Froilán miró a Fulvio con ojos golosos y le preguntó a su amigo que tal juego daba el muchacho. Y el conde sólo le respondió: “Es un potro para montarlo con señorío y enseñarle a trotar despacio y sin perder el aplomo. Un reto más para convertir una noble criatura libre como el viento en un dócil animal de compañía. Pero lo conseguiré aunque tenga que llevarlo atado a la cola de mi caballo obligándole a recoger el estiércol con las manos. Dentro de poco será un esclavo aprovechable para cualquier uso. Ya me conoces”. Y el conde también se fijó en Marco y preguntó a su vez: “Y ese, qué tal?”. “Sencillamente encantador. Un regalo del destino”, contestó Froilán.
“Señores, vamos a armar la trampa para esos mal nacidos”, les dijo a todos el conde, y preguntó: “Qué sugerencias hacéis?”. De entrada hubo silencio, pero pronto surgieron voces apuntando tretas para tender la emboscada a los bizantinos. Y Don Asdrubale propuso que usasen como señuelo los muchachos que aún estaban vivos, reforzados por algunos de sus servidores más jóvenes y apuestos, así como de los que habían traído otros nobles, y hacerles venir al castillo a los responsables del comercio de esclavos y también al capitán del navío. Y una vez que los tuviesen en sus manos, entusiasmados por las ganancias al ver los ejemplares que se llevarían, sería muy fácil aniquilarlos a todos menos al mercader y al capitán, obligándoles a dar la orden de vaciar el barco y entregarles todo el cargamento que ya llevaban en la bodega. La tripulación no sospecharía, pues usarían como pretexto haber sido comprado allí mismo por un jeque árabe. Una vez hecho eso y mientras el resto de la marinería esperaban nuevas órdenes de su capitán, desde las torres de la fortaleza caería sobre ellos una lluvia de flechas, aniquilando a la mayoría. Y al mismo tiempo, los seis imesebelen con otros guerreros abordarían la nave desde el mar para rematar a los supervivientes y hacerse con las arcas llenas de oro y plata y demás objetos valiosos que tuviesen a bordo.
No era un mal plan y todos lo vieron acertado y sin demasiados riesgos para ellos. Luego harían correr el rumor de un asalto berberisco o sarraceno y la consiguiente pérdida del dromón a manos de tales infieles. Y dicho y hecho se pusieron en acción para recibir la visita del mercader bizantino y sus socios en el negocio del tráfico de carne joven para uso sexual. Nuño cogió de la mano a Fulvio y dijo con voz autoritaria: “A éste se lo mostraremos como algo especial y totalmente desnudo. Pero sin tocarle ni un pelo...Y a Marco lo mismo... Serán los mejores señuelos, pero no les rozarán la piel ni para besarles los pies”. Todos acataron la decisión de Nuño y éste añadió: “Vayamos, pues, a recibir a esos señores de mierda y mostrémonos risueños y corteses antes de rajarles el vientre como a puercos...Otra cosa!... El destino de la mercancía se estudiará después. Pero soy partidario de devolver a todos los que tengan familia llorando su pérdida, tal y como se hizo con los secuestrados en este castillo... Alguna objeción?”. “Ninguna”, respondieron los señores a una sola voz. Y se reunió a todos los chicos que constituirían el cebo, desnudándolos y advirtiéndoles que procurasen lucir bien sus atributos sexuales y físicos. O incuso que los potenciasen apretando las nalgas para ponerlas más enhiestas y duras.
Mas Asdrubale apuntó: “Quizás no sea necesario matar sin más a todos los marineros y no aprovechar para ver si puedo esclavizar a los jóvenes que tengan un buen cuerpo y disposición de ser sometidos a mi voluntad”. “Sea como dice Don Asdrubale”, aceptó el conde en nombre del resto. Y esperaron impacientes a que las velas latinas de la nave fuesen arriadas y saltasen a tierra los personajes que regían el lucrativo negocio de esclavos. A esa hora del final de la tarde todo estaba en calma y los últimos destellos del sol teñían de oro las aguas del mar. Un color similar a la avaricia de aquellos crueles hombres que ya entraban en el castel dell'Ovo.
No fue difícil engañar a los cinco bizantinos y traerlos a la fortaleza para negociar una posible compra a buen precio de toda la mercancía por un rico árabe, que no era otro que Don Asdrubale disfrazado con un par de mantos de brocado recamados en oro. Y una vez allí tampoco hubo dificultad en convencerles para que colaborasen sin poner trabas, no gustosos de hacerlo, pero sí sin remolonear demasiado para ordenar a sus secuaces que enviasen a todos los rehenes al castillo. Todos eran de Sicilia y cual no sería la sorpresa del conde y sus amigos al ver que la mayoría eran criaturas muy jóvenes, casi niñas y niños de corta edad. Muchachos sólo había diez y de ellos ocho tenían familia y padres que estarían llorando su desaparición. Nuño dio la señal y los arqueros barrieron la cubierta del barco y por la amura de babor los africanos y el resto de guerreros trepaban por el casco para abordar el dromón. Los tripulantes, mal armados y sin esperar un asalto, no ofrecieron resistencia y la mayor parte fueron hechos prisioneros. El resto, unos ciento cincuenta, eran remeros y continuaron encadenados al banco de remo.
Pero este rescate suponía problemas para el conde y los otros señores. El primero era devolver a tantas criaturas a su hogares, cosa que se haría en el mismo barco, pero con nueva tripulación y un capitán napolitano. Y Nuño pensó en Don Pietro de Cossio para proveerles de marineros y un buen oficial que mandase el barco. Y hasta pudiera ser que con eso también negociase el futuro de su hijo Piedricco. Pero también tenía que resolver la cuestión de los dos huérfanos sicilianos, ya que ninguno de los señores quiso hacerse cargo de ellos. Por lo que el conde no pudo menos que decir que se los quedaba y le tocaron en suerte los dos chavales. Denis y Mario, que así se llamaban. Y a sus escasos diecisiete años añadían una apariencia externa que incitaba a follarlos o comérselos crudos y sin ponerles ni sal.
Y, por si fuera poco, se presentó otro conflicto mayor al descubrir dentro del navío a un joven bellísimo que sólo tenía dieciséis años. El tratante de esclavos confesó antes de morir que era un encargo especial para un pariente del Basileus de Constantinopla y por eso no lo habían sacado del aposento donde viajaba. Nuño dejó que sus ojos paseasen por el cuerpo de aquel chiquillo y no pudo por menos que darle la razón a Froilán al asegurar que era una de las criaturas más hermosas que jamás había visto. Su belleza casi se igualaba a la del propio mancebo, dado que también era moreno y con el cabello esponjado en grandes bucles, pero tenía los ojos verdes como las esmeraldas. Y le preguntó al vil mercader: Dónde encontraste este ejemplar?”. “Me lo vendió su tío. No lo secuestré por la fuerza”. “Mentira!”, grito el chaval.
El conde quiso quedarse solo con el chico y con Fulvio y, ante el aire hierático y altivo que mostraba, le preguntó de donde era. El muchacho miró al conde con un gesto de soberbia y le dijo que lo habían apresado cuando cazaba en los bosques de su propiedad en Córcega. Añadió que exigía respeto a su persona, pues era un miembro de la casa de Foix, señores de la Occitania, pariente próximo del conde de Foix, Roger IV, y tenía rango de príncipe. “Lo que me faltaba!” exclamó el conde llevándose las manos a la cabeza. Otro vástago con sangre extra fina en las venas. Es que acaso estoy condenado a poseer críos de sangre más azul que el cielo!”. Los dos muchachos se asombraron del grito de Nuño y el nuevo no abrió el pico hasta que el noble señor el preguntó su nombre. Curcio, respondió el chaval. Y tienes un tío que haya podido venderte?”, inquirió el conde. “Vivo con mis tíos porque soy huérfano. Pero todas la tierras y propiedades son mías. Mi tío Gastón sólo era mi tutor mientras fui menor de edad”, alegó el chico. “Pues me temo que vendiéndote te usurpó todo, muchacho. Y ahora sólo tienes lo puesto. Es decir nada”, le dijo Nuño. Y por si no le quedaba clara su posición añadió: “Guarda tus humos y tu altivez para cuando puedas hacer gala de ello. Por el momento no eres nada ni nadie espera tu regreso a esas tierras que ahora son de tu tío. Y te aseguro que si asomas las narices por ellas te matan como a un perro”.
Al chico le faltó un pelo para llorar, pero se tragó las lágrimas y no cambió su semblante de poderoso señor, ahora venido a menos. Y el conde le habló con calma: “Bien Curcio. De momento estás a mi cuidado y luego veremos que hago contigo. Pero antes desnúdate del todo”. El chico insinuó un gesto agresivo, no obedeciendo la orden, y Nuño le arrancó la túnica rasgándosela de un tirón. Y vio lo que quería. Realmente un precioso cuerpo casi sin vello, excepto en el pubis y las extremidades. Muy joven todavía, pero ya era fuerte y desarrollado como un prometedor machito. Curcio enrojeció más de rabia que de vergüenza, pero calibró sus posibilidades y apretó los puños sin moverse ni pretender revolverse contra el conde. Y Fulvio, al que todavía le escocía el ojo del culo y seguía desnudo, se sonrió por lo bajo intentando disimular su agrado por la humillación de aquel otro joven orgulloso, que se creía más que nadie por tener nobleza y títulos sus antepasados. Y pensó con regocijo: “Verás como te va a dejar el culo este cabrón. Serás príncipe, pero en cuanto te la clave sólo serás una furcia más de su colección, estúpido cabrón!”.
Nuño se dio media vuelta y sin mirar a ninguno de los dos muchachos les ordenó vestirse y seguirlo. Curcio tenía la túnica rota y no le servía ya para volver a cubrirse con ella y Fulvio, sin dejar de lucir una sonrisa burlona, le dijo: “Ese trapo ya no te tapa nada. Casi es mejor que salgas en cueros y así todos verán mejor tu hermoso cuerpo. O espera que encontremos algún harapo para vestirte. De momento no veo nada y el señor nos ha ordenado ir tras él”. El conde no quiso intervenir ni regañar a Fulvio, pero giró la cabeza y le tendió la mano a Curcio entregándole su capa, diciéndole: “Cúbrete con esto mientras no te proporcione algo más adecuado”. El chico cogió el manto sin decir nada y Nuño añadió: “No tienes nada que decir?... No te han enseñado a agradecer lo que te dan sin merecerlo?”. El chaval se mordió el labio pero dijo: “Gracias”. “No te he oído bien”, dijo Nuño. “Gracias, señor”, repitió Curcio. “Más te vale que vayas aprendiendo a ser humilde. Y procura llevarte bien con los que ya son tus compañeros. Eso te hará la vida más fácil y agradable mientras estés conmigo”, agregó el conde. Pero también tenía algo que decirle a Fulvio: “Y tú no te pases o te caliento antes de abandonar esta fortaleza y haces el camino dando saltos”. Y por fin podían salir del castillo para regresar a casa de Don Piero y reunirse con los otros esclavos del conde y con Ruper, ya que los señores napolitanos se encargarían de alojar a los rehenes en el castillo mientras no partiesen de nuevo a Sicilia.
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