Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

lunes, 31 de octubre de 2011

Capítulo XLIII


El conde examinó detenidamente esa parte de la muralla para escalarla y entrar en el recinto de la fortaleza, comprobando el motivo por el que Don Piero le aconsejara intentarlo por ese lado, aunque entre el mar y el castillo no hubiese más que unas pocas rocas formando parte de la base donde se sustentaba esa defensa del bastión. Además, en ese punto la construcción era más baja, posiblemente por la creencia que el acceso desde el mar era más complicado, y las mismas rocas, siendo irregulares, servían de apoyo para escalar la mayor parte de la altura del muro hasta alcanzar la barbacana.

De todos modos, los imesebelen en el torso llevaban liadas en aspa largas cuerdas, rematadas por garfios, que usarían para facilitarles la escalada. Y comenzaron a lanzarlas a la cima de la muralla, tirando después con fuerza para anclar a las piedras los garfios, y ellos fueron los primeros en subir. Como panteras negras trepando a un árbol, en poco tiempo estaban ya sobre el muro para ayudar al resto a reunirse con ellos. Y los dos siguientes en ascender fueron el conde y Froilán. Después lo harían los otros dos chicos.

Y en eso, un centinela asomó por la parte este, frente a la barca en la que estaban Guzmán y los jóvenes napolitanos. Y sin esperar la reacción del soldado, el mancebo armó el arco y le clavó una flecha entre los dos ojos. Inmediatamente, sus dos compañeros montaron también las ballestas y en cuanto se asomaron otros dos guardianes los abatieron con sendas saetas, que se les clavaron en medio del pecho. La sangre empezaba a correr en el castillo y los africanos ya iban dejando su lúgubre huella al adentrarse en la fortaleza. Habían salido al paso de ellos algunos jóvenes de la guarnición, incrédulos de lo que veían, y no les daba tiempo a sobreponerse de la sorpresa, puesto que unas cimitarras, rápidas y escalofriantes como el rayo, destroncaban sus cabezas de los cuerpos.

Avanzaban hacia el ala norte, pero no sabían si allí estaría Iñigo. Dieron con un cuarto de guardia, en donde había media docena de soldados, y el conde y Froilán desentumecieron los músculos practicando la espada con ellos. Pero no mataron a todos hasta obtener la información necesaria para dar con el cautivo. Estaba en un sótano, bajo la torre más alta. Y ese era ahora el objetivo principal. Quien se interponía a su avance, caía fulminado por el acero de cualquiera de los del grupo, pues todos sabían atacar y defenderse a espadazos. Se deslizaron por una estrechas callejas entre las torres, pero Fredo y Giorgio se dirigieron a un portillo para franquearles la entrada a Guzmán y sus compañeros sin necesidad de abrir el portón principal, mucho más vigilado que el resto del baluarte.

No le fue fácil y encontraron una fuerte resistencia al ser descubiertos por cuatro guardianes, que le plantaron cara y les hicieron sudar un buen rato antes de poder vencerlos. Pero Fredo resultó herido a la altura de un hombro. Era el primer percance para los asaltantes, pero mal que bien llegaron al portillo e hicieron señas para que los tres chavales corriesen hacia esa entrada en lugar de ir al portalón de la fachada principal. El mancebo y los otros dos, ya habían desembarcado, aprovechando una dársena en la que se veían otras lanchas, seguramente para el servicio del castillo, e iban camino de la zona norte, pero vieron a tiempo a esos dos compañeros y fueron a donde se encontraban ellos. Al ver a Fredo sangrando se alarmaron. Más el chico le quitó importancia a la estocada y dijo que no le impediría terminar lo que habían ido a hacer. Los cinco se escurrieron por las calles interiores del recinto y ya aparecían cadáveres a su paso al aproximarse a la torre más alta, bajo la cual el alcaide tenía preso a Iñigo.

Ya era la hora en que empezaría el verdadero baile al que no habían sido invitados, pero que, sin embargo, serían el centro de la fiesta. Todos tenían el pulso acelerado y sus corazones latían como si fuesen caballos en plena carrera. Sin hacer calor, les caían gotas de sudor desde la frente y el puño de la espada se volvía resbaladizo con la humedad de la mano. Había tensión en el ambiente y la oscuridad de las estrechas escaleras que bajaban a lo más profundo de la torre no ayudaban a relajar esa atmósfera de rabia y miedo a lo que podrían encontrarse al llegar hasta el objeto de la incursión.

Al llegar los más adelantados a un rellano, no muy amplio, salieron por un arco lateral tres soldados medio desnudos, pero empuñando espadas, y se reanudó la lucha. Al caer los dos primeros aparecieron tres más para reemplazarlos. Y no quedó otro remedio que entrar por ese arco para ver que se cocía dentro y cuantos más guardias vomitaría por su boca. Dentro estaban varios, que podría llegar a quince, y para entretenerse con ellos se bastaban los ocho imesebelen. Nuño y Froilán continuaron bajando escaleras y escuchando atentos cualquier ruido o voz que llegase hasta ellos. Y un poco más abajo, otros cuatro sicarios les cortaron el paso. Y el conde, más furioso cuanto más trabas le ponían en su camino, mostró un ensañamiento con ellos que puso los pelos de punta a su propio compañero. Froilán le pidió que se serenase y calmase sus nervios, ya que no le ayudarían si topaban guerreros más diestros en el manejo de las armas.

Pero era demasiado pedirle a Nuño calma y sosiego cuando estaba en peligro uno de sus dos muchachos. No quería ni pensar en su cuerpo ensangrentado o magullado a golpes. No podía imaginar no tenerlo otra vez vivo y sonriendo al despertarse cada mañana. Ahora era más consciente de lo que perdería si le faltase ese bello crío. Y también le hacía ver con más nitidez cual sería su desgracia si fuese Guzmán a quien perdiese. Tal desgracia sólo podría acarrearle su propia muerte, ya fuese de pena y soledad o segándola con su espada.

Cuando Guzmán y los muchachos llegaron hasta el lugar donde los imesebelen repartían muerte, Fredo había perdido bastante sangre y le abandonaban las fuerzas. El mancebo se quitó la camisola blanca que llevaba puesta y la hizo jirones para vendar la herida del compañero. Pero no vio con buenos ojos su estado y le dijo a Jacomo y Luiggi que lo llevasen a la barca y corriesen hasta la casa de Giorgio para que se ocupasen de él los eunucos. Ellos sabrían atajar la hemorragia y poner remedio a la herida antes de que fuese demasiado tarde. Ninguno quería abandonar la pelea, pero se impuso la cordura y los dos chicos sostuvieron sobre sus hombros a Fredo y se largaron hacia el lugar por donde habían penetrado en el castillo.

Sólo quedaban en la refriega, los dos nobles señores con algún arañazo leve, los guerreros negros, todavía indemnes, y Giorgio, con un corte superficial en una pierna, y el mancebo. Pero tenían que ser suficientes para recuperar a Iñigo y arrancárselo al alcaide de las manos. Los dos chavales se unieron a los imesebelen y Guzmán, desde el umbral, disparó dos flechas certeras que acabaron con dos enemigos. Y luego, él y Giorgio, bajaron a prisa para ayudar al conde y a Froilán. Y los alcanzaron antes de que llegasen donde se suponía que estaba Iñigo, porque más soldados interceptaban el descenso del conde y su amigo. Ahora se unieron ellos a la encarnizada lucha, pero la estrechez del espacio dificultaba el uso del arco y el mancebo desenvainó su puñal. Era tan preciso con ese arma corta como con las flechas y su agilidad de gato montés le daba una notoria superioridad sobre cualquier atacante.

Giorgio sabía utilizar la espada de su padre, que se la entregó para acompañar al conde en esta empresa, y el chico hizo alarde de buen guerrero destripando vientres con una seguridad y acierto encomiables. Pero la mayor parte de la brega la realizaba Nuño. Sostenía con gritos de ánimo la moral de sus compañeros y los mantenía enardecidos para que no decayesen por el esfuerzo titánico que desarrollaban desde el principio del asalto. Y con el último enemigo que dejaba la vida en el afilado filo de las armas de los vengadores de Iñigo, aparecieron otra vez en escena los guerreros negros salpicados de rojo por la sangre de sus víctimas.

Sólo había que derribar una tosca puerta de madera tachonada de hierro y por los murmullos y voces que traspasaban los rudos tablones, se deducía que allí estaban varios hombres ebrios y supuestamente el alcaide pasándolo en grande con su prisionero. El grado de ebullición de la sangre del conde era mayor que el del agua hirviendo en una marmita. Todos se apartaron dejando sitio para que uno de los negros mas corpulentos y fuertes derribase la puerta que los separaba del grupo de lascivos y miserables que retenían a la más bella criatura que jamás habían visto en sus vidas. Y, o mucha suerte tenían, o sería también la última que verían antes de morir. Pero ahora la mayor preocupación de todos era como encontrarían al joven paje de mirada azul.