Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

viernes, 4 de noviembre de 2011

Capítulo XLIV


Se abrió ante ellos una sala abovedada, bastante grande, y en el centro, sentados a una tosca mesa de madera, suficiente para acomodarse una docena de hombres, bebían como cerdos ocho tíos casi en pelotas entre babas, regueros de vino. que escurrían desde la mesa al suelo, y restos secos y desmenuzados de lo que debió ser un festín hacía ya unas horas. Pero entre ellos no estaba el alcaide ni tampoco el muchacho secuestrado. Y los infelices puercos no pudieron ni menearse antes de ser decapitados casi todos a un mismo tiempo. Y digo casi, porque a uno lo interrogó el conde a hostias para sacarle en que lugar del puto castillo tenían a Iñigo.

Cantó y conservó la cabeza pegada al cuerpo, pero sin vida. Y había que bajar más peldaños para llegar al final de la aventura. Mejor de la primera parte, pues en la fortaleza había muchos más soldados y todavía tenían que salir de allí tras liquidar el asunto emprendido ese amanecer. Nuño ya desesperaba de hallar al chico a tiempo de salvarlo y aceleró el paso escaleras abajo, más atormentado por la suerte de Iñigo que la de ellos mismos. Guzmán se adelantó para ir inmediatamente detrás de su amo y al superar a Froilán éste le dijo: “Cuidado!. No os ceguéis y tengamos que lamentar una mayor desgracia todavía. Refrénate y procura amainar el ímpetu de Nuño o no saldremos vivos de esta orgía de sangre. Cada día entiendo menos la locura de los hombres, pero aquí vinimos a cobrar cumplida justicia por un hecho detestable. Ojalá no hayamos llegado tarde, muchacho!”.

Y llegaron a una especie de cueva oscura, casi excavada en la piedra del islote, y allí lo que encontraron fueron ropas amontonadas, rústicas y humildes, todas aparentemente de campesinos. También vieron esparcidos en un rincón heces y el olor a orines penetrada los sentidos. Tuvieron la sensación de estar en una pocilga y al acostumbrar la vista a la oscuridad se dieron cuenta que no estaban solos. En unas oquedades más oscuras, abiertas a los lados y cerradas con rejas de hierro, estaban unos cuerpos desnudos y puestos en pie contra otro muro que la negrura confundía con la nada. Quizás eran condenados por algún delito y esos agujeros eran espeluznantes calabozos, pero pronto apreciaron que todos eran cuerpos de muchachos jóvenes que ni se movían aterrados por el miedo.

“Qué es esto?”, exclamó el conde. “Por la complexión de sus cuerpos, diría que son chiquillos encadenados por el cuello a los muros!”, exclamó Froilán. “Parece que en cada covacha hay dos o tres!”, dijo el mancebo no creyendo lo que sus ojos veían. Y Giorgio habló en voz alta para sí mismo: “Entonces es cierto!... Es verdad que los chicos que desaparecían eran secuestrados y no se iban a otras partes por su voluntad!”. “A qué te refieres?”, le preguntó el conde. Y el chico le dijo: “Señor, desde hace tiempo la gente del pueblo dice que desaparecen muchachos campesinos de los alrededores y también adolescentes huérfanos y abandonados por sus familias. Nunca se le dio mucho crédito a esos rumores, pero ahora veo que no andaban muy desencaminados. Toda esta historia empezó al poco de ser alcaide de este castillo Don Angelo. En que también comenzó a arribar periódicamente un dromón bizantino de tres mástiles con velas latinas y dos filas de remos. Necesita al menos ciento cincuenta hombres para moverlos. Pero no toca el puerto de la ciudad y fondea en el lado noroeste del islote”. “Entiendo”, dijo el conde, para añadir a continuación: “Sospecho que estamos ante un caso claro de venta de esclavos para uso sexual. Ya sea en Constantinopla o en Asia y el norte de Africa”. “Esto se pone muy feo!”, volvió a exclamar Froilán.

Nuño estuvo tentado a pararse para ver de cerca a esas criaturas sujetas por el pescuezo como animales, pero la premura de dar con Iñigo le disuadió de hacerlo. Pero le pidió a Giorgio que, ayudado por dos imesebelen, viesen la manera de liberarlos abriendo las rejas y los dogales de hierro que los ataba a la piedra. Y no tuvieron que ir más lejos, porque al final de esa lúgubre mazmorra vieron el resplandor de unas antorchas dentro de otra cavidad sin rejas en la entrada.

Y en el interior de ese otro cubículo nefasto, estaba el alcaide con cuatro matones, grandes como montañas, y tres individuos de su ralea. A Nuño se le heló la sangre y mascaba la muerte al respirar el aire viciado en un ambiente infesto. Se le crisparon los dedos agarrando con fuerza su espada y no quería ver lo que le forzaban a mirar sus ojos. El trío de putos cabrones, en silencio, miraban el labio sangrante del alcaide, mientras que uno de los gigantescos verdugos intentaba detener la hemorragia con un paño que antes de eso debió ser blanco. Ahora el color de la sangre destacaba en el lienzo y en el pecho desnudo de Don Angelo. Y los ojos de este infame dentelleaban de odio y furor clavados en el rostro de Iñigo, de cuya boca manaba sangre también y le manchaba los labios, la barbilla y el pecho.

El bello muchacho exhibía su desnudez colgado del techo por las muñecas, sin apenas rozar el suelo con los pies, que también se los habían encadenado con grilletes sujetos al suelo, Y los otros bestias con pinta de carniceros, esperaban las órdenes de su amo para proceder según le placiese al obeso guarro que mandaba en la fortaleza. Iñigo no estaba muerto ni dormido y en la mirada había repugnancia y lágrimas. Y posiblemente dolor más moral que físico. Pero estaba vivo, aunque por su aspecto se diría que había sufrido bastante.

A Guzmán le saltaron las lágrimas al contemplar de esa guisa a su compañero, pero no retrocedió ni apartó la mirada de sus torturadores. Estaba tenso como un felino y los resortes de sus miembros necesitaban saltar sobre ellos, porque un grito feroz ascendía desde sus entrañas hasta el cerebro movilizando su cuerpo para lanzarse al ataque. El puñal vibraba en su mano y reclamaba bañarse en sangre también. Al notar la presencia del conde y los suyos, todos se volvieron hacia la entrada y sólo los sicarios se dispusieron a luchar, ya que el resto estaban casi en cueros y desarmados.

Pero el alcaide, tuvo la idea de hacerse con un cuchillo de matarife, que estaba sobre una mesa, Y aferrando a Iñigo por los pelos, tiró hacia atrás su cabeza y amenazaba, farfullando palabras medio ininteligibles, con cortarle la garganta sino se rendían. Iñigo gritó desesperado pidiendo la muerte antes de que los otros se rindiesen, pero el conde dudaba si tirar la espada o ver como rebanaban el precioso cuello de su hermoso chaval. Eran momentos difíciles y cualquier decisión era trágica. Dejar de luchar acarreaba la muerte, no sólo de Iñigo sino la de todos los demás. Y si no lo hacía, el chico no salvaba su vida, pero sería vengado y le acompañarían al otro mundo el asesino y su secuaces.

El tiempo se detuvo y en el aire quedaron suspendidas las manos que empuñaban las espadas. Froilán miró a Nuño y éste sólo veía el cuello de Iñigo con la hoja mortal acariciándole la piel. Pero los imesebelen no declinaron su beligerancia y procuraron colocarse en posición de neutralizar a los cuatro follones que constituían el verdadero peligro para su grupo, ya que los tres amigos del alcaide estaban aterrorizados y presentían que sus fechorías acababan ese día, yendo a la tumba con sus culpas.

Sólo eran segundos los que estaban transcurriendo, pues un minuto de más hubiera sido vital para todos. No se oyó ni una mosca, ni tampoco la respiración de ninguno. Y como si únicamente el mancebo pudiese moverse sin romper el equilibrio del instante, en décimas de segundo vislumbró el hueco por el que solucionaría el problema. Esa era la salvación o la muerte instantánea de Iñigo. Pero no cabía otra esperanza y como muchas otras veces tenía que arriesgarse. Su intuición le decía que sí. Y eso era suficiente para el osado mozo. Si ya había salvado otras vidas, ahora tenía que hacerlo de nuevo para no perder la de Iñigo. Y se dio cuenta que amaba a ese muchacho más de lo que él mismo creía hasta ese mismo momento.

Si fracasaba y el otro chaval moría, no podría vivir con el dolor y la culpa de errar cuando más necesitaba su destreza y su arrojo. Además sabía que el corazón de su amo se partiría por la muerte del otro muchacho, al que quería y deseaba con toda el alma. Pero, no sólo captaba en toda su extensión las amenazas del alcaide, sino que no le engañaban respecto a no quitarle la vida a su compañero por rendirse ellos. Igual que el conde y los otros, sabía que desarmarse era morir con Iñigo sin vengarlo. Y pelear, aún exponiéndose a morir matando, no libraría al rubio paje, pero quedaría saldada la deuda de sus matarifes, muriendo con él.