Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

sábado, 14 de enero de 2012

Capítulo LXVIII

Todos se quedaron boquiabiertos y con cara de circunstancias al leer el conde en el testamento del obispo que Carolo no era su sobrino, sino su único hijo. Era fruto de los amoríos del prelado con una esclava berberisca, que murió en el parto dejándole su semilla convertida en un precioso retoño de carne morena y grandes hechuras. Un tierno crío que fue bautizado con el nombre de Carolo y su progenitor predijo desde su nacimiento que sería cardenal y luego, una vez muerto su padre, sería elevado como su sucesor al trono del sumo pontífice de Roma. Y eso es lo que absorbía la atención y el celo de ese hombre en los años siguientes a venir a este mundo Carolo. Asegurar sus ambiciones personales y el alto futuro de su pequeño en la ciudad eterna. Para ello, había coleccionado testimonios escritos con promesas firmes de apoyo por parte de destacados prelados y purpurados, a cambio de silenciar manejos y tropelías de distinta naturaleza y trascendencia. Y, si las cosas salían como planeaba Don Benozzo contando con el chantaje, el propio obispo sería príncipe de la Iglesia y llegaría a Papa, asegurando de ese modo, más tarde o más temprano, la concesión del capelo a su hijo antes de cumplir los veinticinco años.

El difunto lo tenía todo muy bien planeado y, según la estructura mental que había construido, nada podía salir mal. Sólo la muerte sería capaz de truncar su futuro y obstaculizar o acabar con el de Carolo. Y esa siniestra y negra circunstancia acababa de producirse tirando por tierra el montaje de Don Benozzo. Pero en otro legajo también se hablaba de un arcón lleno de oro que estaba escondido en una cavidad situada en el gabinete del prelado. Al parecer una cuantiosa fortuna le esperaba al chico como herencia de su padre y todos fueron a comprobar si era cierta la existencia de ese tesoro.

Y de camino hacía allí, Guzmán le dijo al conde cuanto había averiguado sobre la muerte del obispo. Y le contó: “Murió por la ingestión de cianuro mezclado en el vino. Y ya sé que vas a decirme que Froilán y tú bebisteis de la misma jarra. Pero no en la misma copa. Y ahí es donde el criado emponzoñó el que bebía su amo. Se limitó a pasar un paño de hilo por el borde del recipiente de plata en que libaba el obispo el néctar de la toscana que sirvieron. Y lo hizo con tanta habilidad que nadie se percató que había escondido en esa tela un pomo diminuto con unas gotas de la mortal sustancia. Y antes de llenarle por última vez la copa vertió el veneno. El efecto se desató una vez que se retiró a sus aposentos con Isaura y le sobrevino la muerte”. “Ella tuvo algo que ver en eso?”, preguntó Nuño. “En principio no...Ni tampoco el capitán”, respondió el mancebo. “Entonces por qué lo hizo ese desgraciado?. Pardiez!...Me tienes en ascuas, jodido!”, exclamó el conde. “Aún no lo sé... Pero lo sabremos”, contestó Guzmán. “Pero no dices que el criado lo envenenó... Pues que le hagan cantar cuanto sabe y quien le ordenó cometer el asesinato”, dijo Nuño. Pero Guzmán movió la cabeza y respondió: “Eso ya no es posible... Al saber que descubrimos su artimaña, gracias al olfato de Hassan, el cabrón se tomó el resto de veneno que aún quedaba en la ampolla. Lo que lo delató fue el olor del cianuro en los dedos de la mano. Ya sabes que Hassan es un auténtico sabueso en cuestión de olores”. “Será posible!. Rayos y truenos!. Por Belcebú, quién se cargó a este hombre!”, bramó el conde.

Entraron en el pequeño gabinete adosado al despacho oficial del obispo y el conde, siguiendo las indicaciones del pergamino, se dirigió hacia una estatuilla de San Judas, el buen ladrón, colocada en un rincón sobre una peana dorada. Y al girar la cabeza del santo, se corrió una losa del suelo, no de gusto, pero sí dejó al aire un hueco vacío. Allí no había nada, excepto telarañas y mucho polvo acumulado durante años. Se quedaron helados y más el pobre Carolo que ya se veía rico para empezar una nueva vida. Pero si uno se fijaba bien, se daba perfecta cuenta que, hasta hacía muy poco, había estado en ese sitio un arcón o baúl de gran tamaño. Alguien lo había birlado y no podían ser otros que Isaura y Lotario. Y con esa deducción todos estuvieron de acuerdo. Ahora ya estaba claro por qué habían huido ese par de cabrones. Le habían robado la herencia a Carolo y lo dejaban sin blanca. Bueno, no tanto puesto que le quedaban las cruces pectorales y las sortijas pastorales del obispo. Las casullas y demás ornamentos sagrados serían para el sucesor como titular de la diócesis. Pero por mucho que valiesen, no dejaban de ser meras bagatelas comparadas con el oro del desaparecido arcón.

Carolo se sentó en un rincón y derrotado se echó a llorar. Aquel sube y baja era demasiado para el chico. Tan pronto se veía en una nube de abundancia como caía al barro de la más espantosa miseria. Y la culpable de eso volvía a ser la misma mujer. La odiada y aborrecida Isaura.

 “Cómo demonios supo esa puta bruja lo del arcón lleno de oro!”, vociferó el conde irritado. Esa pregunta era fácil de contestar. Se lo había sonsacado al obispo mientras la follaba. Le había cogido simpatía a ese potro mestizo y le jodía que le tomasen el pelo de ese modo tan vil. Por otra parte, le convenía que el chaval fuese pobre y sin recursos, porque así se iría con él y lo tendría cerca por si algún día le apetecía usarlo para otros fines. Que le diese por el culo a un eunuco no sería óbice ni cortapisa para que terminase poniendo él el culo también. Y al conde, naturalmente.

Froilán, que no tenía ni un pelo de tonto, se acercó a Nuño y le dijo por lo bajo: “Pobre chico!. Solo y sin fortuna, si un alma caritativa no lo recoge, qué será de esta criatura!. Pero seguro que un hombre bondadoso como tú lo acogerá a su lado y lo protegerá de todo mal... A menos que un día le perfore el culo. Verdad, Nuño?”. “Eres un cabrón!”, le espetó el conde a su amigo. “Y tú un aprovechado y un avaricioso!... Me gustó a mi primero y ya quieres apropiarte de él”, replicó Froilán. Y Nuño cabreado le dijo: “Sólo quiero cuidarlo y terminar su educación como guerrero... Luego él decidirá que quiere hacer y con quien desea irse...Te queda claro?”. “Muy claro!. Espero que pueda decidir con cual de los dos prefiere estar... Y si se decide por ti, ya sabes que yo no tengo reparos en reconocer mi derrota y desearte lo mejor con el chico”, afirmó Froilán. Y Nuño le espetó: “Que así sea!... Yo tampoco te puse trabas con tus ligues. Asi que dejemos que él libremente elija su futuro... Hace?”. “Hace. Y que el juego sea limpio”, añadió Froilán. Pero Nuño le objetó: “No te olvides que le gustan los rubitos. Asi que tú tienes una ventaja considerable... Lástima que no seas tan joven como él. Pero todavía tienes un culo que hasta a mí me pone nervioso cuando lo miro! “Serás cabrón!”, soltó Froilán en voz alta y todos miraron hacia los dos caballeros.

Durante el resto del día no hubo sosiego en el palacio y todo el mundo tenía algo que hacer por orden del conde. Se había irrogado la dirección del cotarro y su mayor inquietud era descubrir al verdadero culpable del crimen y salir cuanto antes de Viterbo, poniendo millas entre ellos y los soldados de la Iglesia. Y el mancebo encontró una pista que parecía fiable. Una criada de Isaura estaba liada con el criado ejecutor del asesinato y hallaron en su poder una considerable cantidad de monedas de plata y algunas de oro. La moza no resistió el interrogatorio y confesó que se las había dado el ya difunto novio para ocultarlas. Ella a su vez le informó a Isaura de las intenciones del susodicho criado y que, según le había dicho, lo hacía porque el cardenal que visitara al obispo recientemente le había pagado generosamente para matarlo y destruir después unos documentos que lo comprometían peligrosamente y estaban en poder del prelado. La criada se lo contó a Isaura y ésta, viendo la oportunidad de sacar partido de ello, guardó el secreto y le prometió buscar tales documentos para entregárselos al interesado personalmente.

El asunto iba tomando cuerpo y el alférez nombró al ilustre purpurado que había estado en el palacio hacía tan sólo unas semanas. Se trataba del cardenal Olario. Un hombre rico, influyente en la corte papal y poseedor de grandes extensiones de terreno en el Lacio y la Toscana. Un enemigo muy peligroso para tomárselo con ligereza. Y la muy traidora de Isaura, dejó que cometiesen el crimen impunemente y sólo se molestó en buscar el oro y escapar con su amante, pues los documentos acusadores seguían estando entre los otros que contenía la arqueta que estaba en manos del conde. Carolo ya no escuchaba ni podía procesar tanta infamia junta. Y lo que peor le sentaba era ser hijo de un hombre al que aborrecía desde hacia dos años. Mas a Nuño le preocupaba que esa mujer y su cómplice los delatase para granjearse la simpatía y el apoyo de Roma.

Con los nervios, apenas nadie tuvo ganas de cenar y se fueron a la cama en silencio mirándose de reojo como temiendo que el aire les trajese otra mala nueva. Carolo no quería estar solo esa noche y Nuño les ordenó a Bruno y Casio que lo acompañasen y durmiesen en su aposento. Ninguno de los dos era rubio ni de ojos claros, así que por ese lado no habría peligro de que el joven huérfano se liase con ellos. Pero antes de acostarse, todos tenían que dejar lista la impedimenta para partir al alba camino de Orvieto.