Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

lunes, 5 de septiembre de 2011

Capítulo XXII

Entre la primera jornada del camino y la última antes de llegar a Zaragoza, abandonando Castilla al dejar atrás Agreda, y una vez pasadas la villa de Tarazona, ya en suelo aragonés, no hubo más incidentes importantes, hasta que al llegar cerca de la Joyosa, un desafortunado asalto, a cargo de un fantoche que decía ser hidalgo y tener derecho al tránsito a través de un modesto puente que cruzaba un discreto caudal, llamado Manubles, derivado del río Jalón, afluente del Ebro, se cruzó delante de ellos pretendiendo cobrar peaje por pasar, so pena de ser masacrados por el atajo de mugrientos follones cubiertos de andrajos que lo secundaban.

El conde quiso ser benévolo y no alardear de noblezas y grandezas, tanto por su parte como por ir acompañado de un pariente del rey de Aragón, pero el rufián se puso terco y gallito y no atendió a razones. El muy idiota tuvo el desacierto de intentar cargar contra el conde y su gente y eso disparó la reyerta. Fue como si todos estuvieses deseosos de hacer ejercicio practicando con las armas. Y en un abrir y cerrar de ojos un alustro de aceros se batió en el aire con intención de sajar cuanto se les pusiese al alcance de sus filos.

El conde no quería ser cruel con aquellos botarates, pero al herir uno de ellos a Iñigo en un brazo, su cólera no tuvo límites. El mancebo, con una agilidad y rapidez fuera de lo corriente, apuntó contra el que osó lastimar a su compañero. Y el infeliz provocador, antes de ser consciente del daño que había causado al bello muchacho rubio, ya tenía traspasada la garganta con una flecha. Y al resto de aquellos miserables zascandiles no les esperaba una suerte mejor. En el tiempo en que Froilán despachaba a uno de ellos, Nuño se cargó a tres descabezándolos uno a uno antes de que la cabeza del primero llegase a tocar el suelo. Guzmán volvió a montar su arco y atravesó con su flechas el pecho de otros dos. Y los imesebelen fueron rebanando miembros, que quedaban esparcidos por el suelo del puente o caían al agua tiñéndola de sangre. Y el cabecilla, incrédulo ante la ferocidad de sus atacantes y la maestría en el manejo de las armas, sucumbió a manos del conde, que le cortó ambos brazos antes de degollarlo de un solo tajo.

El aire se emponzoñó con el olor de la muerte y por todas partes se veían manchas rojas, que ya se oscurecían al ir empapando la tierra. Nuño miró desolado la carnicería que la estupidez de un tipejo le había obligado a realizar, pero pronto reaccionó y volvió a su ser preocupado por el estado de su joven paje. Froilán ya estaba con los dos eunucos atendiendo al chico y le adelantó que por fortuna no era grave la herida ni habría peligro de infecciones o contratiempos que retardasen su curación. Mas, teniendo en cuenta la sabiduría y práctica de los castrados para sanar, aprendida de médicos árabes y judíos.

Mientras el conde y Froilán recapacitaban sobre lo ocurrido, Guzmán, sentado en el suelo, recostó la cabeza de Iñigo en su regazo y le acariciaba el pelo preguntándole: “Te duele mucho?”. “No. Y menos ahora estando tú a mi lado...Sabes qué?... A veces me cuesta trabajo olvidar que eres un príncipe y me parece una osadía tratarte como mi igual... Ya sé lo que vas a decirme, pero eso no quita que yo lo sienta. Como tampoco me impide desearte a veces el hecho de ser los dos esclavos del conde... No digas nada, ni te enfades por esto. Pero no quiero que entre los dos haya secretos ni que algo roa mi alma en silencio, sin que tú sepas la razón de ese pesar. Nunca follé a otro hombre y solamente me ha follado el culo nuestro amo. Y no es que me apetezca hacerlo con otro muchacho. Que conste. Pero cada vez que te veo desnudo y siento el tacto de tu piel, mi sangre parece hervir y noto que mi rabo se inquieta de forma incontrolada. Y, sin embargo, jamás me atrevería a tocarte ni un pelo sin el permiso del amo. Y no es por miedo, sino por un profundo respeto hacia él y también hacia tu persona. Porque creo que a los dos os quiero con toda la fuerza de mi corazón”.

El mancebo se enterneció por la confesión de Iñigo y le besó la frente. Y sin dejar de jugar con el cabello dorado del crío, Guzmán le dijo que también sentía por él una atracción sólo comparable a la que ejercía el conde sobre él. Pero que, sin embargo, sus besos y tocar su cuerpo, no le producía la misma reacción erótica que cuando se trataba de su amo el conde. Y añadió: “Creo que te amo mucho, Iñigo. Y me gusta estar contigo y tenerte desnudo a mi lado. Pero de quien estoy totalmente enamorado, hasta dar mi vida por él, es del noble señor que nos posee a ambos. Somos sus esclavos y no me planteo si deseo serlo, porque no imagino hacer otra cosa en esta vida que no sea servir a mi señor. Pero eso no quita que me excita sexualmente pensar en ti como hombre. Y hasta podría llegar a desear tener tu polla dentro de mi cuerpo. Serías capaz de follarme si el amo quisiese aparearnos?”.

Iñigo abrió los ojos para ver la cara del mancebo asomada a su rostro y le respondió: “No lo sé: Eso nunca lo he pensado”. Se hizo un silencio que les pareció largo aún siendo inferior a un minuto y el chico le preguntó a Guzmán: “Y tú me penetrarías a mí... Me darías por el culo y llenarías mi vientre con tu esperma?... Cuando me lo das en la boca me encanta su sabor. Es distinto al del amo. El suyo es más fuerte y denso y hasta más salado. Y me gusta mucho, decir lo contrario sería mentir. Sin embargo, el tuyo siendo espeso también, me resulta más dulce y fresco. Si el amo me dejase, te estaría ordeñando todo el día para relamerme los labios con esa leche tan rica!“. “Cabrón!... Me has tomado por una ternera?”, exclamó Guzmán riéndose. Y el otro chaval rió al mismo tiempo que decía: “Ya me gustaría llevarte con una esquila al cuello para saber por donde andas, o sujeto por un ronzal atado a una argolla que te atravesase la nariz”. “Si no estuvieses herido te zurraría ahora mismo por cabrito!. Y contestando a tu pregunta, sólo te diré que para poder meterte mi polla por el culo, tendría que tener la del amo dentro del mío y sentir como me preña. Y sería como si él te follase usando mi verga para hacerlo”, dijo el mancebo entre risas, apretando la cabeza del otro para terminar besándosela. Y terminó diciéndole cariñosamente al joven paje: “Dejémonos de tonterías que si nos escucha el amo nos atiza hasta dejarnos baldados por ser tan viciosos”.

Y en esto oyeron la voz de Nuño a sus espaldas que decía: “De qué os reiréis los dos. Voy a empezar a sospechar que tramáis algo y no sé si no será mejor poneros una argolla de hierro al cuello y encadenaros... Qué tal te sientes, Iñigo?”. “Bien, mi amo”, respondió el chico. Y el conde le preguntó: “Con fuerzas para cabalgar o tendremos que detenernos más tiempo?”. “Por mí no, mi señor”, aseguró el chaval. “Pues pongámonos en marcha otra vez y dejemos este lugar siniestro para que los carroñeros hagan su labor y limpien la tierra cuanto antes... En Marcha!”, grito el conde. Y los cascos de los caballos resonaron otra vez sobre la tierra marcando la potencia del tranco que desarrollaban al galopar.

Cierzo parecía darse cuenta de que su amigo y jinete estaba herido y ponía cuidado en no hacer quiebros ni saltar con demasiada brusquedad para evitar molestias al chico. Guzmán también iba pendiente de su compañero y Ruper no dejaba que su montura se separase mucho del costado del noble zaino por si Iñigo perdía el control del corcel o daba muestras de abatimiento. La lesión del muchacho suponía un contratiempo pero no impediría cambiar los planes ni retrasar la llegada a Zaragoza.

Y al final de la tarde, el caudaloso Ebro les salía al paso y tras las murallas de la ciudad podía adivinarse la animada actividad de sus habitantes en un día de semana. Y, presidiendo la urbe, contemplaron el regio palacio de La Aljafería, fortificado por Al-Muqtadir, convirtiéndolo en residencia real para el recreo de los monarcas hudíes de Saraqusta, que lo denominaron “Qasr al-Surur”, Palacio de la Alegría. Pero en lo alto de las torres almenadas del soberbio castillo no ondeaba el pendón real de Don Jaime I, porque el suegro de Don Alfonso X, había reunido su corte en la ciudad de Barcelona y allí se encontraba el monarca.

En un principio el conde creyó más prudente alojarse con lo suyos en una posada, procurando pasar desapercibidos y sin denotar sus nobles orígenes, pero Don Froilán, cuya familia poseía un palacio en la ciudad, no permitió tal cosa y todos se hospedaron en la casa paterna del noble primo de la reina. Que para mayor comodidad estaba en el centro vital de Zaragoza y sólo la ocupaban unos cuantos criados a las órdenes del viejo mayordomo de la familia. Ninguno conocía a Guzmán ni a los demás acompañantes de su señor, Don Frolán, y eso facilitaba mucho las cosas y garantizaba la necesaria discreción que buscaba el conde. Y entre los muros de la noble casona, podrían permitirse no sólo descansar sino también que el corte de Iñigo cicatrizase y, de paso, solazarse un par de días antes de proseguir su periplo hasta Barcelona, donde embarcarían hacia Nápoles.