Autor: Maestro Andreas
domingo, 7 de agosto de 2011
Capítulo X
Amaneció el cielo sin nubes y el aire se había tomado una tregua, quizás para retomar nuevos bríos, pero ante una mañana tan apacible, el conde decidió partir y todo su séquito se puso en marcha en cuanto el señor montó su caballo y ordenó al alférez que sonasen los cuernos como señal para iniciar el camino a la corte del rey, que todavía permanecía en Soria.
La estancia en el castillo del conde Albar, del que era alcaide Don Honorio, fue reconfortante para todos y sobre todo provechosa y fructífera para el señor, ya que consiguió un nuevo paje al que se le veían buenas maneras para servirle y acompañarle en los salones de la corte real. Y a pesar que montaba un caballo de brega, a Iñigo se le veía feliz y orgulloso de servir a tan poderoso y noble señor, cuya fama de buen caballero era reconocida en todos los reinos vecinos. El chico iba detrás de su nuevo amo y observaba cada uno de sus gestos para estar al quite y atender sus deseos más rápidamente que ningún otro siervo. Puede que todavía no intuyese que deseos del amo tenía que complacer realmente, pero, en cualquier caso, al chico le parecía que la vida le sonreía y todos sus sueños de emprender grandes hazañas iban por buen camino tras los pasos del conde de Alguízar.
Guzmán, metido en la carreta con sus eunucos, rebobinaba los últimos acontecimientos y repasaba despacio los eslabones que tendría que jalar para recoger con seguridad la cadena que uniese con firmeza unos hechos tras otros sin que nada escapase volviéndose en contra suya. Es verdad que deseaba por encima de todo el bien de su amo y que gozase el mayor deleite posible tanto con él como con otros muchachos, pero si a algo no renunciaba el mancebo era a ser el verdadero amor del conde para siempre. Ese puesto no se lo cedería a nadie, ni siquiera a su querida Sol, y estaba dispuesto a matar para mantenerlo. Iñigo podría ser una amenaza, pero no podía negar que sentía una simpatía especial por ese joven muchacho de pelo dorado y reconocía que poseía una belleza fuera de lo corriente e incluso tan perfecta que parecía más propia de una joven adolescente que de un hombre. Era mucho más guapo que su hermana, aún pareciéndose mucho, y tenía un cuerpo tan armonioso y equilibrado en sus formas, que le recordaban una estatua de mármol blanco que había visto hacía años por tierras de Sevilla, entre unas ruinas, y un moro le dijo que se trataba de un efebo esculpido para un poderoso senador romano de nombre Marco Ulpio Trajano, cuyo hijo, de su mismo nombre, dominó el mundo en otras épocas ya lejanas.
De todas formas, cualquier consecuencia que se derivase de los oficios de paje que Iñigo prestase al conde, sería en mayor medida responsabilidad del mancebo, puesto que gracias a sus insinuaciones Don Honorio se atrevió a pedirle esa gracia al conde y le entregó a su hijo con los ojos arrasados en lágrimas de alegría por la buena fortuna que los hados le deparaban al muchacho. Y no se contentó Guzmán con eso y puesto a arreglar vidas ajenas, también convenció a Nuño para que aceptase a Blanca como dama de su esposa, Doña Sol, y la llevase el padre al castillo del conde donde más que servir acompañaría a la condesa y le ayudaría a pasar las horas en ausencia de su marido y del mancebo. Blanca le caía muy bien a Guzmán, porque era inteligente y despierta y casi jugaba a las cartas tan bien como Sol. Y además no pintaba nada en el casa de su padre, Don Honorio, donde siempre estaría expuesta a ser presa contra su voluntad de las ansias eróticas de su madrastra. La chica merecía ser amada y disfrutar otro tipo de vida más brillante y placentera y nada de eso encontraría en el mediocre entorno de su familia. Por otra parte, al ser una joven educada en letras y que había leído muchos códices latinos y griegos, sería muy útil colaborando en la educación de los pequeños Don Fernando y Doña Elvira, que por voluntad de su madre, sobre todo, tenían que ser cultos y versados en las artes y las ciencias, debiendo dominar otras lenguas, tales como el árabe y el hebreo, además del latín, el griego y las vernáculas de sus tierras de origen, que eran el gallego, el castellano y el catalán. Esos dos críos tenían que formar parte de la flor y nata de la nobleza y ni el conde ni su esposa regatearían esfuerzos y medios para lograrlo. Fernando, el futuro conde de Alguízar, debía parecerse al mismo rey Don Alfonso al que apodaron el sabio por sus conocimientos y amor por la cultura, sin dejar por ello de ser un excelente soldado. Y de su formación militar se ocuparía el mejor maestro. Su propio padre, Don Nuño, y su amigo árabe, que tanto sabía de caballos y de arcos y flechas, llamado Yusuf, que al crío le encantaba jugar con él y retozar juntos por el prado o en el agua del río. Ese joven moreno que miraba a su padre de una manera particular y lo seguía como un cordero obedeciéndole en todo cuanto el conde le dijese sin protestar ni decir nunca una palabra que no significase agrado o admiración por su señor. Ese hombre hermoso cuyo otro nombre no pronunciado delante del niño era Guzmán.
Pero la potente voz del conde le sacó de esa concentración en sus pensamientos ordenándole que saliese del carromato y montase a Siroco, harto ya de trotar atado al carretón bajo la golosa mirada de Iñigo que daría un mundo por montarlo. El conde le dijo: “Sal de ahí que parece que estás empollando y vamos a cabalgar hasta un riachuelo que discurre por estos alrededores entre olmos y chopos. Quiero verte en tu elemento porque ya estoy hasta los cojones de que vayas con esas sayas y refajos. Ponte algo más ligero y quitémosles las telarañas de los trancos a nuestros caballos”. Todo eso sólo quería decir: “Te voy a meter la polla por la boca y luego por el culo y te dejaré repleto de leche como un odre. Tengo ganas de olerte el culo y morderte el ano antes de clavártela de golpe y oír tus chillidos de cabrito acuchillado por el puñal del cazador que no necesita otra arma para cazarlo”, como le diría más tarde una vez llegados a la orilla de un remanso.
El conde no quería detener la marcha de la comitiva y ordenó al alférez continuar camino, llevando consigo al mancebo y como escolta dos imesebelen solamente. Iñigo hizo ademán de acompañarlo, pero Nuño le cortó la iniciativa diciéndole que no necesitaba sus servicios para darse un baño con su concubina. Lo que no deseaba por el momento el conde era que le chico pudiese darse cuenta del sexo de la lozana moza que representaba al sexo femenino en una caravana compuesta sólo por hombres, aunque dos no estuvieses enteros del todo. Todavía era pronto para comenzar el acoso y derribo del muchacho, tendente a desvirgarle y perforarle el culo con la potente verga de su señor, el conde feroz. Esa cuestión llevaría su tiempo y pensaba realizarla sin prisa, pero sin recular ni un centímetro del terreno que fuese ganando para conseguirlo.
Por el momento le bastaría con el cuerpo de su amado Guzmán, al que deseaba más cada día y le excitaba sólo con oírle decir: ”Soy tuyo, mi amo. Dame tu vida y lléname de la fuerza de esa leche con la que me alimentas para poder seguirte y no desfallecer ante nada ni nadie para servirte con más devoción y respeto si cabe. Mi amo, eres mi obsesión y mi credo. Mi único tesoro y toda mi realidad”. Y el conde no tardaba en darle con creces lo que pedía y dejarle el cuerpo relajado y algo magullado por el ímpetu de sus ardorosas envestidas pasionales. Eso sin contar las palmadas, muerdos y pellizcos que le metía entre pollazo y pollazo, que le dejaban la carne amoratada y enrojecida con señales de dientes y uñas por todas partes y en las nalgas, además, las marcas de los cinco dedos de las fuertes manos del conde.
El conde y el mancebo volvieron a disfrutar su amor en libertad y desnudos, mientras los dos esclavos negros vigilaban atentamente que nadie pudiese fisgonear la escena o molestasen a su señor en pleno juego erótico con su amado. Pero no advirtieron que unos ojos, confundiéndose con el cielo limpio de ese día, escudriñaban a cierta distancia las formas y los gestos de aquellas dos figuras, intentando discernir el engaño que su mirada se empañaba en hacerle creer. Ambos parecían hombres y, sin embargo, al menos uno tenía que ser mujer. Pero por qué desde la mata tras la que se ocultaba, la que sería hembra y daba el culo al macho para que la montase, daba la impresión de no tener tetas?. O mucho se equivocaba o su fisonomía no era nada femenina y hasta parecía que delante se movía al compás de los empellones un pene inhiesto, nada despreciable y comparable al de un joven muchacho como él.
Pensó que seguramente el exceso de luz esa mañana le hacía ver visiones equívocas y no debía dar crédito a lo que sus ojos creían ver. Pero su polla estaba empalmada. Iñigo se había alejado de la comitiva para mear y al empezar a sacudirse la minga para escurrir las ultimas gotas de orina, un ruido llamó su atención y miró en la dirección por donde lo había percibido. Y vio desde lejos como el conde le daba por el culo al mancebo, mas no quiso comprender lo que la realidad le gritaba. Marta no era mujer sino otro hombre como él. Y el conde lo estaba sodomizando bestialmente contra el tronco de un grueso árbol. Y eso no podía ser cierto, puesto que no tenía sentido que esa moza fuese disfrazada de lo que no era y ocultase su verdadero sexo. Qué sentido tendría eso?, se preguntaba el joven paje, ya que no veía que fuese tan malo usar el culo de un muchacho como coño para saciar el apetito carnal de un guerrero. Al menos eso había leído con su hermana en unos libros que hablaban de héroes griegos y dioses mitológicos. Así que no entendía la razón de vestir a otro muchacho con ropas femeninas si lo que ocultaba bajo las faldas era una polla que se ponía dura y unos huevos que se llenaban de semen al meterle un cipote por el agujero del culo. Seguramente estaba absolutamente equivocado y Marta era una recia moza con carnes prietas y un coño hábil para exprimirle la leche a su señor el conde.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)