Ni una gota de brisa entraba por el balcón abierto de par en par que se asomaba al recoleto jardín del ala este del castillo. Ella notaba un calor sofocante, más dentro de su vientre que a flor de piel, y abrió la camisa de lino dejando al aire sus pechos, todavía tersos y erectos aún después de alumbrar por segunda vez a una preciosa niña de tez blanca y cabello oscuro. Elvira, así se llamó la pequeña hija del conde feroz y su esposa Doña Sol, que ya iba a cumplir dos años.
Estaba inquieta y no lograba sosegar su ánimo con lecturas ni bordados, ni otras gaitas que no fuesen las dos que hábilmente tocaba cuando estaba con su esposo y el mancebo. Y su corazón repetía ese nombre adorado con el que soñaba día y noche, Guzmán. El joven que, como ella entraría pronto en la veintena, si antes era hermoso ahora era el más bello e inteligente de los hombres. Camino de la madurez, el joven mozo se había hecho y completado en todos los sentidos, llegando a ser un ejemplar de macho que asombraría a cuantos pudiesen verlo.
Y eran muy pocos los que tenían ese privilegio, puesto que su vida y su mundo era una torre en medio de una frondosa e intrincada arboleda, cuya fantástica fama de estar poblada por seres extraños y malignos amedrentaba a las gentes sencillas de todo el condado que evitaban acercarse a la fatal espesura del bosque negro. Las lenguas decían que nadie salía de ese lugar infernal y que muchos jóvenes desaparecían en sus alrededores, sin que se volviese a saber de ellos jamás. Bueno, no siempre, puesto que algunos paisanos de la zona aseguraban haber visto a alguno corriendo en cueros al lado de dos briosos corceles, uno blanco y otro negro, montados a pelo por dos extraños jinetes que cabalgaban sobre ellos medio desnudos.
La dama necesitaba ver al joven y tocar su mano para llevársela sobre el pecho y sentir el calor de esa carne que extrañamente refrescaba sus ardores. Sólo tenía que cerrar los ojos y lo veía desnudo ante ella. Y el color de su piel, tan pegada a los músculos que dejaba apreciarlos en su mínimo detalle para estimar su fortaleza y el nervio de sus movimientos elegantemente enérgicos sin evitar un toque de descuidada naturalidad, hacían del conjunto de ese cuerpo, viril hasta las cejas, el más atrayente de los machos, aunque en su mente no albergase la idea de meter la polla por el coño de una mujer.
Y ella lo amaba y deseaba más que el aire que respiraba cada día. Cuando en su vagina entraba la verga de su esposo, era la de Guzmán la que ella sentía rozando su carne por dentro, aunque sólo la tuviese en la boca gracias a la generosidad de su dueño el conde feroz. El conde la follaba por el coño o por el ano mientras besaba al otro joven o le comía el pene, degustando la sal de la vida que almacenaba el muchacho en sus cojones hasta que su amo no le permitiese soltarla. Pero tan sólo con verlo y oler la acritud almizclada de su sexo, ella notaba en su cuerpo la revolución de la sangre que precedía al orgasmo. Y si el amo le dejaba olerle el culo al mancebo o, mucho mejor aún, si le regalaba el capricho de lamérselo antes de que el potente cipote de Nuño le abriese el culo a Guzmán, Sol se meaba de gusto queriendo ser ella la que entrase en el vientre del chico con la leche del conde, que lamía ansiosa al salir por el ano del mozo y sacarle la verga el dueño y señor de ambos. Guzmán cagaba la leche sin nada que manchase los espermatozoides del conde y ella los paladeaba despacio, oliendo la mezcla del semen y la humedad del recto de Guzmán, y se encendía como una zorra madura en tiempo de celo. Si algo le gustaba a la mujer, era meter la lengua por el ano del mancebo para rebañar bien cualquier resto de la leche vertida por su esposo dentro de la barriga del joven.
Y se ponía tan ciega de lujuria, que antes de terminar de comerle el ojete al muchacho era frecuente que la verga del conde ya estuviese tiesa de nuevo y se la clavase cogiéndola por detrás como a una loba. Y entonces los cojones de Guzmán se llenaban de nuevo y el conde le ordenaba que se diese la vuelta y descargase en la boca de Sol el manjar que la volvía loca, corriéndose por el coño como si fuese la polla de un muchacho salido.
Sin embargo ella sabía que su gran amor por el mancebo sólo era correspondido con un gran cariño por su parte, ya que él adoraba ciegamente al conde como éste amaba al muchacho. No había nadie que provocase la libido de Guzmán como Nuño y sólo la voz del conde producía el efecto de elevar la temperatura en la entrepierna y el culo del chico hasta levantarle ronchas sino lo follaba en un tiempo prudencial que no excediese del canto de un trovador.
Y con esa realidad tenía que vivir Doña Sol sin pretender cambiarla ni alterar el equilibrio establecido entre los tres. Nuño era el único semental y el amo absoluto que dominaba inmisericorde a la pareja formada por ella y el mancebo, que sólo eran sus putas esclavas para fornicar a destajo cuando le venía en gana. El mantenía en forma su verga para darles por el culo a los dos o preñar a la joven si le salía de los cojones aparearse con ella. Al mancebo le llenaba la tripa de leche todos los días, pero su naturaleza le impedía quedar embarazado para darle más hijos al conde feroz. Esa misión era exclusivamente de la dama y ya había engendrado dos hermosos retoños. Fernando, el primogénito, que cumpliría cuatro años, era muy parecido a su padre, pero con el cabello rojizo y avispado como su madre. Y hasta ella legó el ruido de los cascos de unos caballos en el patio de armas. Sol salió del aposento cubierta por una ligera bata de seda con algo de cola y descendió la escalinata del castillo para ver lo que ocurría y cual era el motivo de tanta agitación.
Ese día el padre del niño le traía un regalo que fascinó a la criatura. El conde apareció en el castillo con un potro árabe de capa rojiza y largas crines oscuras que el viento alborotaba al trotar, ligero y fino como un soplo de aire que entra por la rendija de una celosía. Las delgadas patas del caballo se hacían notar en el patio de la fortaleza y el niño miraba a su padre no acabando de creerse que aquel magnífico ejemplar fuese un regalo para él. Sin miedo tocó la frente del animal y el noble bruto bajó la cabeza ante el chaval como entendiendo que ese pequeño sería su dueño y quien montase en su grupa para cortar el aire cabalgando a rienda suelta por las praderas.
El conde levantó del suelo al crío y lo montó sobre el corcel y le dijo: “Fernando, este es el caballo con el que aprenderás a ser un buen cazador. Es rápido y noble porque ha sido educado por el mejor adiestrador y conocedor de caballos que existe en este reino”. El niño acarició las crines del animal y parecía preguntarle con la mirada a su padre: “Cuando volveré a ver a Yusuf para darle las gracias también?”. Y como si Nuño comprendiese a su hijo, añadió: “En cuanto te hagas con Rayo, que ese es su nombre, y lo montes con soltura vendrás conmigo a cabalgar con Yusuf. Los tres iremos hasta el lago y nadaremos desnudos como la última vez”. “Desnudos?”, preguntó la madre. “Sí. Entre hombres no tenemos nada que esconder ni de que avergonzarnos. No crees?”, dijo el padre. “No, mi señor. Pero la suya todavía es muy pequeña al lado de las vuestras y no entenderá que sólo es cuestión de tiempo y edad para que también sea grande”, aseguró Doña Sol. Nuño se echó a reír con todas sus ganas por la ocurrencia de la dama y le dijo: “Cierto!. Ya le crecerá y será como la mía. Porque es mucho más grande que la de Yusuf. O no?”. “Sí, mi señor. La tuya es muy grande y le deseo una igual a mi hijo cuando crezca un poco más”, dijo la madre viendo la sonrisa del crío, que muy ufano se erguía altivo sobre su joven potro. Y Nuño le respondió: “Vayamos poco a poco, que eso no crece de la noche a la mañana”. Y la madre apostilló agarrando al niño en sus brazos: “Hijo mío, ya tendremos tiempo de preocuparnos por esas cosas. Ahora vamos a jugar y deja que lleven el caballo al establo para que descanse”. Pero dirigiéndose al marido en voz baja, añadió: “La tuya y la de Yusuf si crecen de la noche a la mañana y viceversa. O a caso sueño cuando las veo tan excitadas?”. Nuño aplaudió la salida de su esposa y la besó en la boca sin reparar en que media servidumbre estaba alrededor de ellos y el crío. Y con el beso le anunció entre dientes que a la hora acostumbrada estuviese en el mausoleo sin más compañía que su deseo.