Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

domingo, 16 de octubre de 2011

Capítulo XXXVII


Ruper también llevó esa noche dos hostias en el morro por torcerlo al ver como su amo desnudaba a Aldo para besarle el cuerpo y jugar con sus tetillas y sus pelotas, antes de lamerle el agujero del culo. Y lo puso de rodillas contra la pared mientras le daba por el culo al otro joven. Que, por cierto, pudo comprobar que ya no era virgen. Pero le satisfizo el polvo como si él le estrenase el ano. El chico sabía apretar con el esfínter la verga del que lo montaba, para hacerle creer que era más estrecho que una novicia aún sin tocar por el confesor del convento. En cualquier caso, Froilán lo folló con ganas y dos veces antes de dormir, mientras que a Ruper sólo se la metió en el entreacto. Y repitió el mismo programa al despertarse, pero con la nueva luz del día a Ruper le tocó mamar dos veces, antes y después de joderle el culo su amo. Aldo salió de aquella habitación encantado. Aquel noble tan guapo le había dejado el culo como un panetone, pero con un gusto salado, debido al semen que le escurría patas a bajo. Y Ruper extrañaba no sentirse tan escocido y andar escarranchado como le sucedía cada mañana desde que pertenecía a Froilán. Es difícil olvidar algo cuando la fuerza de la costumbre te hace a ello.

Pero al que vieron abierto de piernas y andando como un pato, fue al más joven de los sicilianos. Según contó Aldo más tarde, las costumbres en Sicilia eran muy restrictivas respecto a la relación entre hombres y mujeres. Y no cabía pensar en tocar a una moza fuera del matrimonio, a no ser que fuese una puta. E incluso casados, del cuerpo de la esposa sólo conocían la cara, las manos y los pies, aunque fuese madre diez veces. Así las cosas, era frecuente que a los chavales todavía adolescentes se los beneficiasen los otros mozos más mayores o los hombres maduros.

Y esa noche, en la habitación de Giorgio, a Leonardo le había tocado ser la hembra para satisfacer a los otros dos. Y, por los andares del chico, se habían despachado a gusto con él. Aseguraba Aldo que lo habían follado cuatro veces cada uno antes de acostarse a dormir. Y por la mañana se habían comedido, puesto que sólo le habían metido un par por cabeza. Seguramente llevaba el ano como el coño de una vaca acabada de parir. Y era tan curro ese chaval, que en honor a la verdad era justificable la aptitud de Giorgio y Fredo con él. Incluso viéndolo como un patizambo daban ganas de cogerlo y dejar dentro de su barriga una porción abundante de leche.

Una vez saciado el apetito con un copioso desayuno, el conde asió al joven Leonardo por un brazo y se lo llevó casi en volandas, encerrándose con el crío en un pequeño cuarto. Que, a tenor de su mobiliario. no era más que el escritorio para un escribano que redactaba los documentos y cartas del dueño de la casa. A esas horas estaba vacío y Nuño echó de bruces al chaval sobre la mesa y sin decir nada le bajó las calzas algo mojadas en el culo. Le separó las nalgas y comprobó el estado de su ano rojo y todavía rezumando semen. Y le dijo: “Te lo han dejado como una alcachofa. Y supongo que te dolerá. A penas puedes cerrarte de patas”. El chico no decía nada y se dejaba examinar el agujero del culo por el conde. Y Nuño añadió: “Desde luego tienes un precioso culo. Y muy tersa la piel de los glúteos. No me hace ninguna gracia que hayan abusado de ti esta noche. Me han dicho que fueron los dos. Te forzaron?”. Leonardo volvió la cabeza y contestó: “No, mi señor. Sólo me usaron como hacen otros. Y además no es la primera vez que Fredo me folla. Tiene una verga muy grande, pero a mí me gusta que me las metan y me den fuerte. La de Giorgio es más pequeña, pero lo hace bien y calca a fondo. Lo que pasa es que tengo la barriga encharcada y me sale leche por el ojo del culo sin parar. Me jodieron mucho los dos y gozaron como lobos...Y yo disfruté como una perra, mi señor. Me gusta ser la puta de otros muchachos. Y la vuestra si deseáis mi culo aunque esté tan follado”. Nuño le levantó el jubón y miró lentamente la espalda del chico. Y dándole un par de palmadas en el culo, dijo: “Por uno más, no creo que se te ponga más colorado de lo que ya está. Y por falta de lubricante no será para que te entre bien”. Y el conde se lo folló en el acto.

En cuanto se lo contó a Froilán, ya le notó en la cara que el muy cabrón estaba buscando la forma de trajinarse también al jovencito. Pero en eso le pareció a Nuño ver la silueta de una mujer joven tras una celosía de madera que velaba un ventanal de tres arcos. Fue un minuto, porque en cuanto miró hacia ella, la silueta de la joven se esfumó. Eso le intrigó y le trajo a la mente el hecho de que Don Piero no los recibiese con su esposa, si la tenía, ni ella estuviese acompañando a su marido durante la cena. Y no pudo aguantar por más tiempo su curiosidad. Y no le preguntó al señor del palacio, sino a Aldo. Y efectivamente había una señora en la casa. Pero no era la madre de Giorgio. El padre del chico estaba casado en segundas nupcias con una muchacha de dieciséis años, hija del acaudalado Don Rinaldo degli Albioni. Y sus celos a que otro hombre pusiese sus ojos impuros sobre ella, hacía que la mantuviese encerrada prácticamente el día entero. Y más, teniendo en la casa huéspedes masculinos, jóvenes y apuestos.

Aldo también le dijo al conde, que en la corte chismorreaban que, ante todo, de quien protegía Don Piero a su joven esposa, era de su hijo Giorgio. Sospechaba de todo hombre, pero mucho más de su joven y hermoso vástago. Que además tenía fama de gustar a cuanta mujer lo veía. Fuese o no su hijo un conquistador, o que recelase de cualquier cosa que tuviese polla y huevos, el caso es que la chica apenas veía el sol sino era a través de las celosías de las ventanas de sus habitaciones, que semejaban las de un convento de clausura. Y, sin embargo, según el testimonio de Aldo, le regalaba costosas alhajas y ricos vestidos, que sólo lucía para el celoso marido.

Nuño se lo dijo a Guzmán. Y a éste le pareció monstruoso y denigrante para ella tal proceder por parte de su esposo. Y dijo apretando los dientes: ”Merecería que le pusiese más cuernos que a un castrón. Apostaría a que ella y Giorgio se quieren. Y por más que haga el padre, el hijo terminará zumbándose a la moza”. Nuño se echó a reír y añadió: “Puede ser. Pero creo que ese hombre no anda desencaminado en eso de encerrar a una preciosa criatura para que nadie la desee. No sé si hacer lo mismo contigo en cuanto estemos de nuevo en mi torre”. El mancebo sonrió diciendo: “Allí ya me tienes enclaustrado, ya que oficialmente estoy muerto. Como no me metas en un saco, igual que querías hacer con Iñigo!. Además yo no quiero follar con otro. Ya lo sabes”. “Sí. Pero eso no quita para que otros quieran tu culo. Y queden tontos al ver tu cara. Y si te huelen de cerca, ya no habrá quien los pare hasta conseguirte”, dijo Nuño. “Mi puñal los parará. También lo sabes”, afirmó Guzmán. Y recalcó, además: “En ellos o en mí. Pero se clavará en la carne para impedir que me toque quien no tiene derecho. Sólo tú y tu deseo pueden disponer de mi cuerpo. Y si me toca Sol o Iñigo es porque tú lo quieres, mi amo. Cada día te amo más, Nuño”. “Y yo a ti, Guzmán”, dijo el conde besando ya los labios de su esclavo.

No tardaron mucho en salir a la calle con Froilán, Iñigo, Ruper, y toda la guardia de corps compuesta por los cuatro nobles muchachos. Pero de la verdadera seguridad de todos se encargaban unos inexpresivos imesebelen, que jugaban a las cuatro esquinas con todo el grupo. El conde no arriesgaba la seguridad de quienes el importaban en manos de cualquier aficionado. Y la tranquilidad se la daban los irreductibles guerreros negros, que asombraban a la población de Nápoles a su paso.

Y aún así, Nuño no dejaba de ver para todos lados y llevar siempre la mano derecha sobre el puño de su espada. Y lo mismo hacía Guzmán, pero acariciando indolente la empuñadura de oro de su puñal. Iñigo iba más despreocupado y no daba abasto para mirar los edificios palaciegos y las iglesias, como la Basílica di Santa Maria del Carmine Maggiore. Y, sobre todo, el Duomo, sede de la catedral y erguido sobre el antiguo templo de Apolo, y que se consagró como el primer templo cristiano de la ciudad, en tiempos del emperador Constantino en el siglo cuarto de nuestra era. Todo edificio singular o convento que topaban al caminar por las calles de la urbe, llamaba su atención y se detenía para admirarlo. Fredo, que procuraba ir a su lado, era el que le informaba sobre la construcción de los templos y palacios, aunque para puntualizar sobre detalles más concretos y exactos, solicitaba la colaboración de Giorgio, que era napolitano y tampoco se despistaba de andar al paso de Iñigo. Iba a tener mucha razón el mancebo al decir que el cabello rubio y los ojos azules del muchacho tenían mucho éxito en Nápoles, aunque no le hiciese gracia al conde.