigo se alejó demasiado y estando en cuclillas con las nalgas desnudas recibió un golpe seco en la nuca que lo dejó grogui.

Dos hombres de gesto osco y modales muy poco refinados lo arrastraron hacia una zona boscosa y lo maniataron dejándolo tumbado boca a bajo sobre un fardo sucio y solo.
Por lo que hablaban con otros dos compinches, eran miembros de una banda de ladrones que andaban de razia por los contornos y aguardaban la llegada del jefe, que había ido con el resto de sus acólitos a cometer sus fechorías a los alrededores de una villa cercana.
Ellos se habían quedado vigilando y protegiendo el botín fruto de la rapiña llevada a cabo en otros pueblos, para volver a su cubil y repartirse las ganancias cobradas en esa salida. E Iñigo les pareció un regalo propicio para el jefe que, como ellos, estaba bastante necesitado de hembra.

Y a falta de un coño blanco y apetecible, ese culo tan terso y de piel clara serviría para usarlo como remedo para tranquilizar la calentura de su líder. Además el chico estaba aseado y casi olía tan bien como una dama de alcurnia.
Y eso siempre incitaba y ponía la verga más tiesa que el hedor de una ramera de baja ralea. Pero a uno de ellos le tentó la visión de la carne redonda y dura del muchacho y disimuladamente se escaqueó del resto y fue donde estaba Iñigo, con la intención de meter lo que nunca debería habérsele ocurrido.

Se bajó las calzas y se arrodilló en el suelo detrás de chico y apoyando las manos a cada costado del cuerpo del muchacho se puso encima agarrándose la verga para metérsela por el agujero del culo.

Ya casi estaba entrando cuando unos dedos férreos lo agarraron del pelo y le alzaron la cabeza, tirándosela hacia atrás, y no le dio tiempo de ver quien era su agresor.
Sólo vio un destello en el aire y su cabeza se desprendió del tronco que se desmoronó como un castillo de naipes.
Y de inmediato, la cabeza con los ojos espantados y la lengua fuera voló salpicando sangre por el trozo de cuello que le quedaba, hasta rodar entre unos matojos manchándose de tierra.

Otul limpió la hoja de su cimitarra con uno de los andrajos del miserable ya decapitado y, tapándole el culo al mozo, se lo llevó en brazos a donde estaba el conde con Sadif. Nuño, siempre temeroso de que pudiese pasarle algo malo a su bello y llamativo esclavo, ordenara al imesebelen que lo siguiese sin que el chico se percatase de su presencia, ya que para ciertas cosas, como cagar, era celoso de su intimidad ante otras personas que no fuesen su amo y el mancebo.
Y la precaución del amo le salvó de una violación segura y vete a saber que otras calamidades le deparaba el destino en poder de tales bandidos.

El conde se desencajó al oír el relato del guerrero y con el otro africano fue a rematar el trabajo cargándose a los otros tres forajidos a mandobles. Al volver en sí el chaval ni sabía que le pasara ni podía creérselo, aunque el chichón en la cabeza le indicaba que todo aquello tenía que ser cierto.
Pero lo que le convenció definitivamente del peligro en que se había encontrado hacía unos minutos tan sólo, fue el abrazo de su amo y el beso que le estampó en la boca.

Y allí mismo, sin preocuparse de la presencia de los dos negros, le bajó las calzas de nuevo y le ordenó que se enganchase con las piernas a su cintura para endilgarle un polvo rápido, pero consistente en fuerza y la cantidad de leche que le metió por el culo al chaval. Iñigo casi hubiese volado de no rodear su cintura las manos del amo y sujetarse a la de éste con sus piernas entrelazando los pies tras la espalda del conde.

Los dos guerreros tuvieron la deferencia de mirar para otro lado, pero sus pollas vivían el momento como si fuesen ellos los que le daban caña al mozalbete.
Cómo se acordaban de los napolitanos. Seguro que sus otros dos compañeros les estaban dejando el ano como higos estallados al caer de la higuera y despanzurrarse sobre la hierba.
Qué polvos le metían a esos muchachos y cómo gozaban los muy putos con sus trancas clavadas en el culo hasta los cojones.
Eran dos buenas perras, pero ellos estaban encantados y en cierto modo no sólo deseaban sexualmente a esos chicos sino que los querían realmente. Bruno y Casio se hacían querer porque además de simpáticos eran buena gente y se portaban amablemente con los guerreros no sólo cuando los follaban, sino en cualquier otra circunstancia, ya que eran muy cariñosos y afables por naturaleza.
Y con las enseñanzas recibidas de los eunucos para saber agradar a un macho, en cuestiones de sexo ya eran unas expertas meretrices.


Terminado el apareamiento del conde con su esclavo, el chico no quería desprenderse del cuerpo de amo y se mantenía enganchado a él sin que Nuño le sacase la polla del culo. Iñigo se sentía muy a gusto así y sobre todo seguro estando colgado de su dueño y protector.
Pero ya era un hombre y casi un caballero para afrontar la realidad y no cobijarse bajo el ala del águila como un indefenso aguilucho.
El también sabía defenderse y era bueno con la espada, como ya lo demostrara en varias ocasiones. Pero esta vez lo cogieron desprevenido y no se dio cuenta que lo atacaban por la espalda.

Andaba algo estreñido esos días y le preocupó más evacuar el vientre que su seguridad.
Además a veces se olvidaba de lo atractivo que era para el resto de los mortales con ganas de tener un hermoso cuerpo entres las mano y bajo el peso de la lujuria que les abrasaba la entrepierna.
Gajes de ser tan bello, quizás.