Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

sábado, 3 de marzo de 2012

Capítulo LXXXII

Recorrieron leguas a uña de caballo y tanto ellos como las bestias llegaron extenuados al Palazzo Ghibellino de los condes de Guidi en Empoli.
Don Girolano, hijo mayor del conde, era un gibelino buen amigo de Don Bertuccio y ya estaba avisado de la pronta llegada del conde a su casa desde que éste había partido de Siena. El primogénito del conde de Guidi salió al encuentro de los viajeros, a pesar de lo intempestivo de la hora, y ordenó de inmediato a los criados que dispusiesen lo necesario para atenderlos y darles la mejor bienvenida al palacio. Estaba orgulloso de albergar en el solar familiar a tan noble señor, emisario del rey castellano y futuro emperador, y colmó de atenciones a Nuño y sus acompañantes.

Nuño y los tres chicos fueron acomodados en una amplia estancia, por expreso deseo del conde de Alguízar, mientras que a Lotario lo encerraron en una bodega húmeda y lúgubre, con la sola compañía de ratas y adornada con telas de araña que colgaban de todas las esquinas y salientes de aquel recinto abovedado.
Al mozo pescado al vuelo por el conde antes de salir de la casa de Isaura, lo metieron también en otra especie de celda pequeña y oscura, pero más seca y menos tétrica que el sótano donde encadenaron al capitán. Y después de descansar, bañarse y solazarse calmosamente con los tres chavales, dedicando una especial atención al culo de Carolo, que volvió a penetrarlo a plena satisfacción, tanto suya como del chico, además de gozar como de costumbre con los traseros de los otros dos esclavos, tan buenos como el del otro si cabe, y de dejar que el más joven y novato entre ellos le clavase otra vez su verga al rubio doncel que le ponía la sangre a la temperatura de un caldero de aceite hirviendo, Nuño se recostó sobre unos almohadones de damasco rojo y el mancebo se acurrucó a su lado mientras Iñigo y Carolo se bañaban otra vez los dos juntos.

Guzmán, sin verle a los ojos a su amo le dijo: “Amo, si no compartes mi culo, por qué lo haces con el de Iñigo?”. Nuño miró hacia la cabeza de su esclavo y exclamó: “Y a ti que te importa lo que haga con el culo de cualquiera de mis esclavos! ... Todavía tengo que explicarte por que eres distinto y diferente a los demás, por mucho que me gusten o los quiera? ... Todo tú eres para mí y nadie entrará en tu cuerpo por ese redondel que es la puerta exclusiva para mi verga... Y, además, sólo se la ha metido Carolo y ese chaval es algo diferente y también es uno de mis esclavos más allegados a mi afecto y deseo... También vas a preguntarme por que lo follo tanto últimamente? ... Pues no hace falta que lo preguntes. Lo follo porque me gusta su culo y porque me sale de los cojones darle verga a mazo... Satisfecho o te lo hago entender con una paliza que te levante la piel de las nalgas?
“No hace falta, amo... Entiendo que te guste tanto Carolo... Pero quizás a Iñigo también le guste sentirlo dentro”, contestó Guzmán apretándose más contra el cuerpo de su amo. El conde le dio una palmada en el culo y replicó: “Son celos o miedo a que yo los sienta y el chico sufra represalias por mi parte... Guzmán, esos muchachos, lo mismo que tú, son mi vida y los quiero tanto que no me importa verlos aparearse ante mis ojos... Y me agrada, además... si no fuese así no les incitaría a unirse y gozarse de ese modo... Pero no soportaría ver a otro montado sobre ti. Ese privilegio me pertenece y nunca renunciaré a que sea sólo mío... Otra cosa es que te la chupen o que tú los lamas y comas y beses... Y hasta que los quieras y sufras por ellos... Pero tu amor no es de nadie más que de tu amo y tu culo tampoco pertenecerá jamás a otro”. Y el conde estrechó al esclavo hasta hacerle crujir los huesos.

Al volver del baño los otros dos esclavos, Nuño se puso una túnica floja y bajó a comprobar como estaba de ánimos el chiquillo, del que ni siquiera conocía el nombre ni circunstancias, puesto que lo llevó como un fardo sobre su montura si dejar de agarrarlo por el culo para que no cayera abajo.
Alumbrándose con un hachón encendido, llegó hasta el calabozo donde estaba encerrado y lo encontró tirado en el suelo sobre un montón de paja seca, llorando y temblando de miedo como un gatito asustado y mal herido. No tenía llaga alguna ni le había hecho sangre al golpearlo, pero le dolía el mentón y se sentía desamparado y condenado a un destino aciago que nunca esperó tener ni había hecho nada para merecerlo.

Se llamaba Aniano y sólo contaba dieciséis años como Carolo, pero era tres meses menor que él. Efectivamente era un mozo al servicio de la casa del capitán y su difunta amante, que sólo llevaba en ella un mes y las circunstancias hicieron que al oír ruidos saliese al patio y cayese en manos de las negras sombras que vio correr hacia la salida para montar apresuradamente unos caballos. Ni sabía que se cocía en aquella casa de la que lo sacaron a la fuerza ni en donde estaba ahora, pero sin explicación alguna y no entendiendo nada se hallaba encerrado y cautivo de no sabía quienes ni por que motivo lo retenían. Nuño le habló con calma y hasta con una cierta amabilidad y el chico levanto la cabeza para discernir, deslumbrado por la llama, esa figura y el rostro del hombre que lo visitaba.

Aniano no reconoció a su agresor, pues el puñetazo fue tan rápido y contundente que no le dio tiempo ni a darse cuenta que le se lo arreaban. Y tímidamente preguntó quien era. El conde le explicó en pocas palabras lo sucedido y justificó la necesidad del secuestro para evitar que los delatase. Y acto seguido se agachó junto al chaval para ver el moratón que le había dejado bajo la boca.
“Te duele?”, le preguntó Nuño. “Sí, señor”, respondió el muchacho. “Siento haberte pegado de esa forma, pero no podía arriesgarme a que chillases... Pero como no creo que intentes escapar, te sacaré de aquí y haré que te alivien el dolor de ese moratón”, dijo Nuño. Aniano se levantó ayudado por el conde y lo siguió escaleras arriba como un cordero. El conde lo llevó junto a sus esclavos y le ordenó a Guzmán que atendiese al crío y que después de bañarlo, lo vistiese con ropa limpia y pidiese comida y agua fresca para reponer sus fuerzas y acallarle las tripas que no paraban de hacer ruido.

Los tres esclavos vieron al otro chaval, sucio y con unas calzas descoloridas bajo una camisa rota y manchada de casi todo, y hasta les dio pena y de entrada les resultó simpático aquel mocito. El mancebo enseguida tomó la iniciativa y les dijo a los otros dos que preparasen la tinaja para el baño y que uno de ellos fuese a pedir agua caliente y también fría para mezclarlas y que no se escaldase el chico al entrar en la tina de cobre. Nuño observaba las operación limpieza del zagal y se complacía no sólo de la diligencia del mancebo, sino también del arte que se daba para que los otros le obedeciesen sin rechistar. Pasados unos largos minutos, ya humeaba el recipiente donde introducirían a Aniano como si fuesen a cocerlo como una gallina. Y eso precisamente debía creer el coitado, porque al principio le dio pánico y se resistía a entrar y tocar el agua con el pie. Pero la persuasión de Guzmán era superior a su miedo y se fue sentado despacio, metiendo el estómago y emitiendo pequeños gemidos, medio de sorpresa medio de susto, cada vez que el borde del agua le llegaba más arriba.

A pesar de la roña que cubría el cuerpo de Aniano, resultaba agradable verlo desnudo y sus formas eran proporcionadas y destacaba sobre todo la redondez de las nalgas bien puestas y respingonas. El pene no era muy grande, aunque estando tan encogido no podía asegurarse si al ponerse duro y crecer llegaría a alcanzar una medida más respetable. En cualquier caso, era un crío y el tamaño de su pito era aceptable para su edad. Los que estaban muy recogidos y pegados al pene eran los huevos. Y Nuño prefirió dejar a los chicos que hiciesen las labores encomendadas y se fue de nuevo para volver a bajar a los sótanos del palacio.

Ahora le tocaba ver como estaba Lotario y saber si la curación de su herida iba por buen camino. Un guardián custodiaba la entrada de aquella especie de cueva y el conde le dijo que se retirara porque deseaba hablar a solas con el prisionero. El centinela obedeció, puesto que el preso era de ese caballero y no de su amo, y Nuño entró y respiró el insano aire donde estaba el capitán. Cargado de cadenas y sentado en el suelo con la espalda contra la pared ennegrecida de moho, Lotario levantó la vista y al ver a Nuño escupió con rabia como pretendiendo alcanzar la cara de su opresor. El conde siguió avanzando hacia él y antes de que repitiese el salivajo le atizó una bofetada en la boca que le torció la cara hacia un lado. Y le dijo “No seas maleducado porque mi paciencia se agota enseguida... Quiero ver como tienes esa herida”. Y sin más el conde se puso en cuclillas y comenzó a destapar el corte que le hiciera Carolo al capitán en ese costado. Nuño apretó los bordes del tajo y comprobó que estaba limpio y no sangraba. Lotario tenía buena encarnadura y cicatrizaba rápido. “Pronto estarás mejor, pero este ambiente insalubre minará tu salud irremisiblemente”, dijo el conde poniéndose en pie. Y sin pronunciar palabra desenganchó del muro la cadena prendida al cuello del capitán y manteniéndolo encadenado y sujeto de pies y manos por grilletes de hierro, tiró de él y le obligó a levantarse para sacarlo de aquella apestosa caverna.