Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

domingo, 30 de octubre de 2011

Capítulo XLII



Sudorosos, caballos y jinetes avistaron su objetivo. Pero a pesar de lo arriesgado de la empresa no se detuvieron y cabalgaron con más ansia aún a riesgo de que un casco de cualquier cabalgadura resbalase en una piedra mojada de rocío. Escuchaban el rumor del mar cada vez más cerca y el golpear de las olas batiendo sobre la escollera que daba abrigo al puerto. El conde era consciente que ese día podría ser el último de su viaje y no sólo a Italia, sino el punto final de su vida o de la de cualquiera de los que lo acompañaban a rescatar a su hermoso esclavo de cabellos dorados y ojos del color del cielo que esa mañana comenzaba a intensificar su intenso tono mediterráneo.

Y también el de Guzmán y esta vez en serio. Y eso le desazonaba más que cualquier otra cosa en este mundo. El mancebo seguía siendo lo más importante para él. Y conociendo su natural temperamento audaz y su aguerrido espíritu para defender lo que apreciaba o atacar a quien amenazase su propio universo, del que también formaba parte Iñigo, el conde daba por hecho que expondría generosamente la vida para salvar al muchacho o a cualquiera de los otros que estuviesen en grave peligro. Y mucho más al conde, naturalmente.

Nuño pensaba todo eso azuzando todavía más a Brisa y con su empeño por ir más rápido arrastraba al resto en su loca carrera. Menos a Siroco que casi le sacaba la ventaja de una cabeza, pues su afán competitivo y su velocidad y potencia eran incuestionables. Viendo a tantos caballos correr como galgos, sin saber el motivo real, confundiría a un espectador al hacerle creer que se trataba de una carrera intrépida y jugándose el tipo tanto los corceles como sus jinetes. Pero no era ni por juego ni una apuesta insensata. Iban a limpiar el honor ultrajado y reponer el estado de las cosas a su lugar. Y el sitio de Iñigo era junto a su amo y no en manos de otros hombres, ya fuese uno o varios. Y los que hubiesen sido culpables o simples cómplices, lo pagarían muy caro. Porque aún venciendo a este escuadrón de esforzados justicieros, el precio de su victoria sería muy costoso y a costa de más vidas humanas de las que nadie estuviese dispuesto a pagar a priori.

Pero para lamentaciones de los raptores ya era tarde y la espada de la venganza estaba a punto de caer sobre ellos. Tan sólo faltaban pocos metros y los jinetes frenarían en seco los caballos para saltar de sus grupas como exhalaciones armadas con aceros desnudos. La suerte estaba echada y sólo quedaba asaltar el cubil de los rufianes para entrar matando o muriendo, pero sin cesar de abrirse camino hasta dar con el secuestrado. Sería una lucha sin cuartel, posiblemente. Y se teñirían de sangre hasta las piedras que bordeaban el islote de Megaride.

Porque Iñigo estaba en el castel dell'Ovo. El cochino de Don Angelo lo había secuestrado para poseerlo. Se trataba de un rapto con todas las consecuencias. Y ese castillo era inexpugnable para entrar sin ser invitado a hacerlo por la puerta principal. Era más seguro que cualquier fortaleza y la mejor prisión para no escaparse, ya que lo rodeaba el mar. Es verdad que no estaba muy lejos de la costa, pero aunque fuese pequeña la distancia, le dificultaba a cualquier ejército su asedio y asalto. Ellos no eran un cuerpo de ejército, pero si un grupo decidido a lograr su propósito a toda costa. Y eso valía por cien soldados. Pero necesitaban planear el ataque e ir con cautela. No disponían de mucho tiempo y la urgencia nunca es buena. Sin embargo, el lujo de perder un minuto con dudas y temores, sería mucho más peligroso y les garantizaría un fracaso seguro. La guardia del castillo no esperaba el asalto y si lo hacían con sigilo, caerían sobre ellos por sorpresa, cogiéndolos desprevenidos. O como se suele decir, en pelotas. Y eso era una indudable ventaja para ellos.

Y una de las cosas que temía el conde es precisamente que muchos estuviesen en cueros. Ya que supondría que ya habrían violado a su esclavo más joven y se lo pasaran por la armas sexuales todos ellos, dejándolo medio muerto y con el culo sangrando, además del resto de heridas que pudieran causarle sino colaboraba abriéndose voluntariamente de piernas. Y aunque sólo fuese el alcaide quien lo usara, eso ya sería muy grave y no evitaría que forzase al chico a base de maltratos y lo sometiese a toda clase de vejaciones. Y ese temor les rompía el alma al conde y al mancebo. Iñigo era su niño, al que en el fondo mimaban un poco los dos y lo contemplaban con ojos amables prendados de su gracia y su esbelta figura. Era un muchacho dulce al acariciar y besaba con ternura, aún apretando el beso y mordiendo la lengua y los labios del otro. Era parte de ellos y eso bastaba para cobrarse una justa revancha por lo que le hicieran. Y sería a costa de mucha sangre y dolor. Eso por descontado.

El raptor tenía que ser castigado para pagar su atrevimiento de alguna forma ejemplar por ser un cerdo. Eso, si no llegaba a tocar al muchacho. Porque si plantaba sus pezuñas sobre él, sólo cabría hacer la matanza y desangrarlo y trocearlo como a todo puerco al llegar San Martín. Y lo que le pareciese al regente le traía al fresco al conde y a los otros implicados en cobrar satisfacción por tal ofensa. Puesto que el agravio alcanzaba a Don Piero y su familia al cometerse la felonía en su palacio, ofendiéndolo gravemente en su honor al atacar a sus huéspedes. Y para qué decir cuál era el agravio del conde y sus allegados!.

Sin duda los imesebelen harían rodar cabezas. Pero una muerte rápida para los responsables directos no era justa y tenían que purgar sobradamente su culpa antes de expirar. Ahora tocaba ver la mejor forma de entrar en el castillo con el menor coste de vidas entre ellos. Y eso pasaba por extremar el silencio. El menor ruido alertaría a los vigilantes de la fortaleza y tendrían a toda la guarnición encima de ellos antes de tiempo. Si el tiempo era oro, la despreocupación de la guardia, evitando romper su sopor y relajo, era más valiosa que el diamante.

Acordaron escalar el muro sur, que parecía más desprotegido quizás por ser más difícil trepar por sus piedras azotadas por la salitre del mar. Pero también estarían menos expuestos a los ojos de los centinelas de la torre del lado norte, más alta y pegada a la zona que albergaba importantes salas del palacio. Por lo que ese área tendría que estar mejor defendida y con mayor número de soldados bien armados con ballestas y armas cortas.

Pero de pronto oyeron cascos de caballos que se acercaban con rapidez y se ocultaron para no ser descubiertos antes de empezar el rescate. Eran dos jinetes que portaban ballestas y Fredo se dio cuenta que no eran soldados del castillo sino los otros dos muchachos napolitanos. El padre de Giorgio les mandara aviso por un criado y Jacomo y Luiggi salieron prestos de sus casas para ayudar al conde y sus compañeros. Ahora contaban con refuerzos valiosos y el conde ordenó la estrategia a seguir. Guzmán, contra su deseo, y los dos jóvenes recién llegados, se acercarían por el este al islote, en una barca que estaba amarrada entre unas peñas.

Y el resto, medio desnudos, nadarían con las armas entre los dientes para alcanzar las rocas bajo la muralla sur del castillo. Y en cuanto viesen que ascendían para subir por el muro, Guzmán debía disparar su arco y matar sin dilación a los centinelas que asomasen la cabeza. El caso era no llamar la atención del resto de la tropa y causar bajas hasta que lograsen alcanzar la cima del muro. Los otros dos jóvenes estarían preparados con sus ballestas montadas para asaetar a cuantos acudiesen a ver que pasaba. Y en cuanto estuviesen los otros dentro de la fortaleza, desembarcarían en el islote dirigiéndose a la puerta. Que en cuanto les fuese posible a los asaltantes, la abrirían para que también entrasen a despacharse a gusto matando guardias y expulsar del pecho la mala leche que les recomía el alma. Ruper se ocuparía de los caballos y vigilaría por si se acercaban soldados o gentes que pudieran pedir refuerzos en ayuda del alcaide.

Entonces sólo quedaba quitarse ropa y lanzarse al agua. Y que la fortuna los acompañase para regresar todos y traer con ellos a Iñigo, sano y salvo. Porque si era muerto, prenderían fuego al castel dell'Ovo y no quedaría piedra sobre piedra sobre el islote. El conde dio la señal y entraron en el mar despacio para no llamar la atención demasiado. Guzmán y los otros dos ya estaban embarcados en la lancha y disimularían pasando por pobres marineros dispuestos a ir de pesca. Ahora ya no había marcha a tras. Sólo era muerte o victoria.