Autor: Maestro Andreas
martes, 11 de octubre de 2011
Capítulo XXXV
Al bordear la costa rocosa de Megaride entraron en una rada natural, donde fondeaba otro barco, pequeño para cruzar un mar proceloso, pero suficiente para cruzar el mar Tirreno de Nápoles a Palermo. Sus velas estaban arriadas y no se veía otra actividad dentro de la embarcación que no fuese la presencia de unos pocos guardias para su custodia. Giorgio le dijo al conde que era la nave del regente. Ya que después de entrevistarse con él, Don Manfredo regresaría a la capital del reino en Sicilia. Todos miraron hacia la ciudad, echando un vistazo a su torres y campanarios, dado que casi podían tocar Nápoles con la mano, pues el islote está al suroeste de la urbe y a un palmo de la costa.
Al desembarcar, Nuño les dijo a sus pajes que no se separasen para nada y dejó en el barco a los eunucos y a cuatro africanos, entre los que estaban los dos más jóvenes. Froilán también le ordenó a Ruper que no se despegase de los otros dos pajes, pasase lo que pasase. Giorgio miraba a los otros chicos, tan jóvenes como él, o incluso más, como en el caso de Iñigo, pero no entendía muy bien que papel jugaban al lado de los dos caballeros. Ellos les llamaban pajes, pero los cuidaban como si fuesen hijos y los miraban con más atención que si fuesen sus mujeres. Y hasta parecía que los chavales más que obedecerlos los adoraban. En cualquier caso al joven napolitano le daba igual lo que se cociese entre ellos. El sólo tenía que llevarlos ante el regente y luego guiarlos hasta la casa de su padre por el momento.
Les condujeron hasta el salón principal del castillo y allí los esperaba el regente de Sicilia. Manfredo se dirigió al conde con los brazos extendidos en señal de abrazarlo y dijo: “Conde Nuño dejad que al abrazaros estreche más mi relación con los nobles reyes de Aragón y Castilla. Es un honor para este reino recibir a tan alto embajador que lleva en sus manos el futuro del trono de un imperio”. El conde no rechazó el efusivo saludo del regente, pero en su interior tuvo que admitir que aquel tipo no le caía simpático. Y pensó también que si era en todo tan exagerado y desorbitaba las cosas de ese modo, sus planes y proyectos debían ser imposibles por desmesurados. Decir que en sus manos tenía el futuro de la corona imperial, más que un halago le sonaba a una fanfarronada indigna de un hombre cabal. En sus manos sólo tenía el encargo de su rey para hablar con quienes podían ayudarle a lograr ese trono. Pero el destino del rey de romanos no dependía de él. Y menos de su poder. Más influencia en eso tenía Roma y eso sí era un obstáculo difícil de superar. Al fin y al cabo quien coronaba al emperador ere el pontífice, Y el Papa Alejandro no estaba por la labor de ceñir esa corona en las sienes de Alfonso X de Castilla y León.
Hablaron largo y tendido con Don Manfredo de cosas relativas a los diferentes reinos predominantes en Europa y también sobre la estrategia a seguir para conseguir adeptos a la causa de Alfonso X. Estaba claro que serían más proclives a ella las ciudades estado de Italia, que cualquier ducado bajo el dominio de un príncipe. Puesto que a esas repúblicas no les interesaba fortalecer el poder del papado frente al rey de romanos. Y a los grandes señores, de cuyas familias habían salido ya varios pontífices, siempre eran más partidarios de inclinarse por los intereses de Roma y no por los de otro príncipe con título de emperador. Y, consiguientemente, éstos se alinearían con los güelfos y los otros con lo gibelinos.
Pero de lo que más se preocupó Froilán fue de ver el elenco de jóvenes que rodeaban al regente. Eran una docena de muchachos que ninguno de ellos superaba los veinticinco años y alguno todavía andaría por los quince, que asombraban al más pintado por sus cuerpos esculturales y su belleza mediterránea. Las calzas muy ajustadas les destacaban a todos unas portentosas ancas, marcándoles notoriamente el paquete en la entrepierna. Y tanto el color tostado de su piel como los cabellos oscuros y rizados o simplemente ondulado en algunos casos, les daban a sus rostros de ojos pardos, verdes o negros, un misterioso encanto que al noble primo de la reina de Castilla lo dejó intrigado primero y al poco tiempo ya estaba prendado de más de uno de esos hermosos y raciales jóvenes. Que, a su juicio, sólo podían ser fruto del fuego del Vesubio y el aire del mar.
Y Froilán le preguntó a Giorgio quien eran y que hacían con el regente. Y cual no sería su sorpresa al decirle el chico que esos mozos, todos de nobles familias de Sicilia y Nápoles, serían quienes los acompañasen durante su estancia en Italia y le ayudarían a él a guiarlos y encargarse de su seguridad. Al noble aragonés casi le da un pasmo al oír aquello y su imaginación se puso a maquinar algún encuentro íntimo con más de uno de los chicos. Pero pensó que quizás los más jóvenes no debían arriesgar su integridad en una misión tan arriesgada como supondría acompañarlos al conde y a él día y noche. Así que quiso hablar con Nuño del tema y ambos se excusaron para tratar el asunto en privado. A Nuño le pareció un inconveniente llevar con ellos a esos muchachos. Más teniendo en cuenta la clase de relación que mantenían con sus pajes.
Pero Froilán estaba demasiado entusiasmado con la idea de ver y tratar a unos jóvenes tan sugerentes y le dijo al conde que sería un desprecio imperdonable hacia el regente rechazar esa colaboración que les brindaba. Si le dio la razón a Nuño en que doce eran muchos, fue por ceder en algo. Y no le negaba al conde que a ellos nadie los protegería mejor que los ocho imesebelen y su propias espadas. Sin embargo, Nuño se mantenía firme en convencer a Don Manfredo para que la oferta se limitase a los más hechos, dejando en sus casas a los que tuviesen menos de dieciocho años. Con lo cual, según los datos de Giorgio, sólo quedarían cinco. Cuyos nombres de mayor a menor eran: Fredo, Jacomo, Luiggi, Aldo y Leonardo. El primero, siciliano, era el único que alcanzaba los veinticinco, ya que los dos siguientes tenían dos y tres años menos y eran de Nápoles. Y los dos menores no llegaban a los veinte, llevándose un año de diferencia nada más y venían de Sicilia como el mayor. Y la verdad es que uniendo al grupo a Giorgio, resultaba una tropa muy aceptable para lucirlos en los salones de la corte. El problema para Nuño consistía en si le darían el mismo juego empuñando un arma y batiéndose con algún enemigo.
Pronto quedó zanjado el tema con el regente. Pero a los que claramente no les hicieron ninguna gracias esos chicos fue a los tres pajes. Guzmán torció el morro al enterarse que tendrían que aguantarlos tanto tiempo. E Iñigo no hizo ese gesto, pero apretó los puños por no gritar. Ruper se lo tomó peor, porque sospechó cuales eran las intenciones de su amo respecto a tanta carne nueva y recia. Pero ellos sólo eran esclavos y lo que pensasen o temiesen les traía al fresco a sus amos. Y nada tenían que objetar si sus señores se llevaban a la cama a cualquiera de ellos, dejándolos de lado mientras tanto. Los amos son los que disponen y los esclavos solamente obedecen y los sirven. Y aún con rabia, los tres pajes tenían que admitir que los seis muchachos estaban muy buenos y resultaban muy atractivos para solazarse con ellos.
Como decía Froilán: “Menudos culos y que cacho pollas deben tener estos napolitanos o sicilianos. O lo que sean. Que me da lo mismo!. Qué cabrones!. Menudo polvo tienen todos!. Podría mamársela a más de uno, sin dejarle el culo cerrado por más tiempo”. Y Nuño le decía: “No niego que están muy bien. Pero cuida que no te abrase su leche si su fuego es igual que la lava del volcán que amenaza sus vidas. Y no descuides a Ruper, porque ya he visto más de una mirada libidinosa sobre las nalgas de nuestros pajes. Piensa que para muchos pueden resultar más guapos que todos eses chavales juntos”. “Vale, Nuño. Pero no me quites tan pronto la ilusión de comerme a uno de esos bombones. Qué orgía podría montarse con ellos!”, protestó Froilán.
Habían pasado bastante tiempo en ese castillo y todos convinieron en que ya era la hora de abandonarlo para dirigirse a Sicilia el regente y ellos a Nápoles con Giorgio y el resto de los muchachos. El primero en abandonar el islote fue Don Manfredo y al poco tiempo le siguieron el conde y su comitiva. Incrementada ahora con todos los muchachos que además de Giorgio los escoltarían. Y, también otros tres que eran napolitanos y tenían que volver con sus familias. Los otros cuatro se habían ido con el regente porque eran sicilianos. En total el número de personas a bordo aumentó en catorce más, puesto que también se llevaron con ellos a cinco prohombres del reino, que también vivían en Nápoles. Y de momento irían todo en el mismo barco.
Zarparon para hacer una corta travesía hasta el puerto de la ciudad. Y ese poco tiempo le dio a Froilán la oportunidad de pegar la hebra con uno de los chicos. Se trataba del siciliano Aldo. Y el noble amigo de Nuño le sonsacó al chaval la vida y milagros de sus parientes y, sobre todo, de él mismo. Y, por supuesto, quedó convencido que ese muchacho no le haría ascos a una buena verga como la suya. Porque incluso llegó a meterle mano con la complacencia del chaval. Y Ruper estaba de los nervios al ver a su amo tan amable con otro chico. Y más al notar que lo sobaba sin el menor pudor por parte de ambos. Al menos un objetivo iba a cumplirse, aunque fuese de Froilán y no del rey Don Alfonso.
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