Amparados por las sombras de la noche cabalgaban seis jinetes hacia las puertas de Firenze. Habían salido de Siena con la intención de recuperar un tesoro y dar justo castigo a Isaura y a su machacante, el capitán Lotario, un joven macho de aspecto atractivo que de no tener inclinación por el coño de una mujer, daría muchas horas de gozo al culo de cualquier joven con ganas de rabo. Aunque si los planes del conde salían como estaba previsto, poco le iba a durar ese atributo en condiciones de uso, pues la idea era castrarlo cortándole los huevos de raíz. Isaura se quedaría pronto sin nabo para su lujuria y tendría que buscar un consuelo alternativo en otro joven ardiente o volverse lesbiana para que le comiese el clítoris otra mujer.
Pero este par de indeseables felones estaban protegidos por las autoridades de esa ciudad y hacerse con ellos no sería una tarea sencilla ni carente de riesgos.
La escaramuza fue planeada por el conde, Bertuccio y Froilán, pero sólo participaban en ella el primero, acompañado por tres de sus esclavos y dos imesebelen. Es decir, iban con Nuño, el mancebo, Iñigo y Carolo, además de Otul y Jafez, con sus cimitarras bien afiladas y sedientas de sangre. Era preferible que la expedición la formasen pocos hombres, ya que debían actuar con rapidez y de la forma más clandestina posible, sin llamar la atención ni formar más ruido que el imprescindible para evitar escándalos innecesarios y peligrosos. Y para eso lo aconsejable era entrar en la ciudad con un número reducido de guerreros diestros con las armas y valientes como jabatos para luchar y matar a quienes se cruzasen en su camino intentando impedirles alcanzar sus objetivos de revancha.
Nada más entrar en la urbe se dirigieron al Ponte Vecchio, en cuyos laterales se había instalado el gremio de los peleteros, un siglo antes de ser sustituidos en ese lugar por el de los joyeros, donde habrían de contactar con uno de los espías de Siena, Donatello, un hombre maduro de poca estatura y pelo cano, con grandes entradas en una frente despejada y un estómago que denotaba su afición a la buena mesa. Este personaje, camuflado como un modesto comerciante en artículos de piel, por su aspecto pacífico y bonachón, nadie diría que pudiera dedicarse a una actividad tan arriesgada como la de ser un infiltrado en una república enemiga de la suya. Pero ese hombre, sagaz y persuasivo, mantenía contactos con varios de los personajes más influyentes de Firenze, aprovechando además la rivalidad existente entre los llamados güelfos blancos y los negros, siempre en continuas refriegas y disputas sangrientas entre ellos. La república estaba dividida entre ambos bandos feudales, que aún siendo los dos partidarios del papado y enemigos de los gibelinos, se odiaban lo suficiente como para perseguirse y enredarse en luchas fratricidas.
Desmontaron a la entrada del puente y los dos imsebelen ocultaron los caballos, quedándose con ellos mientras el conde y los chicos iban a entrevistarse con Donatello. La puerta de la tienda de peletería se abrió al sonar sobre ella los golpes acompasados de una señal ya preestablecida y cuatro embozados en amplios mantos entraron rápidamente para evitar sospechas de algún ojo curioso. Nuño y los tres muchachos descubrieron sus rostros ante el espía y éste les indicó cual era el plan para hacerse tanto con las riquezas como con sus usurpadores. Ante todo irían a ver a un banquero judío que trocaría por una carta de crédito el montante de florines obtenidos por Lotario a cambio del oro y la plata del arcón del difunto obispo de Viterbo, que el mismo judío custodiaba por el consejo dado por el propio Donatello a la pareja de ladrones. Muy hábilmente los había llevado literalmente al huerto, engañándoles para entregar toda esa riqueza en manos de un prestamista de confianza de la república de Siena, con fuertes intereses económicos con ella y sus más destacados nobles y comerciantes. Y, de ese modo, pasaría a manos de Carolo sin la menor merma ni reducción de su herencia. Por esa parte el plan no tenía ningún peligro ni era posible que fallase, pero era necesaria la neutralización de Isaura y su cómplice.
Arreglado el asunto del dinero con Ibrahim, que ese era el nombre del banquero semita, y después de descansar una hora en su casa, bien atendidos y renovando fuerzas con un refrigerio sencillo pero bastante para nutrirlos y reconfortarlos, desde allí, se trasladaron a la Basílica de San Miniato al Monte, frente a cuyo baptisterio románico se hallaba la casa donde habitaban las dos piezas que se disponía obtener el conde y sus jóvenes cazadores y guerreros. La casona de Isaura y Lotario estaba muy próxima al palacio del todavía poderoso y legitimo sucesor del margrave Hugo, noble señor que en el año mil había elegido esta ciudad como su residencia, y la discreción y presteza en la realización de la misión punitiva emprendida eran vitales para su éxito. Pronto apuntaría el alba y con ella las primeras luces del día y el tiempo apremiaba para rematar la faena que se proponían llevar a buen término Nuño y sus muchachos, que, una vez echado de nuevo el pie a tierra, se deslizaban sigilosos como furtivos casi sin pisar el suelo para no despertar ni a las losas del empedrado.
Otul se ocupaba de los caballos ocultándolos de miradas ajenas y Jafez se introdujo el primero en la casa para ir limpiando el camino a su señor, apartando estorbos en forma de cuerpos que dejaba degollados. Y así, eliminando criado tras criado que le salió al encuentro, franqueó el paso al conde y a los chicos, que guiados por un plano facilitado por el espía, llegaron sin esfuerzo a las habitaciones de la pareja que motivara esa razia.
Los encontraron todavía dormidos y totalmente en pelotas los dos. Por el revoltijo de sábanas y almohadones se vislumbraba una febril velada sexual durante la noche y los cabellos de ella estaban enmarañados y enroscados en su cuello como un fino pañuelo de seda dorada. El rostro de Lotario se ocultaba en un mullido cojín de raso blanco y aún se veía el brillo del sudor en su espalda. El conde se fijó en el recio culo del soldado y lamentó tener que castrarlo por lo que le había hecho a Carolo. Quizás en otras circunstancias, antes del castigo, le hubiese gustado catarlo y calar ese melón que se le ofrecía a los ojos subiendo y bajando al ritmo de la respiración sosegada del durmiente. Pero en esos momentos no sería adecuado probar carne nueva por muy sugestiva que se le presentase tendida en un lecho que ya olía a semen y a flujo de mujer. Y eso que el reverso de un par de piernas musculosas y morenas, tapizadas de un vello oscuro cual macho cabrío, no le dejaban retirar la vista del redondo remate, rajado al medio, del que partía la espalda de Lotario.
Y casi de inmediato y sin acercarse del todo a la cama, Isaura se revolvió dando un bote en el aire como una cobra amenazada. Eso espabiló al soldado, que se encontró con la punta de una espada rozándole la nuez y la voz del conde que le decía: “Por qué lo hiciste?... Fue cosa tuya o ella te empujó a traicionar al obispo?... También sabías que iban a matarlo, verdad?”. Lotario casi no podía tragar saliva del susto e Isaura miraba al grupo de acosadores con odio y un gesto de ira hacia Carolo que demostraba lo mal vicho que era la muy perra y la tirria que le tenía a ese chico. Y ante la presión de la afilada hoja que presionaba su garganta, el capitán habló: “ Supe que iban a matarlo cuando ya estaba hecho. Y lo único que hice fue irme de allí con lo que era mío... Porque yo también soy hijo del obispo, aunque nunca quiso reconocerlo... Mi madre era una prostituta y el cabrón de Benozzo siempre dijo que yo podía ser el fruto de cualquiera de los muchos polvos que le echaban a esa mujer la gran parte de los hombres de Viterbo. Sin embargo, ella me decía que él era mi verdadero padre. Y puede que ese fuese el motivo por el que el muy cabrón se encargó de mi educación y me hizo más tarde capitán de su guardia”.
Lotario trago saliva y prosiguió sin perder de vista los ojos del conde: “A él (refiriéndose a Carolo) lo tuvo por sobrino y en su testamento lo declaró su heredero y su único hijo... Pues su madre no era menos puta que la mía, porque me contaron que esa mora le ponía los cuernos con el primero que le guiñaba un ojo y tenía oportunidad de abrirse de piernas para él, aunque fuese en el corral... Y una vieja matrona que la asistió en el parto, aseguraba que el crío era hijo de un mozo de cámara del obispo que llamaba la atención por su porte y su hermosa figura y su cabello rizado y oscuro. Y desde luego Carolo no se parecía en nada a Benozzo, que hasta estaba algo contrahecho... Además, según contaban los criados más viejos del palacio, el obispo, celoso perdido, mató al bello joven dándole a probar una copa con veneno”.
Tales palabras. dichas con un rencor de años, encolerizaron a Carolo, a pesar que no conociera a su madre ni sabía nada sobre ella. Pero las tomó como un insulto imperdonable y gritó enfurecido que le diesen una espada a ese mal nacido, porque iba a darle muerte por su mano y no era de caballeros hacerlo sin darle la oportunidad de defenderse como un hombre, aunque no tuviese honor que lavar, pues ya era un ser indigno de toda consideración y respeto por cuanto había pronunciado y hecho. En su cólera, el chico ni se daba cuenta que le estaba liberando de la carga de ser hijo del obispo, al que no le tenía ningún aprecio, y le proporcionaba el consuelo de saber que el muy cerdo había pagado el crimen contra su verdadero padre muriendo envenenado también. Mas la ceguera y la ofuscación del momento no le permitían a Carolo ver más allá de lo que separaba su espada del corazón de Lotario para atravesárselo. Se mascaba la tragedia y el aire era espeso tanto por los vapores de una noche turbulenta entre los amantes, como por la presión y tensión creada entre todos los que presenciaban la escena y oyeran la diatriba verbal de Lotario.
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