Autor: Maestro Andreas
miércoles, 1 de febrero de 2012
Capítulo LXXIII
Y sonaron las trompetas anunciando la inminente salida y todos guardaron silencio para escuchar el resoplido de los belfos de los caballos. Debían correr sin monturas ni bridas. Y los culos de los chicos se rozaban contra el pelo del corcel y las manos se crispaban asiendo las crines para encontrar un amarre y aguantarse sobre el lomo para no caer. Tampoco tenían estribos y subieron de un salto manteniendo el equilibrio para no escurrirse por el otro costado del vientre del animal. Ya estaban montados y sus músculos tensos se aunaban con los del equino como si el chaval le hubiese salido sobre la grupa como un apéndice natural.
Algunos animales se revolvían y a los muchachos les costaba mantenerlos en línea. Pero lograban no romper la formación y retener la fogosidad del corcel hasta que no diesen la señal para comenzar a correr. Un paje, ricamente ataviado, se encaramó en un podio con la bandera de Siena en la mano derecha. Y la bajada de esa enseña sería la orden para partir a galope tendido desde el mismo inicio de la contienda. La agitación era general. Sin embargo, se mantenía contenida en una atmósfera de ansiedad y callada tensión en espera de ver rasgar el espacio la bandera que daría la salida a los caballos.
Y el paje, con una grave solemnidad, alzo el brazo reclamando la atención de los presentes. Y tras una eterna pausa en el aire, bajó la enseña dibujando un arco descendente que paralizó las respiraciones de quienes presenciaban el espectáculo. Y los que aspiraron una fuerte bocanada de aire fueron los jinetes y sus caballos, para salir como exhalaciones persiguiendo la gloria de llegar antes a un final cuyo destino era el mismo punto de partida.
Hasta se diría que se escuchaba el latir de los corazones allí reunidos, que de pronto quedó ensordecido por el sordo y acelerado galope sobre la tierra. La bocas de los nobles brutos se abrían para devorar aire y enriquecer de oxígeno su sangre de noble casta, mientras que las de los jinetes lo hacían para darles confianza e incrementar su capacidad y acompasar el tranco con palabras de ánimo. La primera vuelta fue vertiginosa y casi todos iban a la par, entre una nube de polvo y con pequeñas diferencias a veces inapreciables. Al tomar las curvas casi se pegaban unos a otros y deba la impresión que las patas se enzarzarían y tropezarían para caer rodando por el suelo. Y como por milagro enfilaban la recta todos sin tropiezos ni empujones que desplazasen de su montura al jinete tirándolo por tierra.
Era un milagro que una china o mota de tierra no cegase a alguno de ellos, puesto que cada vez era mayor la polvareda que levantaban con los cascos. Y venía otra vez la curva y todo el mundo emitía la expresión de su angustia y la satisfacción posterior al ver salir airosos de ella a todos los corceles. Y otra vez el galope desesperado para sobrepasar al contrario. Y la curva los esperaba de nuevo y otra vez suspiros y ayes y respiraciones suspendidas esperando acontecimientos. Y desde unas ventanas a los chicos del conde y Froilán se les abrían las carnes temiendo por la seguridad de sus compañeros. Y a tres de ellos también les abrían el culo los amantes y viriles hombres que los poseían en esos momentos de emoción contenida y gemidos y jadeos de placer.
La segunda vuelta todavía parecía más rápida que la anterior y que el cansancio no había hecho mella en los caballos ni sus jinetes. Sudaban y sus cuellos se cubrían de una espesa espuma mezcla de transpiración y baba. Y no sólo ellos, porque a los chicos les corría el agua por la espalda y notaban la humedad en los huevos y la raja del culo. Pero nada les haría parar ni amainar el ímpetu de su potencia para facilitar la victoria al rival. Todos querían vencer y ninguno cedería a otro el puesto en el podio de ganador.
La atención en general era tanta que ni cuenta se daba nadie de lo que hacía el vecino. Y alguno aprovechó la circunstancia para cascarle una paja o sobarle los huevos al mozo de al lado o tocarle las tetas a la hembra más próxima. Y entre los esclavos del conde y Don Froilan, al igual que entre los de Don Bertuccio, más de uno se masturbó mirando el esfuerzo de los otros chavales al correr al galope. Aparte del subidón de adrenalina que producía la carrera, el morbo del riesgo les excitaba las neuronas y la testosterona causaba estragos en sus cojones. Y alguno, aún sin verlos, imitó el ejemplo de los del cuarto anexo y se la metió a otro por el culo. Como por ejemplo Mario que se la endiñó a Denis y dos imesebelen se trajinaron los culos de Bruno y Casio. Ruper y Marco sólo se la cascaron al ver el panorama circundante y la emocionante carrera de caballos.
Y al salir de la primera curva de la segunda vuelta, un caballo resbaló y se dio un batacazo contra la empalizada de madera. El jinete trastabilló encima del lomo y estuvo a punto de ser derribado. Pero recuperó la vertical y el equilibrio para mantenerse en la carrera sobre el corcel. Era uno de los muchachos del noble sienés, que quedó rezagado del resto que continuaban con un ritmo endiablado. Y hubo otro tropiezo al entrar en la tercera y dos caballos chocaron de costado, pero no pasó nada grave y aún perdiendo puestos siguieron en la contienda. O eran los nervios o el ansia de ver el final, pero parecía que todos los jinetes perdían facultades para controlar sus monturas. Y quizás el cansancio y la tensión les empezó a pasar factura a la mayoría.
Estaban muy exudados como recipientes con poros abiertos que dejan escapar el líquido que contienen. Y se notaban escurridizos y las crines se deslizaban entre sus dedos casi sin poder mantenerlas sujetas. Y se produjo una caída aparatosa que arrastró a otros dos caballos con sus jinetes antes de llegar a la última curva para enfilar la tercera vuelta. Uno de los chavales de Don Bertuccio perdió el control al tomar ese giro y se fue contra los dos que tenía más cerca. Y uno de ellos era Carolo y su corcel. Hubo un sobresalto general en todo el público y al conde le dio la impresión que se le abría el pecho del susto. Froilán lo miró sobrecogido y el anfitrión se puso en pie alarmado por lo que podría ocasionar el accidente.
Y en los balcones y ventanas del palacio donde los otros chavales presenciaban la carrera, sus corazones se paralizaron al ver por tierra a sus compañeros. Y uno casi se detiene para siempre al ver a su amor rodando por el suelo. Era Dino que se estremeció al darse cuenta que Carolo había caído y se desmayó como fulminado por un alustro. El silencio fue sepulcral esperando ver incorporarse a los chicos y sus caballos. Dos corceles se levantaron y recuperaron el galope dejando a sus jinetes en el suelo. Los tres muchachos yacían tirados en el polvo y dos pronto se pusieron en pie y saltaron las vallas para ponerse a salvo de ser arrollados por los que seguían en liza. Pero uno de ellos y su corcel no se levantaban.
El caballo, por su agitación, daba la impresión de haberse roto el cuello al irse de cabeza contra las maderas que protegían el circuito. Y el chaval que lo montaba parecía estar sin sentido por el trompazo que se dio contra el suelo. Daba lástima verlos inertes y constituía un peligro dejarlos allí tirados tanto para el chico como para los que todavía corrían a toda prisa para ganar la lid. Y más dolor provocaba en algunos mirar el cuerpo tendido en la tierra del joven jinete. Ese chico era Carolo. Y en pocos minutos ya estarían encima los otros caballos, en su ciega galopada para llegar a la meta, y Carolo seguía en el suelo junto a su caballo, conmocionado y sin poder moverse.
Y el mancebo, en ese momento a la cabeza de la carrera, se dio cuenta del obstáculo y también quien era el que permanecía tumbado y cubierto de tierra. Su corazón le dio un vuelco al ver el peligro de arrollarlo y pisotearlo con las pezuñas de Siroco y no se le ocurrió otra cosa que azuzar a su corcel para frenarlo delante del cuerpo del chico y protegerlo para que el resto de los contendientes no lo hollaran con las patas. Y así lo hizo y al tenerlo delante alzó de manos a Siroco evitando aplastarlo. Iñigo saltó con Cierzo el cuerpo del caballo y Fredo, que logró que Ostro regatease esquivando el bulto, tomó la delantera privando del puesto de cabeza a los otros dos esclavos y a otro jinete que llevaba pegado a la cola de su corcel. Pero Iñigo no intentó alcanzarlos de nuevo y detuvo a Cierzo pocos metros más allá, retornando a trote ligero hasta el lugar donde vio detenerse al mancebo y saltar a tierra para atender a Carolo.
Venció Fredo con Ostro, seguido por dos jinetes del Don Bertuccio. Pero la alegría del triunfo se empañó con el accidente de Carolo. Nadie aplaudió ni vitorearon al vencedor. Y el conde, seguido de Froilán, salió como una flecha a ver que le pasaba al joven de Viterbo. Guzmán, al ver al amo a su lado le dijo: “Lo siento, amo. No pude ganar para ti. Pero Carolo necesitaba que alguien acudiese en su auxilio”. Nuño le echó un brazo por encima del hombro y le respondió: “Nada es más importante que la vida de mis muchachos. Y tú no tienes que ganar nada para mí que no hayas ganado ya. Hace años ganaste mi amor y yo logré el tuyo. No hay mayor premio ni mejor galardón para los dos que ese sentimiento que nos une de por vida. Y estoy orgulloso de tu gesto y de tu coraje para saber discernir lo transcendente de lo superfluo. Y de ti también, Iñigo, porque has imitado al noble Guzmán mostrando también la bondad y nobleza de tu corazón. Os quiero precisamente por ser como sois. Y por lo mismo sois míos”. Y entre los tres cargaron el cuerpo de Carolo para llevarlo donde pudiese ser atendido. El hermoso caballo tristemente ya estaba muerto.
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