Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

viernes, 30 de septiembre de 2011

Capítulo XXXI

Caminaban despacio los cinco jóvenes y dos imesebelen, mirando la vida cotidiana de una ciudad laboriosa y con un comercio floreciente tanto entre sus ciudadanos como con otras ciudades lejanas de distintos reinos y aquellas otras que también se asomaban al Mediterráneo, del que dependía su crecimiento y riqueza. En un momento en que los otros se detenían a ver unos faranduleros que montaban su espectáculo en una plazuela, Nuño atrajo hacia sí al mancebo para decirle: “Por qué has de enamorarlos a todos?... Te adora mi esposa y sé que está locamente enamorada de ti. También besa el suelo que pisas el fiel Hassan, porque te ama. Y Froilán bebe los vientos por tus huesos aunque se conforme con tener a Ruper. Y ahora ese joven que me sirve, también siente que su corazón late por su compañero. Y por si ellos no te bastan, cada día que pasa mi locura por ti es más grande. Y voy a tener que castigarte por ello, porque me duele la vida de tanto quererte. Qué me has dado para que sea así. Y que hostias les das a todos para encandilarlos y metértelos en un puño tan sólo con verte. Guzmán, qué sería de mí si no estuvieses conmigo?”. “Quizás ya estarías muerto, aunque digas que sabes defenderte tú solo”, dijo el mancebo con una mueca de chanza. Pero añadió: “Y te has preguntado que sería de mí sin ti? Te imaginas que me esperaba en este mundo si no me hubieses cazado en aquel bosque?. Sé lo que vas a decir... Así que no repitas que soy tan zorro que hasta en el infierno sabría salir airoso y conquistaría al mismo diablo. Si otros me quieren y desean, no es culpa mía, puesto que nunca les he dado pie a ello. Mi amor eres tú. Y sólo tú eres mi vida. Y no te niego ni pretendo ocultar que Iñigo me gusta y que casi lo amo un peldaño por debajo de ti. Pero la atracción por él es distinta y no tan fuerte ni pasional como la que ejerces tú en mí. Tú eres la lujuria hecha carne y el vicio libidinoso y lascivo que me transforma en una puta zorra sólo por darte placer. Tú eres mi amo y el absoluto dueño de mi ser y mi existencia. Y si deseas que odie al resto de los hombres, los adiaré. Y si no quieres que mire a otro, cegaré mis ojos por ti, porque tu imagen la veré siempre en mi recuerdo.”

En plena calle, el conde besó la boca de su amado y le confesó: “Hasta mataría a mi rey por ti!... Pero no sigamos con esto, o te destrozaré las calzas con mi verga para taladrarte el ojo del culo aquí mismo”. Y en eso volvieron a su lado los otros tres. E Iñigo dijo: “Tienen gracia esos cómicos, amo. Parece que representan una tragedia y, sin embargo, consiguen hacernos reír con las palabras y los gestos”. “Eres mucho más guapo cuando te ríes”, afirmó el conde. “Eso es porque nunca te has fijado bien en su cara mientras duerme, amo”, añadió el mancebo. “Me voy a poner colorado con tanta lisonja”, aseguró Iñigo. Y Nuño le profetizó: “Más que colorado te voy a poner el culo en cuanto estemos en el palacio de Froilán... Tengo la picha que me arde como un tizón y necesito apagar su fuego metiéndola en algo húmedo y fresco como tu ano. Así que vete pensando en bajarte las calzas y ponerte a cuatro patas nada más llegar, o te las hago trizas para clavártela con ellas puestas”. Y sin preocuparse de miradas indiscretas, le atizó un azote en el culo al chico que sonó como si se hubiese estampado un cántaro lleno de vino contra el suelo. Guzmán sonrió y se llevó otro palmetazo más sonoro que el del otro esclavo, además de un pellizco en la misma nalga para reforzar el picor.

Iñigo se puso rojo, pero su polla reaccionó levantando la cabeza del capullo hacía el ombligo. Esas cosas del conde, imprevistas y en cualquier sitio, excitaban a sus chavales e invariablemente manchaban las calzas por delante. Sus pollitas rezumaban vicio y ya les picaba el ojete a los dos. Y no sólo a ellos, puesto que Ruper también se ponía tonto y se agarraba al brazo de su señor mirándolo con lascivia. Estaba cantado que en cuanto pisasen el zaguán del portón de la casona, los tres culitos más jóvenes recibirían un trato especial por parte de las dos vergas algo más maduras.

Pero antes tenían que ir al centro neurálgico de la actividad comercial de la ciudad, donde estaba el mayor mercado y los establecimientos mercantiles más famosos y reconocidos de Barcelona, para ver al prestamista judío, amigo de la familia de Don Froilán. Había que ultimar el acuerdo que les garantizase la disposición de fondos durante su estancia en Italia, puesto que en dos días partirían hacia Nápoles. El adinerado judío poseía una casa grande y se notaba en la fachada que su dueño era un hombre de posibles. Estaba en lo mejor del casco principal de la urbe, ya que en ese tiempo, los hebreos vivían entre los cristianos y tenían negocios comunes, sin preocuparle demasiado a nadie sus creencias religiosas. Había buena relación entre todos y ningún problema por convivir en el mismo lugar. Pero, a causa de lo establecido en el concilio IV de Letrán, celebrado en 1215 por iniciativa del papa Inocencio III para predicar la cruzada contra los cátaros, los judíos de Barcelona tenían que llevar una escarapela sobre sus ropas y no podían salir durante la celebración de la semana santa. También se adoptaron medidas sobre el control del préstamo y la usura.

Más tarde, en el año 1268, el rey Don Jaime I dispensó a los judíos barceloneses de levar dicha escarapela sobre el traje. Y así transcurrió la vida y los asuntos de los ciudadanos de ambas comunidades, hasta que en el año 1275 otro Papa, Gregorio IX, recordó al rey la necesidad de separarlas, creando un barrio destinado a los judíos. Y surgió la judería, llamada call en catalán, cerrada por dos puertas, pero sin murallas. Una vez más, la mentecatez se salió con la suya y plantó el germen de la diferencia y discordia entre paisanos. El quinto jinete del Apocalipsis, la intolerancia religiosa, que incita a los otros cuatro, entraba en acción cabalgando sobre una tierra antes en paz.

Pero volviendo al relato, encontramos al conde y a su jovial compañía entrando en el palacio de Froilán entre risas y bromas, como preludio de lo que les esperaba a los chicos una vez que sus cuerpos se liberasen de las prendas que los cubrían. Froilán no quiso esperar más tiempo y se encerró en sus aposentos con Ruper. Que pronto se le oyó gritar entre gozoso y quejándose de un posible apasionado y delicioso maltrato que estaba recibiendo de su señor. Y el conde se lo tomó con más calma y antes de acotarles el espacio a sus chicos, dentro de un aposento, salió con ellos a un pequeño jardín rodeado de arcadas sobre columnas y allí, sentado en el brocal de un pozo abierto en el medio, quiso verlos de pie frente a él. Quedaron quietos como estatuas y sólo miraban el rostro de su señor.

Les daba el sol en los cabellos y los de Iñigo se confundían con esa cegadora luz. El muchacho estaba orlado con la belleza del mismo Adonis y lastimaba la retina con tanto resplandor. A su lado, Guzmán, absorbía la energía solar para transformarla en reflejos brillantes que saltaban sobre su pelo. Y en su cara lo que más relucía eran su ojos negros con luz de plata en el centro. Nuño se dio cuenta que quería salirle una lágrima y se emocionó. Alargó una mano y los dibujó en el aire sin llegar a rozarlos. Y les dijo casi como rogándoles: “Desnudaros los dos”. Guzmán no dijo nada y comenzó a desvestirse. Pero Iñigo, más tímido y vergonzoso con los extraños, exclamó: “Aquí?”. “Sí. Aquí y donde se me antoje”. Ordenó el conde.

Y los dos cuerpos quedaron en cueros, refulgentes como gemas preciosas al darles la luz. Y no estaban empalmados. Así que sus penes descansaban entre las piernas tapándoles en parte los cojones. Y Nuño se dio cuenta de lo bonitos que eran esos dos miembros. Le apeteció morderlos, pero si lo hacía crecerían y se empinarían perdiendo su gratificante tranquilidad y reposo. Pero el de Guzmán ya daba muestras de querer alzar la cabeza y se estaba estirando. Eso no le pasó desapercibido a Iñigo y el suyo lo hizo más rápido que el del mancebo. Fue verlo y no verlo y ya estaba duro y tieso como un palo. Ahora esos pipís eran otra cosa. Ya eran un par de pollas babeando y latiendo para mantener una lucha con los huevos, evitando que no se vaciasen antes de que el amo lo dijera.

Y Nuño les mandó que se diesen la vuelta y sus culos se presentaron ante él. Qué redondos y prietos tenían los glúteos ese par de muchachos. Cómo apetecía darles un mordisco o azotarlos para enrojecer esa piel tan tersa. Empezaba a entender a que se referían los monjes al decir que es pecado comer carne en días de vigilia. Pero ese día no lo era. Y aunque lo fuese, al conde le daba igual. Y no se molestaría en tirar a sus chicos al río y luego pescarlos, como hacían los abades y obispos con los faisanes y corderos para justificar que comían pescado y no carne en esos días de ayuno. El se los comería al natural, porque eran frutos en sazón y llenos de jugo. El culo de Iñigo era un dorado melocotón y el de Guzmán una deliciosa manzana. Y, en consecuencia, cumplía al no comer más que fruta. Porque delante, esos chicos sólo tenían un plátano y un par de huevos de codorniz.

El conde se levantó y repartió las manos para palparles las nalgas a los dos. Y les dijo colocando su cabeza entre las de los chavales: “Ya os estáis dando prisa para ir a la habitación y empezar a sobaros para calentarme más todavía. Os van a crujir los huesos a polvos, so zorras!. Qué sería de vosotros sin esta verga que ya estoy calentado para romperos el ano...Venga, putas!... Que sólo un macho aguanta vuestro trote”. Y los dos chicos se apresuraron hasta correr, para llegar antes al cuarto donde su amo les iba a medir el nivel de leche que podían almacenar en sus tripas.