Autor: Maestro Andreas
martes, 8 de noviembre de 2011
Capítulo XLVI
Antes de vestirlo, hubo un muchacho moreno, con rizos oscuros y ojos profundos como la noche chispeante con mil luceros, que llamó especialmente la atención de Froilán. No era muy alto, pero estaba bien formado y tenía el aire avispado de Guzmán. El noble señor habló con él y le preguntó de donde era. Y el chico le contestó que de todas partes y de ninguna en particular. No tenía paradero fijo ni familia y lo habían cazado en el bosque cuando se disponía a despiezar un corzo que acababa de matar de un solo flechazo. El crío, con a penas dieciocho años, si a él le salían bien las cuentas, vivía de lo que encontraba en los montes y bosques y se podría catalogar como un furtivo de la vida.
Ese muchacho tenía bastante en común con el mancebo. Al menos en cuanto a la manera de cobrarse el alimento y sobrevivir en un mundo cruel e injusto. No todos nacían nobles ni dentro del seno de una familia acomodada. Y para estos pobres chavales todo era difícil y bastantes no lograban llegar a la madurez. A Froilán le enterneció el chavalillo y le preguntó su nombre. “Marco”, le respondió. Y una sonrisa dejó ver sus dientes blancos y uniformes que se clavaron en el corazón del noble aragonés. Froilán le acarició el pelo ensortijado y bajó la mirada hasta el pene del chico. Estaba flácido, pero se intuía que en erección no sería un miembro despreciable. Ahora colgaba debajo de una mata rizada de vello y delante de unos cojones muy redondos y apretados, que distraían la vista de inicio, pero que forzosamente no restaban protagonismo a un par de muslos torneados y fibrosos. Froilán quiso verlo mejor y por todo su contorno y le dijo que se diese la vuelta despacio.
Y ante su absorta mirada aparecieron dos nalgas prietas, redondas y con ligera pelusa, que pedían a gritos ser mordidas. “Qué culo!”, exclamó el noble sin poder evitarlo. Y al chico le dio vergüenza comprobar el efecto que sus posaderas provocaban en Froilán. “Qué pena no tener tiempo para gozar este cuerpo ahora!”, se dijo para sus adentros el noble señor, notando su verga dura. Y era verdad que la cosa no estaba como para ponerse a follar o mamar pollas, sino para estrujarse el cerebro y ver la mejor forma de salir del enredo en que el secuestro de Iñigo les había metido. Pero si salía de esta, ese crío quedaba en reserva para ser usado por Don Froilán. Un cachorro de ese porte y naturaleza no es como para despreciarlo sin haberlo probado antes.
Pero el conde le apremió para que no se entretuviese en contemplaciones de culos y anduviesen todos más ligeros, que no tenían mucho tiempo para ponerse en marcha, ya fuese para atacar o escapar del interior de aquellos muros. El también se había fijado en más de un chico entre los secuestrados y comprobó personalmente el estado de sus espaldas y nalgas tras ser flagelados. Pero lo cierto es que solamente estaban enrojecidos, pero sin llegar a tener levantada la piel ni marcas de sangre. Los habían azotado con un látigo de nueve colas de cuero y pusieron bastante cuidado de no lastimar seriamente sus cuerpos. Posiblemente por razones crematísticas nada más, ya que la benevolencia o piedad en sus captores no era imaginable y era ganado de primera para no estropearlo. De cualquier forma, no estaban dañados ni la zurra les impediría moverse con agilidad y pelear si era preciso. Constituían un rebaño de calidad insuperable todos ellos, además de ser fuertes y sanos. Y eso era una notable ventaja para contar con todos e intentar evadirse de la fortaleza.
Guzmán no se separaba de Iñigo y él mismo lo vistió y le dio una espada para luchar junto al conde, Y el joven mozo no dejaba de ver a su compañero para aprenderse minuciosamente su cara y no olvidarlo si se iba al otro mundo. Porque si de algo tenía ganas Iñigo, además de ser poseído por su amo, era de besar y morder la lengua del mancebo y volver a quedarse dormido estrechándolo contra su cuerpo. Y sin más pensó si sería conveniente decirle a Guzmán que los raptores debieron de quitarle su polla de entre los labios. Puesto que cuando el mancebo ya se quedara grogui esa noche, él le mamó la verga, pero no recordaba haberla soltado después. Así que probablemente seguía con ella dentro de la boca cuando los rufianes del alcaide entraron en el aposenta para llevárselo dormido.
Y el conde comenzó a dar órdenes. Dijo que Froilán y él abrirían la marcha con cuatro africanos a sus espaldas. Y después irían Guzmán con Iñigo y Giorgio, capitaneando a los chicos liberados. Y los otros cuatro imesebelen cerrarían filas protegiendo la retaguardia. En total eran un pelotón de jóvenes armados y empeñados en vender caras sus vidas. Y eso siempre es una garantía de triunfo en medio de grandes charcos rojos. Comenzaron el ascenso huyendo del olor espeso de los cadáveres y no encontraron soldados hasta llegar al piso de entrada a la torre.
Dos centinelas que vendrían de cambiar la guardia los descubrieron y dieron la alarma. E inmediatamente aparecieron como por ensalmo unos veinte, a medio vestirse y empuñando la espada de mala gana, Y se toparon con el escuadrón implacable de la muerte. Ni siquiera puede decirse que la lucha fuese encarnizada, porque la resistencia que ofrecieron los atacantes quedaba muy por debajo del coraje y arrojo de los muchachos mandados por el conde. Unos peleaban por sus vidas y sin duda los retenidos contra su voluntad lo hacían también por una posible libertad. Mientras que a la guarnición de la fortaleza le incomodaba ese esfuerzo. Y esa desgana y falta de objetivo les pasó una cara factura frente a sus rivales. No fueron obstáculo para proseguir el camino y quedaron despanzurrados sobre las piedras de un patio y de las callejas que partían de allí hacia otras partes del castillo.
Quedaban menos, pero seguían sin saber cuantos más habría en el recinto. Era una fortaleza grande y con varias torres unidas por sólidas edificaciones de piedra y altos muros. Pero pronto se encontrarían con más soldados atraídos por los gritos y el fragor de la lucha. Y estos ya venían mejor pertrechados y más motivados al ver la carnicería hecha con sus camaradas. Pensaron que se trataba del grueso de la guarnición y no se equivocaban. El conde ordenó que los africanos formasen un muro de carne en primera fila, como si defendiesen otra vez la vida y el honor de un califa. Y para ellos eso hacían, puesto que allí estaba su señor y amo Muhammad Yusuf, príncipe de los almohades. Y uno, haciendo gala de su bravura y arrojo, cambió su vida por la de diez soldados. Al mancebo se le abrió la carne al verlo caer muerto por tres saetas disparadas desde lo alto de la muralla. Pero supo reaccionar y eligiendo a seis de los muchachos provistos con ballestas, se parapetó tras el muro de piedra que servía de pasamanos a una escalera exterior y entre su arco y las ballestas se cobraron otras diez vidas antes de ver al conde en peligro y rodeado por seis guardias que lo acosaban por todos lados.
Froilán también estaba en apuros batiéndose con tres esbirros y, si miraba al rededor del noble amigo de su amo, ya se amontonaban cuerpos ensangrentados, de los que al menos cuatro eran de los jóvenes secuestrados, que luchaban como leones pero sin suficiente adiestramiento para vencer a soldados entrenados para matar. No pintaba bien para ellos y sus adversarios les superaban en número. Y si bien no llevaban un mejor armamento, sí iban más protegidos sus torsos con corazas de hierro y se cubrían las cabezas con cascos.
Iñigo y Giorgio, con varios chicos y las espadas en las manos, quisieron romper el cerco y abrir brecha para salir de aquella ratonera, pero frente a ellos había demasiados enemigos y no consiguieron se propósito. Recularon y volvieron a la entrada de la torre con dos muchachos heridos. Mas Iñigo no podía dejar a su amo solo y se lanzó ciego de ira a por los atacantes de Nuño. Se enfrentó a dos al mismo tiempo y por más que el conde le gritaba que se alejase, el chico hizo oídos sordos y combatió como un jabato en peligro de muerte. Redujo a los dos soldados y despachó a otro más cuando Nuño ya se había librado de los otros acosadores. Y sólo se miraron una décima de segundo antes de ir a ayudar a Froilán. El mancebo y sus improvisados arqueros seguía aniquilando a los ballesteros enemigos, pero eso no impidió que otro imsebelen y cinco chavales fuesen alcanzados por las flechas enemigas. Eran muchas bajas las que estaban sufriendo en la refriega y Nuño sopesó las posibilidades que les quedaban para mantener sus posiciones. Y su conclusión fue que eran pocas y sólo conseguirían ir cayendo como moscas, en cuanto cargasen contra ellos el montón de soldados que ya estaban muy cerca.
Le pegó un grito a Guzmán para que también se protegiesen en la torre y con otras dos bajas pudo llegar hasta la puerta de nuevo. Se encerraron allí y Nuño les animó a seguir defendiéndose, pero desde lo alto y disparando flechas tras las troneras y ventanas de los pisos inferiores, mermando así el número de guardianes con el fin de equiparar algo más las fuerzas entre los dos bandos. Todos estaban decididos a pelear hasta el final y eso conmovió el alma de guerrero de Nuño. Quizás nunca había tenido bajo su mando un ejército con más valor y menos preparación. Pero él no quería su exterminio sino la vida para los más posibles. Y sobre todo para sus muchachos. Los abrazó a los dos y les dijo: “Quiero que os quede claro que ambos sois y seréis siempre los seres por los que he sentido mayor pasión. Un furtivo, que es un príncipe gallardo y audaz, y un hidalgo que es un valiente caballero. Y los dos mis esclavos y mis amantes”. Los dos chicos se apretaron contra él y desearon no separarse nunca más. Les quedaba una dura lucha por delante para descansar por fin.
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