Autor: Maestro Andreas
sábado, 8 de octubre de 2011
Capítulo XXXIV
Ocuparon un cuarto pequeño, en la parte baja del figón donde se hospedaron los amos y sus pajes. Y Abdul pudo cumplir su fantasía de ver a su lado a Hassan penetrado por Ali y puesto como él a cuatro patas sobre un humilde catre, que le pareció el lecho más lujoso de la tierra al estar empalado por el culo y notar el capullo de la verga de Jafir acariciándole el segundo esfínter. Cada pareja ocupaba su camastro y los eunucos se miraban con los ojos húmedos, gimiendo y babeando como potrancas en su primer celo, aplastados por los fornidos cuerpos de los dos moruecos, que resoplaban como búfalos apretando las caderas contra las nalgas de los frágiles castrados.
En el piso de arriba, la escena no variaba demasiado. Y en otro cuarto era Froilán quien montaba a pelo a su paje, dándole por el culo hasta hacerle sangrar el ano, mientras que en la habitación vecina, Nuño se pasaba por la piedra a sus dos muchachos. Y digo por la piedra, porque literalmente era así. En ese modesto alojamiento había a cada lado de la ventana unas asentaderas de piedra, que en la lengua del noroeste del reino de León y más concretamente en el de Galicia, se las denomina faladoiras, al sentarse en ellas las mujeres para charlar de ventana a ventana. O, también, una frente a otra de paso que cosen o bordan en bastidor. Pues bien. El conde primero se folló al más joven, sentándose allí y mirando por la ventana lo bonita que lucía esa noche la luna. Le metió un casquete merecedor de pasar a una antología del sexo entre hombres. Y el chico vio más estrellas en la oscura bóveda celeste de las que ningún humano es capaz de adivinar siquiera. Y para que quedase más completo el chico, con su boca hambrienta le chupó la polla Guzmán. Porque Iñigo estaba sentado de espaldas al amo y atornillado en su verga y su compañero se la puso a huevo plantándose delante de él.
Luego charlaron los tres de muchas cosas e incluso de planes tanto inmediatos como futuros. Y comieron algo de fruta fresca y bebieron agua de un manantial, que el posadero les aseguró que curaba todo enfermedad por ser milagrosa. Y al reponerse los cojones de Nuño, llevó a Guzmán hacia la ventana y le obligó a apoyar las manos en uno de los asientos. Le dio unos cuantos azotes en las nalgas, porque le dio la gana y además hacia días que no le calentaba el culo, y, con la carne caliente y rosada, pegó su pubis a ella perforándole el ano con la polla. Y no fue menos antológico el polvo. El mancebo hasta chilló como un perrillo apaleado. Pero terminó jadeando y maullando mucho antes de que su amo parase de darle caña y se vertiese dentro de su vientre. Y no hubiese hecho falta que mamase la polla de Iñigo para correrse, pero como el chaval ya estaba empalmado otra vez, el amo le permitió darle su leche en la boca a Guzmán.
Insisto en que se los pasó por la piedra a los dos. Y luego juntaron los dos lechos y se durmieron como niños satisfechos, ocupando los chavales el mismo colchón. Cada vez se querían más esos dos chiquillos e inconscientemente terminaron juntos en el mismo lado y sobre el mismo catre, enlazados con brazos y piernas. Y Nuño hasta lo agradecía porque podía dormir a sus anchas y sin que le diesen demasiado calor durante la noche. Además, si quería usar a uno de ellos o a los dos juntos, sólo tenía que alargar la mano y arrastrarlos a su cama para hacerles lo que le apeteciese. Eran sus esclavos y carne para su placer. Pero el amo no vio como en mitad de la noche Iñigo besaba a Guzmán en los párpados, la nariz y los labios, sin casi rozarlo para que no despertase el precioso muchacho. Y se volvió a dormir con cara de soñar algo hermoso que le hacía esbozar una amplia sonrisa.
Y quizás parte de ese sueño se hizo realidad por la mañana, puesto que el conde le ordenó desayunar la leche de Guzmán y a éste la suya, después de servirse del culo del mancebo para aliviar sus propios huevos. Y volvieron a emprender la marcha a caballo para embarcar rumbo a la región de Campania. A los de la posada les hizo reír ver a Ruper demasiado escarranchado de piernas al andar. Pero el chico llevaba el culo escocido como el de un mandril. Al ser solo uno para satisfacer a su amo, podría pensarse que el agujero del chaval soportaba más cargas de semen que el de los otros dos pajes. Y no era del todo cierto. Lo que pasa es que los otros dos disimulaban mejor la picazón en el ojete y el ardor en las nalgas. Todo era cuestión de adiestramiento y costumbre.
Pasaron el estrecho y navegaron con imperturbable bonanza hasta avistar la costa de Nápoles, sin galernas que los amedrentasen ni truenos bramando entre negros nubarrones. Ni tampoco intentos de agresión u osados violadores de culitos en flor. Por lo que no hubo más muertos a bordo por caerse al mar al estar borrachos. Se acercaban raudos a tierra con todo el velamen desplegado y henchido como palomas pechugonas, flagelando el aire con los colores de la enseña catalana. Y a menos de cinco millas del puerto, divisaron una barca de vela latina que se dirigía hacia ellos.
La pequeña embarcación enarbolaba el pabellón del rey de Sicilia y al acercarse más, se arrimó a la mura de babor del barco y un oficial pidió hablar con el conde de Alguízar. Dos tripulante lanzaron una escalerilla de soga y el soldado subió a bordo para hablar con el conde. Se trataba de un joven mensajero del regente. enviado para comunicarle que se dirigiesen al islote de Megaride, donde el poderoso señor los aguardaba para darles la bienvenida al reino. Nuño preguntó si estaba ahí el palacio real. Y el mensajero, señalando con el dedo unas torres que ya se veían recortadas contra un cielo intensamente azul, le dijo: “No, mi señor. Ese es el castel dell'Ovo. Es muy antiguo y dicen que el gran Virgilio escondió en su interior un huevo que soportaría la estructura de la construcción. Y si llegase a romperse, se derrumbaría la fortaleza y la ciudad padecería enormes catástrofes... Sólo es una leyenda, mi señor. Y ese castillo era parte de una villa romana, que perteneció a Lucio Licinio Luculo y posteriormente la fortificó el emperador Valentiniano III. En ella se refugió Rómulo Augusto al ser depuesto. Y ahí murió poco después. Esa villa fue el escenario donde llegó a su fin la vida del último emperador de Roma... Hace tres siglos mis antepasados lo arrasaron para evitar que cayera en manos sarracenas. Y sobre el año mil cien, los normandos lo reconstruyeron”. “He de admitir que es todo un lujo visitar un lugar con tanta historia”, dijo el conde antes de agradecerle la ilustrativa información al soldado. Y añadió: “Desembarcaremos lo justo y también los caballos para llegar al castillo. Pero dejaremos todo lo demás a bordo, ya que tendremos que proseguir la navegación hasta atracar en el puerto de la ciudad”.
Pero el conde, más por curiosidad que por recelar algo, le preguntó al mensajero: “Y el joven rey dónde está?”. “En el palacio real, mi señor”, respondió el oficial. Y al ver la expresión del conde, que a todas luces requería algo más de su respuesta, añadió: “Ese palacio está en Palermo. En la isla de Sicilia. Y es donde vive el rey y su corte, porque allí se trasladó al reinar la Casa de Suabia. Y el antiguo palacio de los normandos se abandonó. Está en el camino hacia Capua. Y por eso se le llama El castel Capuano. Lo construyera Guillermo I de Sicilia, que fue el primer rey de Nápoles al fundar el reino los normandos. Pero ahora está muy deteriorado y no sirve para albergar a la corte. Por eso. Al venir vuestra señoría a Nápoles en lugar de ir a Palermo, el regente os recibe en ese castillo, aunque esté en un islote. Pero no os preocupéis que en la ciudad os albergaréis en la casa de mi padre Don Piero de Cremano. Es tan digna como permite la riqueza de mi familia y en ella no os faltará de nada, ni a vos ni a vuestros acompañantes, mi señor”.
Nuño empezó a darse cuenta que aquel joven no era un simple soldado ni un mensajero cualquiera. Y le preguntó el nombre. Y el muchacho respondió: “Giorgio, señor. Y soy el primogénito y el heredero de mi noble casa”. El conde se fijó en él y vio ante sus ojos un chaval, más o menos de la edad del mancebo, moreno de tez y pelo y ojos castaños, que incluso bajo la capa dejaba adivinar unas formas de hombre muy atractivas. Y le dijo al muchacho: “Gorgio, te doy las gracias en nombre de los míos, entre los que incluyo a mi buen amigo Don Froilán y a su joven paje, y deseo que se las trasmitas a tu noble padre en cuanto te sea posible”. El chico se inclinó graciosamente y respondió: “Señor, las acepto en su nombre. Pero vos mismo podréis dárselas, ya que lo veremos al mismo tiempo. Pues debo ser vuestro guía y acompañaros hasta allí”. “Será un placer que nos acompañes, joven Giorgio”, concluyó el conde, mirando a Froilán con una sonrisa más que maliciosa. Y entre una cosa y otra llegaron a las orillas del islote.
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