Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

martes, 6 de diciembre de 2011

Capítulo LVII

Antes que se hiciese de noche, entraron en Capua por la porta Roma, reconstruida por el emperador Federico II de Hohenstaufen inspirándose en los arcos de triunfo romanos para desafiar a los estados pontificios, y se dirigieron al castello delle Pietre, construido por los príncipes normandos y fue la sede del principado, tras conquistar la ciudad a los lombardos. Llevaban una carta de Don Asdrubale dirigida al alcaide y éste los recibió con extremada cortesía, poniendo todo el servicio de la vieja fortaleza a su disposición. Era una construcción pensada más para la defensa que para la comodidad de sus moradores. Y, por supuesto, nada tenía que ver con la villa romana donde habitaba el señor di Ponto.
Por supuesto, el hombre que mandaba en este castillo, más siendo amigo de Don Asdrubale, tenía querencia hacia los jóvenes y sus aficiones no eran muy distintas a la de éste. Aunque a sus esclavos les aplicaba un régimen más estricto y los mantenía encerrados en las mazmorras, incluso encadenados por el cuello, además de ponerles grilletes en las muñecas y tobillos. Gustaba de rememorar tiempos pasados, cuando esta ciudad era un gran centro de gladiadores, con una importante escuela de la que Espartaco se escapó con setenta compañeros, iniciando así la rebelión contra el orden romano. Obligaba a sus esclavos a hacer ejercicios físicos extremos y tenían que aprender a pelear cuerpo a cuerpo, tanto al estilo de lucha grecorromana como de otros tipos más agresivos y sangrientos. Había reunido una veintena de muchachos, bien seleccionados, y esa noche, Don Tulio, que se hacía llamar así para parecer más romano, aunque era un normando puro y duro, invitó al conde y a Froilán a presenciar una exhibición de destreza y habilidad de sus mejores pupilos. Compitieron por la victoria, eliminándose unos a otros por parejas, hasta que quedaron en pie los dos mejores y se enzarzaron en un último reto por el triunfo final. El ganador pasaría la noche en la alcoba del amo, sirviéndole de hembra para darle placer. Y, antes de que los señores se retirasen a sus aposentos, el vencido fue azotado con un látigo de cuerdas rematadas en espinos, dejándole la espalda ensangrentada y el cuerpo agotado.
Nuño se reunió con sus esclavos en las habitaciones que les fueron asignadas y, aunque alguno quiso saber como había sido la lucha, el conde no les contó nada sobre ese tema y les ordenó que se preparasen para ser usados antes de dormir. El primero en estar listo fue Guzmán y el amo lo agarró por las manos y lo sentó en sus rodillas mirando hacia él. Nuño ya estaba desnudo, lo mismo que el esclavo, y sin dejar de besarle la boca lo ensartó por el culo en la verga haciéndole trotar un buen rato. Aún estaba el mancebo clavado por el amo y ya tenían alrededor a los otros tres chavales, viendo con cara de hambre la ración de polla que recibía su compañero. El conde levantó a Guzmán y sentó a Iñigo de la misma manera y también le hizo saltar otro rato con el cipote dentro del ano. Ninguno se corrió, puesto que el amo no lo autorizara, y le tocó el turno a Fulvio. Y también cabalgó sobre las piernas del amo mientras el agujero se le abría de tanto subir y bajar con la tranca dentro. Curcio quedó para el final, pero tuvo su momento de juego y su ojete se tragó con toda facilidad el carajo del amo. Y también estuvo un rato brincando como un juguete de trapo.

Pero a Curcio no le hizo levantarse y lo abrazó para apretarlo contra el pecho. Y obligándole a izar algo el culo, le ordenó a Fulvio que se la metiese también. El chico lo hizo encantado y aunque pudiese parecer difícil, fue clavando su polla dentro del cuerpo de Curcio, aprovechando el escaso resquicio que le dejaba la verga de Nuño, ya encarnada en el recto del muchacho. Esa follada doble hizo que Curcio se estremeciese y no parase de gotearle el pito. Y, por su parte, Fulvio tardó muy poco en correrse notando el contacto del miembro del amo junto al suyo. Y detrás tuvo que penetrar a Curcio Iñigo, sin que el conde sacase la tranca de ese culito ya dilatado a tope. Y este chaval tampoco pudo aguantar demasiado para bañar en semen el pene del amo. Y por último tuvo que hacerlo Guzmán y esta vez el amo y los dos esclavos se corrieron al mismo tiempo. Lo sorprendente es que a Curcio todavía le quedase leche en los huevos después de estar soltando babilla desde el principio.

Y a pesar del jolgorio nocturno, se levantaron temprano para visitar la antigua ciudad situada a la orillas del río Volturno. Don tulio les mostró los restos de la gloria de Roma, tanto el anfiteatro cercano al arco triunfal, como el acueducto llamado Aqua Júlia y los restos de las viejas murallas. Y también se dieron una larga vuelta por el centro de la urbe, sin olvidar pasarse por el mercado y ver la forma de vida de los ciudadanos de Capua. A los chicos les gustaba conocer sitios nuevos y aprender cosas y conocer costumbres diferentes a las suyas. Y el conde no sería quien les privase de adquirir conocimientos y abrir sus mentes a otras culturas.

Además yendo con ellos Don Froilán, apreciar el arte y la belleza era casi un mandamiento inquebrantable. Y todos se fijaron en un busto romano cuyo rostro se parecía mucho al de Fulvio. Eso dio pie al conde para decir, una vez más, que ese chico era un verdadero patricio venido de la antigüedad para ofrecerle su cuerpo y enseñarle el mismo placer que debió sentir Julio Cesar o Marco Antonio. O cualquier otro de aquellos romanos que gozaban los más refinados placeres en las termas o los gimnasios. Y no sólo Tulio añoraba esos tiempos donde el culto a la belleza del hombre era una obligación impuesta por la cultura. Y ver a esos jóvenes reunidos era volver a esa época en la que la oscuridad e ignorancia no reinaban en Europa como en esos momentos.

Fulvio miraba a Curcio de reojo, porque el chico iba charlando muy animado con Iñigo y por la atención que prestaba a lo que decía el guapo rubiales, tenía que ser interesante lo que tanto atraía al muchacho. A no ser que cualquier cosa que dijese o hiciese Iñigo dejase pasmado al otro más joven. Y de pronto se preguntó qué le importaba lo que hablasen los dos muchachos. Pero si bien eso le traía sin cuidado, lo que ya le importaba más era no lograr que Curcio le prestase atención a él. Incluso a veces le daba la impresión de que no existiese para ese crío, ni siquiera al darle por el culo. Quizás sólo fuese un puto complejo suyo, pero siempre tenía la impresión de pasar desapercibido. Y, aún sin motivo aparente, pensaba que Curcio pasaba de hacerle el menor caso. Y eso le daba ganas de zurrarle el culo al chaval y follárselo después hasta romperle el agujero.

Y aprovechando que Guzmán lo dejó para acercarse al conde, Fulvio pegó la oreja para oír la conversación de los otros dos chavales. Y el tema que les ocupaba no era ningún misterio ni se trataba de conspiración alguna contra él ni el conde. Iñigo le aclaraba a Curcio el motivo por el que Guzmán era algo especial para el amo. Y añadía además, ante el asombro del crío, que en realidad era un príncipe de sangre real almohade y de Borgoña, mezclada también con la casa de Hohenstaufen. A Curcio le pareció imposible que un personaje tan ilustre fuese esclavo de otro hombre con menos nobleza que él, pero Iñigo le hizo ver que el mancebo había preferido amar al conde a cualquier otro honor o privilegio. Fulvio creyó no oír bien e Iñigo se lo confirmó con toda clase de detalles.

Los dos chicos miraron al unísono hacia Guzmán, como entendiendo algunas cosas que hasta ese momento no las tenían demasiado claras respecto a ciertas aptitudes del amo hacía él. Iñigo aún les dijo más. Remató explicándoles que en realidad los dos eunucos eran esclavos de Guzmán y los guerreros negros su guardia personal, dada su condición de príncipe de Al-Andalus. Pero que no olvidasen tampoco que antes de saber que su cuna era tan alta, sólo era un pobre furtivo que cazó el conde en sus bosques. Y el amo le enseñó a ser un caballero y a dejar clara su condición y casta de reyes.

Al día siguiente, nada más salir la luz del día, partieron de nuevo saliendo de Capua por el viejo puente romano de la vía Apia, sobre el río Volturno, que llevaba a la salida de la ciudad en dirección a Roma, dejando atrás las torres de Federico II. Otra vez se abría ante ellos el largo camino que deberían recorrer para llegar a Pontecorvo, en cuyo castillo se alojarían, con toda la comodidad y seguridad posible, recomendados también por el noble Don Asdrubale.