Autor: Maestro Andreas
lunes, 31 de octubre de 2011
Capítulo XLIII
El conde examinó detenidamente esa parte de la muralla para escalarla y entrar en el recinto de la fortaleza, comprobando el motivo por el que Don Piero le aconsejara intentarlo por ese lado, aunque entre el mar y el castillo no hubiese más que unas pocas rocas formando parte de la base donde se sustentaba esa defensa del bastión. Además, en ese punto la construcción era más baja, posiblemente por la creencia que el acceso desde el mar era más complicado, y las mismas rocas, siendo irregulares, servían de apoyo para escalar la mayor parte de la altura del muro hasta alcanzar la barbacana.
De todos modos, los imesebelen en el torso llevaban liadas en aspa largas cuerdas, rematadas por garfios, que usarían para facilitarles la escalada. Y comenzaron a lanzarlas a la cima de la muralla, tirando después con fuerza para anclar a las piedras los garfios, y ellos fueron los primeros en subir. Como panteras negras trepando a un árbol, en poco tiempo estaban ya sobre el muro para ayudar al resto a reunirse con ellos. Y los dos siguientes en ascender fueron el conde y Froilán. Después lo harían los otros dos chicos.
Y en eso, un centinela asomó por la parte este, frente a la barca en la que estaban Guzmán y los jóvenes napolitanos. Y sin esperar la reacción del soldado, el mancebo armó el arco y le clavó una flecha entre los dos ojos. Inmediatamente, sus dos compañeros montaron también las ballestas y en cuanto se asomaron otros dos guardianes los abatieron con sendas saetas, que se les clavaron en medio del pecho. La sangre empezaba a correr en el castillo y los africanos ya iban dejando su lúgubre huella al adentrarse en la fortaleza. Habían salido al paso de ellos algunos jóvenes de la guarnición, incrédulos de lo que veían, y no les daba tiempo a sobreponerse de la sorpresa, puesto que unas cimitarras, rápidas y escalofriantes como el rayo, destroncaban sus cabezas de los cuerpos.
Avanzaban hacia el ala norte, pero no sabían si allí estaría Iñigo. Dieron con un cuarto de guardia, en donde había media docena de soldados, y el conde y Froilán desentumecieron los músculos practicando la espada con ellos. Pero no mataron a todos hasta obtener la información necesaria para dar con el cautivo. Estaba en un sótano, bajo la torre más alta. Y ese era ahora el objetivo principal. Quien se interponía a su avance, caía fulminado por el acero de cualquiera de los del grupo, pues todos sabían atacar y defenderse a espadazos. Se deslizaron por una estrechas callejas entre las torres, pero Fredo y Giorgio se dirigieron a un portillo para franquearles la entrada a Guzmán y sus compañeros sin necesidad de abrir el portón principal, mucho más vigilado que el resto del baluarte.
No le fue fácil y encontraron una fuerte resistencia al ser descubiertos por cuatro guardianes, que le plantaron cara y les hicieron sudar un buen rato antes de poder vencerlos. Pero Fredo resultó herido a la altura de un hombro. Era el primer percance para los asaltantes, pero mal que bien llegaron al portillo e hicieron señas para que los tres chavales corriesen hacia esa entrada en lugar de ir al portalón de la fachada principal. El mancebo y los otros dos, ya habían desembarcado, aprovechando una dársena en la que se veían otras lanchas, seguramente para el servicio del castillo, e iban camino de la zona norte, pero vieron a tiempo a esos dos compañeros y fueron a donde se encontraban ellos. Al ver a Fredo sangrando se alarmaron. Más el chico le quitó importancia a la estocada y dijo que no le impediría terminar lo que habían ido a hacer. Los cinco se escurrieron por las calles interiores del recinto y ya aparecían cadáveres a su paso al aproximarse a la torre más alta, bajo la cual el alcaide tenía preso a Iñigo.
Ya era la hora en que empezaría el verdadero baile al que no habían sido invitados, pero que, sin embargo, serían el centro de la fiesta. Todos tenían el pulso acelerado y sus corazones latían como si fuesen caballos en plena carrera. Sin hacer calor, les caían gotas de sudor desde la frente y el puño de la espada se volvía resbaladizo con la humedad de la mano. Había tensión en el ambiente y la oscuridad de las estrechas escaleras que bajaban a lo más profundo de la torre no ayudaban a relajar esa atmósfera de rabia y miedo a lo que podrían encontrarse al llegar hasta el objeto de la incursión.
Al llegar los más adelantados a un rellano, no muy amplio, salieron por un arco lateral tres soldados medio desnudos, pero empuñando espadas, y se reanudó la lucha. Al caer los dos primeros aparecieron tres más para reemplazarlos. Y no quedó otro remedio que entrar por ese arco para ver que se cocía dentro y cuantos más guardias vomitaría por su boca. Dentro estaban varios, que podría llegar a quince, y para entretenerse con ellos se bastaban los ocho imesebelen. Nuño y Froilán continuaron bajando escaleras y escuchando atentos cualquier ruido o voz que llegase hasta ellos. Y un poco más abajo, otros cuatro sicarios les cortaron el paso. Y el conde, más furioso cuanto más trabas le ponían en su camino, mostró un ensañamiento con ellos que puso los pelos de punta a su propio compañero. Froilán le pidió que se serenase y calmase sus nervios, ya que no le ayudarían si topaban guerreros más diestros en el manejo de las armas.
Pero era demasiado pedirle a Nuño calma y sosiego cuando estaba en peligro uno de sus dos muchachos. No quería ni pensar en su cuerpo ensangrentado o magullado a golpes. No podía imaginar no tenerlo otra vez vivo y sonriendo al despertarse cada mañana. Ahora era más consciente de lo que perdería si le faltase ese bello crío. Y también le hacía ver con más nitidez cual sería su desgracia si fuese Guzmán a quien perdiese. Tal desgracia sólo podría acarrearle su propia muerte, ya fuese de pena y soledad o segándola con su espada.
Cuando Guzmán y los muchachos llegaron hasta el lugar donde los imesebelen repartían muerte, Fredo había perdido bastante sangre y le abandonaban las fuerzas. El mancebo se quitó la camisola blanca que llevaba puesta y la hizo jirones para vendar la herida del compañero. Pero no vio con buenos ojos su estado y le dijo a Jacomo y Luiggi que lo llevasen a la barca y corriesen hasta la casa de Giorgio para que se ocupasen de él los eunucos. Ellos sabrían atajar la hemorragia y poner remedio a la herida antes de que fuese demasiado tarde. Ninguno quería abandonar la pelea, pero se impuso la cordura y los dos chicos sostuvieron sobre sus hombros a Fredo y se largaron hacia el lugar por donde habían penetrado en el castillo.
Sólo quedaban en la refriega, los dos nobles señores con algún arañazo leve, los guerreros negros, todavía indemnes, y Giorgio, con un corte superficial en una pierna, y el mancebo. Pero tenían que ser suficientes para recuperar a Iñigo y arrancárselo al alcaide de las manos. Los dos chavales se unieron a los imesebelen y Guzmán, desde el umbral, disparó dos flechas certeras que acabaron con dos enemigos. Y luego, él y Giorgio, bajaron a prisa para ayudar al conde y a Froilán. Y los alcanzaron antes de que llegasen donde se suponía que estaba Iñigo, porque más soldados interceptaban el descenso del conde y su amigo. Ahora se unieron ellos a la encarnizada lucha, pero la estrechez del espacio dificultaba el uso del arco y el mancebo desenvainó su puñal. Era tan preciso con ese arma corta como con las flechas y su agilidad de gato montés le daba una notoria superioridad sobre cualquier atacante.
Giorgio sabía utilizar la espada de su padre, que se la entregó para acompañar al conde en esta empresa, y el chico hizo alarde de buen guerrero destripando vientres con una seguridad y acierto encomiables. Pero la mayor parte de la brega la realizaba Nuño. Sostenía con gritos de ánimo la moral de sus compañeros y los mantenía enardecidos para que no decayesen por el esfuerzo titánico que desarrollaban desde el principio del asalto. Y con el último enemigo que dejaba la vida en el afilado filo de las armas de los vengadores de Iñigo, aparecieron otra vez en escena los guerreros negros salpicados de rojo por la sangre de sus víctimas.
Sólo había que derribar una tosca puerta de madera tachonada de hierro y por los murmullos y voces que traspasaban los rudos tablones, se deducía que allí estaban varios hombres ebrios y supuestamente el alcaide pasándolo en grande con su prisionero. El grado de ebullición de la sangre del conde era mayor que el del agua hirviendo en una marmita. Todos se apartaron dejando sitio para que uno de los negros mas corpulentos y fuertes derribase la puerta que los separaba del grupo de lascivos y miserables que retenían a la más bella criatura que jamás habían visto en sus vidas. Y, o mucha suerte tenían, o sería también la última que verían antes de morir. Pero ahora la mayor preocupación de todos era como encontrarían al joven paje de mirada azul.
domingo, 30 de octubre de 2011
Capítulo XLII
Sudorosos, caballos y jinetes avistaron su objetivo. Pero a pesar de lo arriesgado de la empresa no se detuvieron y cabalgaron con más ansia aún a riesgo de que un casco de cualquier cabalgadura resbalase en una piedra mojada de rocío. Escuchaban el rumor del mar cada vez más cerca y el golpear de las olas batiendo sobre la escollera que daba abrigo al puerto. El conde era consciente que ese día podría ser el último de su viaje y no sólo a Italia, sino el punto final de su vida o de la de cualquiera de los que lo acompañaban a rescatar a su hermoso esclavo de cabellos dorados y ojos del color del cielo que esa mañana comenzaba a intensificar su intenso tono mediterráneo.
Y también el de Guzmán y esta vez en serio. Y eso le desazonaba más que cualquier otra cosa en este mundo. El mancebo seguía siendo lo más importante para él. Y conociendo su natural temperamento audaz y su aguerrido espíritu para defender lo que apreciaba o atacar a quien amenazase su propio universo, del que también formaba parte Iñigo, el conde daba por hecho que expondría generosamente la vida para salvar al muchacho o a cualquiera de los otros que estuviesen en grave peligro. Y mucho más al conde, naturalmente.
Nuño pensaba todo eso azuzando todavía más a Brisa y con su empeño por ir más rápido arrastraba al resto en su loca carrera. Menos a Siroco que casi le sacaba la ventaja de una cabeza, pues su afán competitivo y su velocidad y potencia eran incuestionables. Viendo a tantos caballos correr como galgos, sin saber el motivo real, confundiría a un espectador al hacerle creer que se trataba de una carrera intrépida y jugándose el tipo tanto los corceles como sus jinetes. Pero no era ni por juego ni una apuesta insensata. Iban a limpiar el honor ultrajado y reponer el estado de las cosas a su lugar. Y el sitio de Iñigo era junto a su amo y no en manos de otros hombres, ya fuese uno o varios. Y los que hubiesen sido culpables o simples cómplices, lo pagarían muy caro. Porque aún venciendo a este escuadrón de esforzados justicieros, el precio de su victoria sería muy costoso y a costa de más vidas humanas de las que nadie estuviese dispuesto a pagar a priori.
Pero para lamentaciones de los raptores ya era tarde y la espada de la venganza estaba a punto de caer sobre ellos. Tan sólo faltaban pocos metros y los jinetes frenarían en seco los caballos para saltar de sus grupas como exhalaciones armadas con aceros desnudos. La suerte estaba echada y sólo quedaba asaltar el cubil de los rufianes para entrar matando o muriendo, pero sin cesar de abrirse camino hasta dar con el secuestrado. Sería una lucha sin cuartel, posiblemente. Y se teñirían de sangre hasta las piedras que bordeaban el islote de Megaride.
Porque Iñigo estaba en el castel dell'Ovo. El cochino de Don Angelo lo había secuestrado para poseerlo. Se trataba de un rapto con todas las consecuencias. Y ese castillo era inexpugnable para entrar sin ser invitado a hacerlo por la puerta principal. Era más seguro que cualquier fortaleza y la mejor prisión para no escaparse, ya que lo rodeaba el mar. Es verdad que no estaba muy lejos de la costa, pero aunque fuese pequeña la distancia, le dificultaba a cualquier ejército su asedio y asalto. Ellos no eran un cuerpo de ejército, pero si un grupo decidido a lograr su propósito a toda costa. Y eso valía por cien soldados. Pero necesitaban planear el ataque e ir con cautela. No disponían de mucho tiempo y la urgencia nunca es buena. Sin embargo, el lujo de perder un minuto con dudas y temores, sería mucho más peligroso y les garantizaría un fracaso seguro. La guardia del castillo no esperaba el asalto y si lo hacían con sigilo, caerían sobre ellos por sorpresa, cogiéndolos desprevenidos. O como se suele decir, en pelotas. Y eso era una indudable ventaja para ellos.
Y una de las cosas que temía el conde es precisamente que muchos estuviesen en cueros. Ya que supondría que ya habrían violado a su esclavo más joven y se lo pasaran por la armas sexuales todos ellos, dejándolo medio muerto y con el culo sangrando, además del resto de heridas que pudieran causarle sino colaboraba abriéndose voluntariamente de piernas. Y aunque sólo fuese el alcaide quien lo usara, eso ya sería muy grave y no evitaría que forzase al chico a base de maltratos y lo sometiese a toda clase de vejaciones. Y ese temor les rompía el alma al conde y al mancebo. Iñigo era su niño, al que en el fondo mimaban un poco los dos y lo contemplaban con ojos amables prendados de su gracia y su esbelta figura. Era un muchacho dulce al acariciar y besaba con ternura, aún apretando el beso y mordiendo la lengua y los labios del otro. Era parte de ellos y eso bastaba para cobrarse una justa revancha por lo que le hicieran. Y sería a costa de mucha sangre y dolor. Eso por descontado.
El raptor tenía que ser castigado para pagar su atrevimiento de alguna forma ejemplar por ser un cerdo. Eso, si no llegaba a tocar al muchacho. Porque si plantaba sus pezuñas sobre él, sólo cabría hacer la matanza y desangrarlo y trocearlo como a todo puerco al llegar San Martín. Y lo que le pareciese al regente le traía al fresco al conde y a los otros implicados en cobrar satisfacción por tal ofensa. Puesto que el agravio alcanzaba a Don Piero y su familia al cometerse la felonía en su palacio, ofendiéndolo gravemente en su honor al atacar a sus huéspedes. Y para qué decir cuál era el agravio del conde y sus allegados!.
Sin duda los imesebelen harían rodar cabezas. Pero una muerte rápida para los responsables directos no era justa y tenían que purgar sobradamente su culpa antes de expirar. Ahora tocaba ver la mejor forma de entrar en el castillo con el menor coste de vidas entre ellos. Y eso pasaba por extremar el silencio. El menor ruido alertaría a los vigilantes de la fortaleza y tendrían a toda la guarnición encima de ellos antes de tiempo. Si el tiempo era oro, la despreocupación de la guardia, evitando romper su sopor y relajo, era más valiosa que el diamante.
Acordaron escalar el muro sur, que parecía más desprotegido quizás por ser más difícil trepar por sus piedras azotadas por la salitre del mar. Pero también estarían menos expuestos a los ojos de los centinelas de la torre del lado norte, más alta y pegada a la zona que albergaba importantes salas del palacio. Por lo que ese área tendría que estar mejor defendida y con mayor número de soldados bien armados con ballestas y armas cortas.
Pero de pronto oyeron cascos de caballos que se acercaban con rapidez y se ocultaron para no ser descubiertos antes de empezar el rescate. Eran dos jinetes que portaban ballestas y Fredo se dio cuenta que no eran soldados del castillo sino los otros dos muchachos napolitanos. El padre de Giorgio les mandara aviso por un criado y Jacomo y Luiggi salieron prestos de sus casas para ayudar al conde y sus compañeros. Ahora contaban con refuerzos valiosos y el conde ordenó la estrategia a seguir. Guzmán, contra su deseo, y los dos jóvenes recién llegados, se acercarían por el este al islote, en una barca que estaba amarrada entre unas peñas.
Y el resto, medio desnudos, nadarían con las armas entre los dientes para alcanzar las rocas bajo la muralla sur del castillo. Y en cuanto viesen que ascendían para subir por el muro, Guzmán debía disparar su arco y matar sin dilación a los centinelas que asomasen la cabeza. El caso era no llamar la atención del resto de la tropa y causar bajas hasta que lograsen alcanzar la cima del muro. Los otros dos jóvenes estarían preparados con sus ballestas montadas para asaetar a cuantos acudiesen a ver que pasaba. Y en cuanto estuviesen los otros dentro de la fortaleza, desembarcarían en el islote dirigiéndose a la puerta. Que en cuanto les fuese posible a los asaltantes, la abrirían para que también entrasen a despacharse a gusto matando guardias y expulsar del pecho la mala leche que les recomía el alma. Ruper se ocuparía de los caballos y vigilaría por si se acercaban soldados o gentes que pudieran pedir refuerzos en ayuda del alcaide.
Entonces sólo quedaba quitarse ropa y lanzarse al agua. Y que la fortuna los acompañase para regresar todos y traer con ellos a Iñigo, sano y salvo. Porque si era muerto, prenderían fuego al castel dell'Ovo y no quedaría piedra sobre piedra sobre el islote. El conde dio la señal y entraron en el mar despacio para no llamar la atención demasiado. Guzmán y los otros dos ya estaban embarcados en la lancha y disimularían pasando por pobres marineros dispuestos a ir de pesca. Ahora ya no había marcha a tras. Sólo era muerte o victoria.
miércoles, 26 de octubre de 2011
Capítulo XLI
Ya era de madrugada al volver al palacio de Don Piero y metros antes de llegar al portalón de entrada, los caballos se inquietaron y ellos notaron la agitación y el revuelo que había dentro de la casa. Iñigo no estaba en el aposento ni lo encontraban por ninguna parte. Se habían acostado juntos él y Guzmán y éste, de pronto se despertó con una rara sensación y dolor de cabeza y a su lado no estaba el otro muchacho. Nadie había notado nada especial antes de retirarse a sus habitaciones, ni tampoco los imesebelen se alarmaran por algo extraño, ni vieron nada anormal durante la noche. En principio no ocurriera nada, pero el joven rubio había desaparecido sin dejar rastro. Y eso era un misterio que los tenía sobrecogidos a todos, desde el padre de Giorgio al último criado, en el momento que el conde y los que le acompañaron a la fiesta en la villa de Don Asdrubale entraron en el palacio. Y por supuesto el mancebo y Ruper estaban desolados absolutamente y no se explicaban lo que pudo suceder.
Nuño recibió un duro golpe al recibir la mala noticia, pero se sobrepuso a todo sentimiento de desánimo y procuró evitar la ofuscación que suele sobrevenir en estos casos. Froilán se lo tomó peor y no daba crédito a lo que oía. Pero la realidad era que Iñigo no estaba dentro del casón de los Cremano. Guzmán le contó al amo cuanto habían hecho los dos al quedarse solos dentro del aposento y no podía deducir cómo pudo esfumarse Iñigo sin escuchar ni un ruido ni verlo irse a ninguna parte. Se habían acostado en el lecho juntos y estuvieran hablando un rato hasta que les entró sueño. Y el mancebo sólo recordaba haberse abrazado a su compañero y debió quedarse profundamente dormido, ya que no recordaba nada más hasta que se despertó con la boca seca y un dolor en la cabeza como si hubiese bebido vino en cantidades no recomendables. Hassan, que estaba tan estremecido y aterrado como el resto de los chavales, se acercó a una mesa pequeña, sobre la que había una jarra con agua y olió el liquido mojando además un dedo para probar el sabor. Y sin más soltó de repente: “Amo, los han drogado!. El agua tiene un narcótico”. Eso cayó como un mazazo sobre todos los presentes y al mancebo admitió que los dos habían bebido ese agua antes de meterse en la cama.
Se trataba de un secuestro!. Y por donde se llevaron al chico si nadie vio entrar a alguien extraño en al casa ni menos salir con él. Ni siquiera se abriera la puerta del aposento para sacarlo de allí. Eso no era normal ni posible. Y menos probable que los negros no se enterasen ni oyesen nada que los alarmase y pusiese en guardia. Porque aunque Jafir y Alí estuviesen durmiendo con los eunucos, otros dos vigilaban las entradas del palacio y de haber entrado o salido alguna persona lo habrían detectado de inmediato. Aquello no tenía sentido y todo está sometido a la lógica y cuenta con alguna explicación dentro de un orden absolutamente natural. Nuño ya estaba convencido que alguien le había robado al muchacho y se lo habían llevado de alguna forma.
Y en eso volvió a reunirse con ellos el dueño de la casa, que había ido a averiguar si alguien había visto u oído algo, y dijo bastante alterado: “Los pasadizos!. Entraron y salieron por un pasadizo. Hay unos pasadizos en la casa, por los que se comunican algunas habitaciones, y hay dos salidas al exterior. Una al oratorio adosado al muro oeste y otra disimulada en la tapia que bordea el palacio por el sur. Por cualquiera de ellas pudieron entrar y salir con el muchacho, después de secuestrarlo en la misma habitación, sin que nadie fuera de ella se percatase. Más si estaba drogado y no se enteró de nada, lo mismo que el único que estaba dentro con él y no pudo dar la alarma al estar dormido también por efectos de la droga. Y la existencia de ese laberinto de túneles no la conoce nadie fuera de esta casa... Vayamos a comprobar si alguien entró en ellos”. Todos quedaron expectantes y algo asombrados cuando Don Piero accionó un resorte oculto en la piedra labrada de una chimenea del salón donde estaban y el muro se abrió dejando paso a una cavidad estrecha y muy oscura. Con antorchas encendidas se introdujeron por el túnel, Don Piero, el conde, Froilán, Guzmán y Giorgio, y, tras recorrer varios metros, efectivamente encontraron indicios de que alguien había pasado recientemente por allí.
Y siguiendo el rastro de las señales, llegaron al aposento donde dormían el conde y sus pajes. Pero quién había introducido a los secuestradores en el pasadizo e informado de su existencia?. Cómo sabían en que habitación del palacio estaba el chaval y que camino debían seguir por los túneles para llegar hasta ese dormitorio?. Sólo alguien del palacio podía tener tanta información. Y las miradas se dirigieron hacía los servidores de Don Piero. Alguno tuvo que colaborar con los malhechores para poder llevar a cabo sus planes y facilitarles cuanto necesitaban saber para entrar y salir del palacio sin ser vistos ni oídos. Además de narcotizar a los dos pajes para que no gritasen pidiendo auxilio o se defendiesen al ser atacados. Guzmán tenía el sueño demasiado ligero para no enterarse que se llevaban a Iñigo en sus narices. Y el otro tampoco era un pusilánime que se dejase amordazar y secuestrar por las buenas. A no ser que él mismo quisiese marcharse voluntariamente, lo que era de todo punto improbable, por no decir imposible.
El misterio estaba cogiendo un cariz demasiado turbio y el conde comenzó a atar cabos y hacer cábalas sobre posibles motivos y las consiguientes presunciones de candidatos a ser culpables del hecho. Y su olfato de cazador le llevó a dudar de la versión que un mozo de cocina hizo sobre su posible coartada exculpatoria de responsabilidad en el asunto. Era un mozo todavía joven y con cara de pocos amigos, que según le comentó Giorgio al conde, tenía el vicio de jugar a los dados en garitos y tabernas. Y tanto Nuño como Froilán enseguida dedujeron que por el medio había deudas de juego y la necesidad de dinero para satisfacerlas o para seguir jugándoselo sin el menor sentido común.
Y en el sótano del palacio, con el consentimiento de su amo, al tal le apretaron las clavijas, ante la presencia impertérrita de dos imesebelen, que ni siquiera tuvieron que intervenir para soltarle la lengua al desdichado mozo. Era un pobre hombre en el fondo, que no hizo falta torturarlo mucho para que hablase, puesto que se cagó literalmente de miedo al primer toque del hierro candente. Pero su afrenta no podía quedar sin castigo. Cantó cuanto sabía y con la última palabra sellaron su boca para siempre. Simplemente el conde hizo un leve gesto y uno de los negros lo degolló con su cimitarra. Pero antes dijo cuanto querían saber.
Todos se pusieron en marcha de inmediato y los cascos de catorce caballos restallaron sobre el empedrado espabilando la mañana para todo el vecindario. Catorce jinetes volaban sobre corceles desbocados que galopaban raudos por la ciudad. El tiempo apremiaba y debían llegar a su destino cuanto antes, para evitar una tragedia mayor. Estaban ante una grave situación de consecuencias imprevisibles. Pero sólo tenían una consigna: recuperar al chico o morir en el intento, matando a la mayoría de rufianes que se enfrentasen a ellos. Las espadas saltaban ansiosas en sus vainas por sacar sus hojas a la luz del sol destellando muerte. Y las flechas del mancebo ya apuntaban hacia posibles dianas que acabarían sus días con cada impacto de las saetas.
Nápoles todavía dormía en la mayor parte de los hogares, pero la muerte andaba despierta por sus calles y plazas buscando donde segar con su guadaña. Y pronto iba a encontrar abundante mies para cosechar. Hasta el aire húmedo y todavía frío del amanecer olía a sangre y temblaban las piedras al paso de los enardecidos guerreros. Giergio tenía que vengar el honor de su familia en nombre de su padre. Fredo estaba cabreado por la suerte que pudiera correr Iñigo, un joven tan guapo y encantador. Froilán y Ruper lo sentían como algo suyo. Y para el conde y Guzmán era cortarles un trozo de su propio cuerpo. Los guerreros negros matarían por servir y defender los bienes y la vida de su amo y señor.
Nadie pronunció la palabra venganza, pero ese era el sabor de sus bocas calladas y con los dientes apretados por la rabia. La brisa del mar no los tranquilizaba, sino que los despejaba más y encrespaba su ira para que sus brazos no temiesen sajar con contundencia la carne del enemigo. Ese día vería una carnicería en alguna parte de la ciudad o sus alrededores. Y Nápoles vestiría luto por algunos durante largo tiempo. Hasta el volar de las capas de los jinetes era un signo de trágico presagio. Planeaba sobre las ancas de los caballos como alas de aves rapaces buscando su presa. Más tarde quizás sólo pareciesen alas de cuervo aleteando sobre la carroña.
Nuño recibió un duro golpe al recibir la mala noticia, pero se sobrepuso a todo sentimiento de desánimo y procuró evitar la ofuscación que suele sobrevenir en estos casos. Froilán se lo tomó peor y no daba crédito a lo que oía. Pero la realidad era que Iñigo no estaba dentro del casón de los Cremano. Guzmán le contó al amo cuanto habían hecho los dos al quedarse solos dentro del aposento y no podía deducir cómo pudo esfumarse Iñigo sin escuchar ni un ruido ni verlo irse a ninguna parte. Se habían acostado en el lecho juntos y estuvieran hablando un rato hasta que les entró sueño. Y el mancebo sólo recordaba haberse abrazado a su compañero y debió quedarse profundamente dormido, ya que no recordaba nada más hasta que se despertó con la boca seca y un dolor en la cabeza como si hubiese bebido vino en cantidades no recomendables. Hassan, que estaba tan estremecido y aterrado como el resto de los chavales, se acercó a una mesa pequeña, sobre la que había una jarra con agua y olió el liquido mojando además un dedo para probar el sabor. Y sin más soltó de repente: “Amo, los han drogado!. El agua tiene un narcótico”. Eso cayó como un mazazo sobre todos los presentes y al mancebo admitió que los dos habían bebido ese agua antes de meterse en la cama.
Se trataba de un secuestro!. Y por donde se llevaron al chico si nadie vio entrar a alguien extraño en al casa ni menos salir con él. Ni siquiera se abriera la puerta del aposento para sacarlo de allí. Eso no era normal ni posible. Y menos probable que los negros no se enterasen ni oyesen nada que los alarmase y pusiese en guardia. Porque aunque Jafir y Alí estuviesen durmiendo con los eunucos, otros dos vigilaban las entradas del palacio y de haber entrado o salido alguna persona lo habrían detectado de inmediato. Aquello no tenía sentido y todo está sometido a la lógica y cuenta con alguna explicación dentro de un orden absolutamente natural. Nuño ya estaba convencido que alguien le había robado al muchacho y se lo habían llevado de alguna forma.
Y en eso volvió a reunirse con ellos el dueño de la casa, que había ido a averiguar si alguien había visto u oído algo, y dijo bastante alterado: “Los pasadizos!. Entraron y salieron por un pasadizo. Hay unos pasadizos en la casa, por los que se comunican algunas habitaciones, y hay dos salidas al exterior. Una al oratorio adosado al muro oeste y otra disimulada en la tapia que bordea el palacio por el sur. Por cualquiera de ellas pudieron entrar y salir con el muchacho, después de secuestrarlo en la misma habitación, sin que nadie fuera de ella se percatase. Más si estaba drogado y no se enteró de nada, lo mismo que el único que estaba dentro con él y no pudo dar la alarma al estar dormido también por efectos de la droga. Y la existencia de ese laberinto de túneles no la conoce nadie fuera de esta casa... Vayamos a comprobar si alguien entró en ellos”. Todos quedaron expectantes y algo asombrados cuando Don Piero accionó un resorte oculto en la piedra labrada de una chimenea del salón donde estaban y el muro se abrió dejando paso a una cavidad estrecha y muy oscura. Con antorchas encendidas se introdujeron por el túnel, Don Piero, el conde, Froilán, Guzmán y Giorgio, y, tras recorrer varios metros, efectivamente encontraron indicios de que alguien había pasado recientemente por allí.
Y siguiendo el rastro de las señales, llegaron al aposento donde dormían el conde y sus pajes. Pero quién había introducido a los secuestradores en el pasadizo e informado de su existencia?. Cómo sabían en que habitación del palacio estaba el chaval y que camino debían seguir por los túneles para llegar hasta ese dormitorio?. Sólo alguien del palacio podía tener tanta información. Y las miradas se dirigieron hacía los servidores de Don Piero. Alguno tuvo que colaborar con los malhechores para poder llevar a cabo sus planes y facilitarles cuanto necesitaban saber para entrar y salir del palacio sin ser vistos ni oídos. Además de narcotizar a los dos pajes para que no gritasen pidiendo auxilio o se defendiesen al ser atacados. Guzmán tenía el sueño demasiado ligero para no enterarse que se llevaban a Iñigo en sus narices. Y el otro tampoco era un pusilánime que se dejase amordazar y secuestrar por las buenas. A no ser que él mismo quisiese marcharse voluntariamente, lo que era de todo punto improbable, por no decir imposible.
El misterio estaba cogiendo un cariz demasiado turbio y el conde comenzó a atar cabos y hacer cábalas sobre posibles motivos y las consiguientes presunciones de candidatos a ser culpables del hecho. Y su olfato de cazador le llevó a dudar de la versión que un mozo de cocina hizo sobre su posible coartada exculpatoria de responsabilidad en el asunto. Era un mozo todavía joven y con cara de pocos amigos, que según le comentó Giorgio al conde, tenía el vicio de jugar a los dados en garitos y tabernas. Y tanto Nuño como Froilán enseguida dedujeron que por el medio había deudas de juego y la necesidad de dinero para satisfacerlas o para seguir jugándoselo sin el menor sentido común.
Y en el sótano del palacio, con el consentimiento de su amo, al tal le apretaron las clavijas, ante la presencia impertérrita de dos imesebelen, que ni siquiera tuvieron que intervenir para soltarle la lengua al desdichado mozo. Era un pobre hombre en el fondo, que no hizo falta torturarlo mucho para que hablase, puesto que se cagó literalmente de miedo al primer toque del hierro candente. Pero su afrenta no podía quedar sin castigo. Cantó cuanto sabía y con la última palabra sellaron su boca para siempre. Simplemente el conde hizo un leve gesto y uno de los negros lo degolló con su cimitarra. Pero antes dijo cuanto querían saber.
Todos se pusieron en marcha de inmediato y los cascos de catorce caballos restallaron sobre el empedrado espabilando la mañana para todo el vecindario. Catorce jinetes volaban sobre corceles desbocados que galopaban raudos por la ciudad. El tiempo apremiaba y debían llegar a su destino cuanto antes, para evitar una tragedia mayor. Estaban ante una grave situación de consecuencias imprevisibles. Pero sólo tenían una consigna: recuperar al chico o morir en el intento, matando a la mayoría de rufianes que se enfrentasen a ellos. Las espadas saltaban ansiosas en sus vainas por sacar sus hojas a la luz del sol destellando muerte. Y las flechas del mancebo ya apuntaban hacia posibles dianas que acabarían sus días con cada impacto de las saetas.
Nápoles todavía dormía en la mayor parte de los hogares, pero la muerte andaba despierta por sus calles y plazas buscando donde segar con su guadaña. Y pronto iba a encontrar abundante mies para cosechar. Hasta el aire húmedo y todavía frío del amanecer olía a sangre y temblaban las piedras al paso de los enardecidos guerreros. Giergio tenía que vengar el honor de su familia en nombre de su padre. Fredo estaba cabreado por la suerte que pudiera correr Iñigo, un joven tan guapo y encantador. Froilán y Ruper lo sentían como algo suyo. Y para el conde y Guzmán era cortarles un trozo de su propio cuerpo. Los guerreros negros matarían por servir y defender los bienes y la vida de su amo y señor.
Nadie pronunció la palabra venganza, pero ese era el sabor de sus bocas calladas y con los dientes apretados por la rabia. La brisa del mar no los tranquilizaba, sino que los despejaba más y encrespaba su ira para que sus brazos no temiesen sajar con contundencia la carne del enemigo. Ese día vería una carnicería en alguna parte de la ciudad o sus alrededores. Y Nápoles vestiría luto por algunos durante largo tiempo. Hasta el volar de las capas de los jinetes era un signo de trágico presagio. Planeaba sobre las ancas de los caballos como alas de aves rapaces buscando su presa. Más tarde quizás sólo pareciesen alas de cuervo aleteando sobre la carroña.
lunes, 24 de octubre de 2011
Capítulo XL
Pero daba la impresión que los hados se empeñaban en que el conde no tuviese un día pacífico en esa ciudad. No había llegado a reunirse con el resto de la pandilla de chavales, Froilán incluido, que a veces era peor que todos ellos, pensando sólo con la cabeza del pito, cuando Giorgio le comunicaba que un mensajero de Don Asdrubale di Ponto le estaba aguardando para entregarle una carta. “Qué querrá este tío”, pensó el conde. Aunque ya se figuraba que es lo que le proponía ese otro dominador de esclavos. Y no se equivocó. El inquietante señor invitaba a Froilán y a él a una cena en su villa. Y añadía que podían hacerse acompañar por sus pajes o cualquier otro joven servidor que quisieran llevar con ellos.
“La puta que lo parió”, soltó el conde sin recatarse ni un pelo. Y prosiguió asombrado: “Pretende que se los pongamos en bandeja para que los folle a su gusto. Sólo me faltaba esto para rematar la historia!. Y rechazar el privilegio de asistir a su orgía, sería tanto como insultarlo gravemente y perder uno de los mejores apoyos para la causa de mi rey...Qué sacrificios he de hacer por ti, Alfonso!. Incluso entregar a tu propio sobrino para que un burro sin escrúpulos lo holle con sus pezuñas?. No!... Eso nunca!. A mis esclavos no los toca ni los huele siquiera!. Pero qué pretende ese cabrón?... Dímelo tú, Froilán”. “Follarlos. Tú mismo lo has dicho”, contestó el noble amigo. Y añadió: “Pero no podemos faltar a esa cena. También lo has dicho tú y no yo...Así que tú verás lo que hacemos... A mi Ruper no se la mete ese tipo... Y a Aldo tampoco... Y supongo que ni a Iñigo y menos a Guzmán”. “No es cuestión de que sea menos o no. Ni a uno ni al otro por igual. Son míos y punto”, afirmó Nuño. “Pues hay que buscar una solución... Piensa rápido”, dijo Froilán muy seguro de sí mismo.
De entrada aceptaron la invitación de Don Asdrubale y así se lo hicieron saber al mensajero. Que partió raudo a trasmitírselo a su amo, dejándoles un buen sabor de boca a los dos nobles, porque el chico era un bonito ejemplar de esa tierra, sin un pelo en la cabeza, pues iba totalmente rapado y se le adivinaba un culo para joderlo horas enteras. Indudablemente era uno de los esclavos del rico magnate y esa noche estaría con el resto de los animales sexuales de su amo. Ya Giorgio les advirtiera que el tal mantenía un pelotón de chavales encerrados en la villa romana. Y se hablaba mucho por Nápoles de las fiestas nocturnas que daba a invitados muy elegidos. Decían que todos los muchachos eran menores de veinte años y que los ataban a las columnas de los patios y pérgolas de los jardines para flagelarlos sin piedad o hacerles mil perversiones propias del mismísimo Tiberio o de Calígula. Algunos equiparaban sus cenas con las orgías de Nerón en su época más depravada. Pero ya se sabe que las gentes tienden a exagerar al hablar de este tipo de cosas.
Fuere como fueren las veladas en la villa de Asdrubale, Nuño tenía que solucionar el problema y buscar la forma de no llevar a sus chicos sin ofender a un anfitrión tan especial y de gustos tan particulares. Y Guzmán no le ponía las cosas fáciles, porque se empeñaba en ir con él. Y tuvo que ajustarle las clavijas a base de correa. Iñigo no dijo nada, pero sólo era necesario leer en sus ojos para saber lo que quería. Y también chupó estopa con la mano para hacer que se le fuesen de la cara los morros. Además de, llegada la hora de irse a la fiesta, encerrarlos en la habitación del conde a los dos y a Ruper con Aldo en la de Froilán.
Y por fin el conde encontró la solución para ir sin los pajes y llevar compañía agradable para el dueño de la villa. Además de ir escoltados por cuatro guardianes negros, que podrían dar un juego estupendo en la fiesta, se llevaron a Fredo, junto con Jacomo, Luiggi y Leonardo. A Giorgio le dio miedo ir y se quedó vigilando a los pajes, que ya quedaban seguros bajo la protección de los otros cuatro imesebelen. Entre los que se encontraban Ali y Jafir dándole por culo a los eunucos.
A fin de cuentas la cosa no estaba tan mal y la compañía del conde y su amigo Froilán era de lujo. Unos negrazos con cuerpos fabulosos, ejemplares irrepetibles y nunca vistos por el anfitrión de la fiesta, y cuatro niñatos preciosos y con unos cuerpos dignos de ser sobados hasta el agotamiento. Y ellos mismos, que también eran dos jóvenes fuertes, masculinos y bien dotados para montar potros y cubrir yeguas. Podía ser memorable la cena en la villa romana de Don Asdrubale di Ponto.
Y desde luego el sarao no desmereció de su fama, tal y como les había asegurado Giorgio. Los jardines eran espléndidos y lucían con teas y antorchas encendidas por todas partes. Y mucho más resplandecían los músculos de los esclavos, casi adolescentes, completamente depilados y con los cráneos rapados. Todos, lo menos una veintena, eran criaturas bellas y sin tacha que desmereciese su condición de ejemplares de pura raza. Pero entre ellos destacaba la envergadura de los negros del conde, también medio desnudos y exhibiendo sus portentosas vergas aún flácidas. Los chavales que acompañaron al conde también se aligeraron de ropa, como el resto de los invitados, y antes de empezar con el primer plato ya casi todo el mundo estaba en cueros.
Entre los invitados del anfitrión había dos cardenales y tres obispos, además de un abad, clérigos y, por supuesto, nobles señores, que como los anteriores llevaban a sus Jóvenes esclavos sujetos por cadenas enganchadas a las narices, como si fuesen becerros, o los pisaban bajo los pies usándolos de taburetes para estar más cómodos. La mayoría llevaba fustas o látigos en la mano para azotar tanto a sus respectivos perros como los ajenos, invitados e ello por los amos. Y los señores devoraban cantidades ingentes de comida, preparada de diferentes maneras y consistente en toda clase de manjares de pescado y carne, así como frutas y dulces. Corriendo el vino a raudales por las mesas. Y también el sexo y el semen de todos. Tanto de los folladores como de los follados, ya fuese por la boca o por el culo. Y los restos de lo que fuese se le arrojaba a los esclavos, que se disputaban los trozas de hueso con algo de carne como perros rabiosos.
Don Asdrubale, que se le notaba que era un amo cruel y severo con sus esclavos, mandó atar a unos seis, puestos con el culo en pompa para que quien quisiera se sirviese el mismo de su carne y la usase como le diese la gana y sin límite alguno. Y al conde le dio pena ver como a esos chicos les pinchaban con agujas y les retorcían la carne con tenazas para diversión de unos y otros. De paso muchos se la metían por el culo y los llenaban de semen hasta el borde del ojete, que comenzaba a escurrir al tercer polvo que le echaban. Y otros les obligaban a mamarles la polla y tragarse la leche. Y en general todos follaron y se corrieron muchas veces y también a mas de un chaval le metieron frutos grandes y puños por el culo.
A los esclavos los usaron todos los amos, intercambiándolos entre ellos. Y de todas maneras los más solicitados eran los del dueño de la villa. Esos no paraban de recibir por todas partes, ya fuesen azotes o lechadas. Y los cuatro imesebelen se hartaron de reventar agujeros. Ensartaban chavales por el culo como aceitunas y les dejaban el ano hecho un cráter de color cárdeno o los atragantaban clavándoles la polla por la boca. Pero alguno se preguntará que es lo que hicieron los chicos de compañía del conde?. Pues también se pusieron las botas unos de dar y otros de tomar por culo y todos de chupar pollas. Fredo y Jacomo fueron de machitos y se lucieron con su vergas en ristre. Y Luiggi y Leonardo no supieron lo que era estar sin un rabo en la boca o el culo durante toda la fiesta. Y al último también se lo ventilaron dos negros de la escolta de Nuño. Y el primero en abrirle el agujero fue el conde y luego Froilán. Después se trajinaron a Luiggi. Y una vez que cumplieron con ellos, se dedicaron a picar algún otro culo de los que se ofrecían a su paso.
Todos quedaron contentos y con los cojones limpios por dentro. Y los más jóvenes con el culo lleno. Y el conde tuvo tiempo y ocasión para reforzar las alianzas para el éxito del negocio que le llevó a Nápoles. Pero al regresar a casa, fatigados y exhaustos, había más novedades esperándoles. Que posiblemente les afectasen a todos de algún modo.
viernes, 21 de octubre de 2011
Capítulo XXXIX
“Pobre Piedricco!”, le decía el mancebo al conde. Y añadía: “No hay derecho a que le jodan la vida de ese modo. Amo, estoy convencido que tanto Fredo como él serían felices juntos. Fíjate. Fredo con veinticinco años ni tiene novia ni prometida. Y, según me dijo, es porque no le van nada las mujeres. Si no le han obligado a casarse todavía es por tener hermanos mayores. Y siendo el benjamín de la familia, su celibato y falta de interés por las hembras ha pasado desapercibido. Pero aún así, me ha dicho que quiere irse de su casa a otras tierras donde no tenga compromisos familiares que cumplir. Sería ideal ayudarlos y conseguir que sean felices los dos. Hasta los eunucos podrían vestir a Piedricco con ropa y pinta de mujer, para aparentar lo que es en espíritu y dejar claro que Fredo es un verdadero macho yendo con él. No te parece, mi amo?”. “Sí. Me parece que eres un arma líos!”, exclamó el conde.
“Y tú que dices?”, le preguntó el amo a Iñigo. “!Que Guzmán tiene razón. Y que Fredo es un hombre muy atractivo con ese pecho tan marcado y la tez tostada y brillante. Y no es raro que le guste a ese chaval”, respondió el joven esclavo. “Ahora va a resultar que también te gusta a ti, ese cabrón!”, volvió a exclamar Nuño. Y vociferó: “Como vea que ese tío te toca el culo, os corto la minga y os vendo capados a un mercader turco!. Quedas advertido!”. “Mi amo...”, quiso decir Iñigo, pero el conde le gritó con aspereza: “Calla!... No quiero oírte... Ya he visto como te hace la corte al ir por las calles!”. “Sólo me explic...”, se atrevió a insinuar el chaval, pero una hostia le dejó sin habla. Y Nuño lo arrastró hasta un escabel echando mano a una correa. Y colocándolo sobre las rodillas le iba a sacudir el culo como si fuese una estera. Pero Guzmán se arrodilló ante el amo y casi llorando le suplicó que no zurrase a Iñigo. Y le dijo: “No lo hagas, amo. El no tiene la culpa de tu mal humor, ni de que otros te compliquen las cosas. Sé que es tu esclavo también y los dos estamos para que nos uses hasta para desahogar tus enfados sin que tengamos la culpa ni seamos el motivo de ellos. Pero ten piedad del chico y no le estropees esa piel tan bonita y fresca que cubre sus nalgas, golpeándolas con esa correa. No lo hagas porque sé que te pesará después y sufrirás más por hacerlo que él por sufrirlo”. “Cómo te atreves a censurar mis actos!”, bramó el conde. “Prefieres que te azote a ti con un látigo para caballerías?”, dijo el conde amenazando al mancebo. “Sí, amo. Descarga en mí tu rabia, puesto que mi carne es la tuya y te castigarás a ti mismo”, respondió Guzmán muy sereno.
El conde tiró al suelo a Iñigo y enganchó al mancebo por un brazo, colocándolo entre sus piernas a merced de su furia. Ambos se miraron a los ojos, sin desafío por parte de Guzmán, pero con una profunda comprensión de los sentimientos de su amante. Nuño quería reaccionar colérico por atreverse a disentir de su criterio, pero sólo pudo abrazar a su esclavo por hablarle claro y lloraron sin articular más palabras. Iñigo estaba sobrecogido por la escena y no sabía que hacer. De pronto se encontró de más entre aquellos dos hombres que se amaban hasta el delirio y quiso salir del aposento.
Y fue Nuño quien lo detuvo llamándolo por su nombre. Iñigo se volvió sin desandar hacia atrás. Y al ver las caras del amo y del esclavo transfiguradas de dicha, comprendió que eso era el amor verdadero. Se quedó quieto y aguardó sin saber todavía que pintaba en esos momentos al lado del conde y su amado esclavo. Pero sus miradas también le hicieron comprender que si los amaba era por eso. Porque desde el principio le mostraron un amor de verdad, puro y sin otra exigencia que corresponderles con igual fuerza y sentimiento. El sexo sólo era una parte de esa relación. Importante, pero secundaria comparada con el deseo de felicidad y unión de sus almas a través de los cuerpos. Ese era el fin y lo otro un camino para alcanzarlo. E Iñigo por fin percibió cual era la forma de amar de los amantes. Y él tenía que estar a la altura de ellos porque quería amar y ser amado de igual manera.
El conde se separó de Guzmán y se levantó para ir junto a Iñigo. Y lo abrazó acariciándolo en la nuca. El chico recostó la frente en el pecho de Nuño y en voz muy baja le dijo: “Te quiero y a él también porque los dos sois ambas caras del hombre que necesito en mi vida. Déjame que yo también te ame como tú deseas”. “Sólo deseo que nos ames igual que nosotros te amamos a ti”, le respondió el conde. Y añadió: “Ahora es el momento de hacer el amor los tres. Guzmán, acércate y únete a nosotros para no separarnos durante el resto de esta noche en que llegamos a esta habitación un tanto agitados. Lo único que ansío es sentir el ritmo pasional y trepidante del sexo entre los tres”.
Guzmán se fundió en el mismo abrazo y Nuño les dijo: “Vosotros no sois culpables de la presión a que me someten mis obligaciones y responsabilidades... Iñigo, tú eres mi descanso y me relaja verte y acariciar tu cabeza y tu espalda. Eres como un remanso trasparente y cristalino de agua fresca en el que siempre apetece sumergirse. Eres calma y sosiego y tienes el encanto de una espontaneidad aún inocente. Eres renacimiento a un futuro esperanzador... Y Guzmán es el fuego que consume y la savia que vivifica el árbol. Es el arte de sobrevivir contra todo pronóstico. Es la frondosidad del bosque y el aullido del lobo. Es la sal y la pimienta que sazona el alimento del alma. Es la pasión hecha carne. La vida y la muerte en un mismo acto final. Sois tan distintos y al mismo tiempo tan necesarios para mí, como contrapuestos a mi mismo. Dos facetas de un ser casi perfecto a mi entender. Y yo sólo soy la liana que os sujeta al tronco del que se nutre vuestra ilusión. Por eso no es posible mutilar un tercio de esta combinación de almas y cuerpos. Estamos destinados a permanecer unidos hasta el final”.
Los dos chicos se miraron penetrando en sus almas y sin esperar la orden del amo se besaron en la boca. Era su primer acto autónomo nacido de su voluntad. Pero el amo era consciente que ese gesto de sus esclavos sólo significaba el total respeto a sus deseos. El quería que se amasen y se deseasen tanto como él los amaba y deseaba. Y lo mismo que deseaban su cuerpo y su corazón. El amo necesitaba poseerlos y ellos ser poseídos por él. Pero eso no debía impedir que al mismo tiempo los dos muchachos también necesitasen estar juntos acariciándose y besarse sin límites.
Y esa noche el amo se entregó a ellos tanto o más que los mismos chavales al ponerse en sus manos para ser usados a su antojo. El los disfrutó por todos los sentidos y los chicos gozaron con más intensidad que nunca. Sobre todo al recibir la esencia de ser de su dueño dentro de las entrañas, comiéndose uno al otro la polla y los huevos. Se mamaban como chotos sanos y vigorosos ante la complaciente mirada del toro. Ese garañón que cubría a las dos potras para seguir marcando el territorio y dominar su manada sin permitir intrusiones de otros machos extraños.
Durmieron poco y al más joven les ardía el ano porque se le hizo una fisura al hincársela el amo con excesiva fuerza. Y ya bien entrado el día los encontró tumbados en el lecho resoplando a pierna suelta. La indiscreta luz despertó primero al conde y él espabiló a los chicos zarandeándolos con firmeza. Abrieron con esfuerzo los ojos y se los restregaban perezosos aún, pero el amo los sacó del sopor diciéndoles: “Tenéis razón. Hay que hacer algo por Piedricco y Fredo. No sé como y qué exactamente, pero debemos discurrir alguna treta para salvar a esa criatura del convento. A lo mejor, con eso que su padre es mercader, me lo vende a buen precio. Sería la solución más fácil, aunque poco probable”.
Guzmán, se quedó pensativo y dijo en voz alta: “Venderlo no. Pero si te ofreces a llevarlo contigo y hacerlo un hombre, puede que el padre trague con eso y lo entregue de buen grado. Y se ahorra lo que pensaba darles a los frailes de Santo Domingo. Además yendo a otro reino lejos de Nápoles, mucho mejor para que nadie vuelva a verlo en caso de que su reconversión viril no diese resultado. Que no creo que la dé, desde luego”. “Has dado en el clavo, cabronazo!. Esa puede ser la solución perfecta. Y en el mismo lote incluyo a Fredo y tenemos la pareja formada”, exclamó el conde.
Ahora, a los otros problemas y cuestiones a negociar, también tenía en cartera la liberación de Piedricco para no coger el sayal de fraile y hacer posible que lo cogiese Fredo para usarlo como hembra y puta. Pero sin duda esta segunda opción le gustaba mucho más al dócil y delicado crío, puesto que nada más ver al morenazo de Fredo se le cambió la cara y los huevitos se le encogieron de gusto. Y hasta el pipí le goteaba. Y en cuanto probase el rabo, la boca y el ojete se le harían agua esperando una segunda andanada más cargada de intensidad y larga en el tiempo. Dice un dicho popular, que comer, rascar y follar, todo es empezar.
martes, 18 de octubre de 2011
Capítulo XXXVIII
El objeto de la salida esa mañana, no era pasear por el placer de conocer la ciudad y palpar el vivo ambiente de sus calles, con mujeres y hombres hablando alto y niños que lloraban y chillaban al mismo tiempo. No tenía nada de grato ir salvando los continuos chaparrones de agua sucia y desperdicios que arrojaban a vía pública, ni tampoco mascar y oler el sabor agrio y picante de la pobreza. Y eso que, como pasaba en otras muchas ciudades, había dinero en Nápoles. Pero, como también es habitual en todas partes, esa riqueza estaba solamente en manos de unos pocos y el resto sobrevivía como mejor podían a base de sacrificios y miserias.
Pues bien, iban de visita formal a la casa de un rico armador y comerciante de especias, telas y alfombras, traídas del oriente, Llamado Pietro de Lossio, asentado en Nápoles desde años atrás, pero de origen genovés. Este hombre, muy bien relacionado con casi todos los mercaderes de la costa de Italia, Bizancio, Egipto y gran parte del norte de Africa, les sería muy útil para entablar conversaciones con gentes influyentes en Génova y otras ciudades, pero fundamentalmente al conde le interesaban los contactos de Don Pietro con la señoría de Venecia. El mercader mantenía amistad con el Dux y eso era muy importante para lograr que Venecia se decantase a favor de las pretensiones de Don Alfonso, oponiéndose a Ricardo de Cornualles, a los franceses y al papado.
La casa del adinerado negociante era importante y aparente desde la misma puerta de entrada. En ella se notaba un lujo recargado en exceso y pretencioso, que intentaba compensar con dinero la falta de grandeza y nobleza que da la sangre. Nuño no entendió aquel despilfarro de oro y objetos extraños, casi amontonados y desluciéndose incluso unos a otros, pero Froilán, más sofisticado y refinado que su noble amigo, le aclaró el detalle de que, corrientemente, al no tener clase de cuna, se suele intentar paliar esa falta mediante una grotesca exhibición de riquezas. Algunos piensan que el buen gusto se puede compra sin más. Y eso, salvo excepciones bastantes escasas, sólo se adquiere poco a poco, generación tras generación.
Pero aquel hombre podía permitirse casi todo que tuviese precio, menos tener un hijo varonil. Y esa era su cruz y quien amargaba su cómoda y suntuosa vida. Don Pietro tenía un sólo hijo varón, que sólo contaba dieciséis años, pero era más delicado y de maneras más finas que sus dos hermanas. Le llamaban Piedricco y además era el más pequeño de los tres. El padre enviudara hacía un par de años. Y, según dijo para justificar las maneras del crío, la pobre madre, temiendo siempre que le pasase algo malo al niño, lo había criado entre algodones y en lugar de un hombre educó a otra mujer. Piedricco era bastante afeminado. Muy guapo, más que sus hermanas. Y vestido con las ropas de ellas, las superaba en belleza con creces. Tanto era así, que el padre, para acordar las bodas de sus hermanas, en lugar de enviar un retrato de ellas, hacía pintar al chico con las mejores galas que una moza podría soñar y mandaba su imagen diciendo que era una de las hijas. Sólo le decía al pintor que variase el color del pelo un poco y ya quedaba solucionado el problema para no resultar tan iguales las dos. Ellas no eran feas. Todo lo contrario. Pero el chico era mucho mas bello y su elegancia notoriamente mayor. Escotado y con el pelo recogido en una trenza, su cuello parecía el de un cisne.
De tanto elogiar las mercancías para obtener un mejor precio de venta, Don Pietro negociaba con el rostro de su niño para colocar a las hijas cumplidamente servidas por una sustanciosa dote y un retrato adulterado de sus prendas y gracias. Y sus esponsales ya los tenía apalabrados con un noble genovés para la mayor y la segunda, más hermosa que la otra, con el hijo de otro rico hacendado de la Toscana. Y ahora le quedaba por resolver el asunto de un hijo que parecía una nena. Imposible casarlo, puesto que le podían entrar sarpullidos a la criatura si le mencionaban en serio la perspectiva de besar a una mujer en la boca y más acostarse con ella. Eso no entraba en sus planes ni de presente ni de futuro. Y por si fuera poco, el padre no podía tener en casa ningún criado demasiado joven por si le desvirgaban al chaval. Que, por otra parte, al muchacho se le notaban unas ganas locas de ser tomado y penetrado hasta por las narices.
Y de todo eso se dieron cuenta el conde y sus acompañantes. Y por supuesto también Don Froilán y el joven Fredo. Y éste se quedó colgado con el precioso chiquillo que se movía y hablaba como una dulce muchacha. Lo miraba y estaba pasmado con su cara tan bien modelada y sus facciones tan finas, que sólo el de la estatua romana de un hermafrodita que había visto en Florencia podría igualarse. Y el cuerpo estaba tan bien diseñado y medido, que creyó imposible superar el equilibrio de formas de Piedricco. El conde le advirtió a Fredo que se le estaba notando mucho el encandile repentino por el mocito y que al menos cerrase la boca cuando el crío la abría diciendo algo. Fedro ponía una cara y movía los labios como si quisiera comerse los de Piedricco como una fresa roja y tan madura que no sería necesario morderla para partirla en dos trozos.
Nuño empezaba a temer que iba a necesitar mucha paciencia a lo largo de su periplo por Italia, cargando con todos aquellos muchachos. Y, por si fueron pocos, llegaron a la casa del comerciante, para unirse a ellos, los otros dos napolitanos que todavía faltaban. Jacomo y Luiggi. Ahora ya estaban todos reunidos y la mirada de Jacomo también se cruzó con la de Fredo recorriendo el palmito del hijo del mercader. Daba la impresión que no era la primera vez que veía al muchacho y éste se puso rojo ante su insistencia en devorarlo con los ojos. Al conde le iba a dar un ataque de furia y le entraron unas ganas tremendas de ponerles el culo al rojo a esa pandilla de hormonas desatadas y cargadas de testosterona. Pero se contuvo y le pidió a Don Pietro que dejasen a un lado a los muchachos para poder charlar de los negocios del rey de Castilla con más calma y tranquilidad.
Froián y el conde se fueron con el mercader a otro aposento y los chicos se quedaron con Piedricco en un patio tranquilo donde unos pájaros exóticos trinaban y gorjeaban en grandes jaulas doradas. Y Fredo y Jacomo carraspeaban antes de dirigirse a su joven anfitrión, con el fin de que su voz les saliese más grave y varonil. Los tres pajes no decían casi nada y el resto de los chavales italianos tampoco tenían mucho que decir, aunque Leonardo, entre dientes, le llamaba puto marica a Piedricco. Y Giorgio, que se dio cuenta de lo que mascullaba este otro muchacho, le dijo que se sentase a su lado porque iba a leerle la mano. Se la leyó, pero la lectura fue muy corta. Según Giorgio, en las rayas de la mano de Leonardo estaba escrito que esa noche le follaría la boca y el culo una polla napolitana. La suya. Y no lo compartiría con Fredo ni con nadie. Sería sólo para él. Y el chico, casi extasiado, le aseguró que sería la puta más cachonda que nuca antes habría follado. Le iba a dar gusto hasta en las orejas.
Guzmán, mucho más atento a todo que Iñigo y Ruper, se acercó a Jacomo y lo separó de Fredo y Piedricco con la excusa de saber cosas sobre las costumbres del sur de la península de Italia. Y eso dio pie a Fredo para intimar más con el joven que le atraía de esa forma incontrolable desde el instante que lo vio. Y por boca del chico escuchó una revelación que le dejó el corazón en un puño. Piedricco lloraba al contarle a Fredo que su padre lo metería en un convento en pocos días. Una vez prometidas en matrimonio las hermanas, él era un estorbo y una vergüenza para su padre. Don Pietro se avergonzaba del hijo y no quería que saliese de casa, para ocultar de eso modo su natural femenino. Sobre todo desde que un día en el mercado, donde acudió el crío acompañado por sus hermanas y dos criadas, unos mozos se metieron con él piropeándolo y diciéndole que era la más guapa de todas la mujeres de Nápoles. Esa mañana también estaba en la plaza Jacomo y, al ver lo que pasaba, no dudó en intervenir y proteger a Piedricco para que regresase a su casa con las otras mujeres, como le dijo el valiente mozo. Hasta su valedor lo había tratado como moza en lugar de mozo!.
Y por ello Don Pietro, a cambio de una jugosa dádiva al convento de Santo Domingo, recluiría de por vida a Piedricco en el cenobio. De eso modo, el padre evitaba también que lo conociesen las nuevas familias de sus hijas, librándolas de soportar la burla y el escarnio hacía su hermano por ser tan melifluo, por no decir maricón. Y el crío tenía tanta vocación de monje como de esforzado guerrero y casarse con una mujer paridera de hijos. Mejor le iría como bayadera en el serrallo de un sultán, joven, moreno, fuerte y con unos ojos tan profundos y fogosos como los de Fredo. Qué complicada es la vida cuando no se acepta a las personas tal y como son y las parieron. Y luego fueron creciendo según los parámetros con que los criaron y educaron. Qué culpa tenía Piedricco de ser así, si en parte se debía al exceso de cariño y cuidados de su difunta madre?. Y digo en parte, porque ya desde su nacimiento el chico mostraba maneras y daba la impresión que el pito que le colgaba estaba de más. Hasta para mear se sentaba el muchacho en una bacinilla muy adornada.
Al volver al palacio de Giorgio, Fredo le narró al conde la tragedia que estaba a punto de vivir Piedricco. Pero Nuño no consideró oportuno inmiscuirse en temas familiares tan delicados. Y menos tratándose del influyente Don Pietro. Cómo iban a resolver la situación del chiquillo para librarlo de los hábitos, se preguntaba el conde. Para algo así, no tendría solución ni el ingenioso Froilán. La suerte de Piedricco estaba echada y le tonsurarían su preciosa cabellera de rizos castaños. Así como, con el paso de los días o mejor de las noches, su ojo del culo ganaría indulgencias plenarias a cargo de sus compañeros de claustro necesitados de aligerar esperma. Iba a pasarse más tiempo a cuatro patas que de pie. Y no precisamente para hacer penitencia. Sería la puta de todo aquel monje que no fuese octogenario. A no ser que algún santo hiciese un milagro y lo volviese un macho de rompe y rasga, cosa no sólo difícil sino más improbable que el mar quedase sin agua para navegar por su inmensidad.
A Fredo se le abrieron las carnes al oír decir esas cosas al conde, pero lo cierto es que la vida en clausura de Piedrico sería más parecida a la de una ramera que a la de un fraile. Y hasta puede que hasta el ordinario del lugar, o sea el obispo, todas las semanas se diese una vuelta por el convento para pasar un buen rato trajinándose al grácil crío. Lo mejor para el chico es que se lo llevase al palacio episcopal para usarlo en exclusiva. Bueno, además del secretario, algún mayordomo, dos o tres criados y también los mozos de cuadra del obispo. Al tierno ojete le resultaría difícil mantener mucho tempo el tono rosado y la estrechez que se le supone a un culo virgen.
Pues bien, iban de visita formal a la casa de un rico armador y comerciante de especias, telas y alfombras, traídas del oriente, Llamado Pietro de Lossio, asentado en Nápoles desde años atrás, pero de origen genovés. Este hombre, muy bien relacionado con casi todos los mercaderes de la costa de Italia, Bizancio, Egipto y gran parte del norte de Africa, les sería muy útil para entablar conversaciones con gentes influyentes en Génova y otras ciudades, pero fundamentalmente al conde le interesaban los contactos de Don Pietro con la señoría de Venecia. El mercader mantenía amistad con el Dux y eso era muy importante para lograr que Venecia se decantase a favor de las pretensiones de Don Alfonso, oponiéndose a Ricardo de Cornualles, a los franceses y al papado.
La casa del adinerado negociante era importante y aparente desde la misma puerta de entrada. En ella se notaba un lujo recargado en exceso y pretencioso, que intentaba compensar con dinero la falta de grandeza y nobleza que da la sangre. Nuño no entendió aquel despilfarro de oro y objetos extraños, casi amontonados y desluciéndose incluso unos a otros, pero Froilán, más sofisticado y refinado que su noble amigo, le aclaró el detalle de que, corrientemente, al no tener clase de cuna, se suele intentar paliar esa falta mediante una grotesca exhibición de riquezas. Algunos piensan que el buen gusto se puede compra sin más. Y eso, salvo excepciones bastantes escasas, sólo se adquiere poco a poco, generación tras generación.
Pero aquel hombre podía permitirse casi todo que tuviese precio, menos tener un hijo varonil. Y esa era su cruz y quien amargaba su cómoda y suntuosa vida. Don Pietro tenía un sólo hijo varón, que sólo contaba dieciséis años, pero era más delicado y de maneras más finas que sus dos hermanas. Le llamaban Piedricco y además era el más pequeño de los tres. El padre enviudara hacía un par de años. Y, según dijo para justificar las maneras del crío, la pobre madre, temiendo siempre que le pasase algo malo al niño, lo había criado entre algodones y en lugar de un hombre educó a otra mujer. Piedricco era bastante afeminado. Muy guapo, más que sus hermanas. Y vestido con las ropas de ellas, las superaba en belleza con creces. Tanto era así, que el padre, para acordar las bodas de sus hermanas, en lugar de enviar un retrato de ellas, hacía pintar al chico con las mejores galas que una moza podría soñar y mandaba su imagen diciendo que era una de las hijas. Sólo le decía al pintor que variase el color del pelo un poco y ya quedaba solucionado el problema para no resultar tan iguales las dos. Ellas no eran feas. Todo lo contrario. Pero el chico era mucho mas bello y su elegancia notoriamente mayor. Escotado y con el pelo recogido en una trenza, su cuello parecía el de un cisne.
De tanto elogiar las mercancías para obtener un mejor precio de venta, Don Pietro negociaba con el rostro de su niño para colocar a las hijas cumplidamente servidas por una sustanciosa dote y un retrato adulterado de sus prendas y gracias. Y sus esponsales ya los tenía apalabrados con un noble genovés para la mayor y la segunda, más hermosa que la otra, con el hijo de otro rico hacendado de la Toscana. Y ahora le quedaba por resolver el asunto de un hijo que parecía una nena. Imposible casarlo, puesto que le podían entrar sarpullidos a la criatura si le mencionaban en serio la perspectiva de besar a una mujer en la boca y más acostarse con ella. Eso no entraba en sus planes ni de presente ni de futuro. Y por si fuera poco, el padre no podía tener en casa ningún criado demasiado joven por si le desvirgaban al chaval. Que, por otra parte, al muchacho se le notaban unas ganas locas de ser tomado y penetrado hasta por las narices.
Y de todo eso se dieron cuenta el conde y sus acompañantes. Y por supuesto también Don Froilán y el joven Fredo. Y éste se quedó colgado con el precioso chiquillo que se movía y hablaba como una dulce muchacha. Lo miraba y estaba pasmado con su cara tan bien modelada y sus facciones tan finas, que sólo el de la estatua romana de un hermafrodita que había visto en Florencia podría igualarse. Y el cuerpo estaba tan bien diseñado y medido, que creyó imposible superar el equilibrio de formas de Piedricco. El conde le advirtió a Fredo que se le estaba notando mucho el encandile repentino por el mocito y que al menos cerrase la boca cuando el crío la abría diciendo algo. Fedro ponía una cara y movía los labios como si quisiera comerse los de Piedricco como una fresa roja y tan madura que no sería necesario morderla para partirla en dos trozos.
Nuño empezaba a temer que iba a necesitar mucha paciencia a lo largo de su periplo por Italia, cargando con todos aquellos muchachos. Y, por si fueron pocos, llegaron a la casa del comerciante, para unirse a ellos, los otros dos napolitanos que todavía faltaban. Jacomo y Luiggi. Ahora ya estaban todos reunidos y la mirada de Jacomo también se cruzó con la de Fredo recorriendo el palmito del hijo del mercader. Daba la impresión que no era la primera vez que veía al muchacho y éste se puso rojo ante su insistencia en devorarlo con los ojos. Al conde le iba a dar un ataque de furia y le entraron unas ganas tremendas de ponerles el culo al rojo a esa pandilla de hormonas desatadas y cargadas de testosterona. Pero se contuvo y le pidió a Don Pietro que dejasen a un lado a los muchachos para poder charlar de los negocios del rey de Castilla con más calma y tranquilidad.
Froián y el conde se fueron con el mercader a otro aposento y los chicos se quedaron con Piedricco en un patio tranquilo donde unos pájaros exóticos trinaban y gorjeaban en grandes jaulas doradas. Y Fredo y Jacomo carraspeaban antes de dirigirse a su joven anfitrión, con el fin de que su voz les saliese más grave y varonil. Los tres pajes no decían casi nada y el resto de los chavales italianos tampoco tenían mucho que decir, aunque Leonardo, entre dientes, le llamaba puto marica a Piedricco. Y Giorgio, que se dio cuenta de lo que mascullaba este otro muchacho, le dijo que se sentase a su lado porque iba a leerle la mano. Se la leyó, pero la lectura fue muy corta. Según Giorgio, en las rayas de la mano de Leonardo estaba escrito que esa noche le follaría la boca y el culo una polla napolitana. La suya. Y no lo compartiría con Fredo ni con nadie. Sería sólo para él. Y el chico, casi extasiado, le aseguró que sería la puta más cachonda que nuca antes habría follado. Le iba a dar gusto hasta en las orejas.
Guzmán, mucho más atento a todo que Iñigo y Ruper, se acercó a Jacomo y lo separó de Fredo y Piedricco con la excusa de saber cosas sobre las costumbres del sur de la península de Italia. Y eso dio pie a Fredo para intimar más con el joven que le atraía de esa forma incontrolable desde el instante que lo vio. Y por boca del chico escuchó una revelación que le dejó el corazón en un puño. Piedricco lloraba al contarle a Fredo que su padre lo metería en un convento en pocos días. Una vez prometidas en matrimonio las hermanas, él era un estorbo y una vergüenza para su padre. Don Pietro se avergonzaba del hijo y no quería que saliese de casa, para ocultar de eso modo su natural femenino. Sobre todo desde que un día en el mercado, donde acudió el crío acompañado por sus hermanas y dos criadas, unos mozos se metieron con él piropeándolo y diciéndole que era la más guapa de todas la mujeres de Nápoles. Esa mañana también estaba en la plaza Jacomo y, al ver lo que pasaba, no dudó en intervenir y proteger a Piedricco para que regresase a su casa con las otras mujeres, como le dijo el valiente mozo. Hasta su valedor lo había tratado como moza en lugar de mozo!.
Y por ello Don Pietro, a cambio de una jugosa dádiva al convento de Santo Domingo, recluiría de por vida a Piedricco en el cenobio. De eso modo, el padre evitaba también que lo conociesen las nuevas familias de sus hijas, librándolas de soportar la burla y el escarnio hacía su hermano por ser tan melifluo, por no decir maricón. Y el crío tenía tanta vocación de monje como de esforzado guerrero y casarse con una mujer paridera de hijos. Mejor le iría como bayadera en el serrallo de un sultán, joven, moreno, fuerte y con unos ojos tan profundos y fogosos como los de Fredo. Qué complicada es la vida cuando no se acepta a las personas tal y como son y las parieron. Y luego fueron creciendo según los parámetros con que los criaron y educaron. Qué culpa tenía Piedricco de ser así, si en parte se debía al exceso de cariño y cuidados de su difunta madre?. Y digo en parte, porque ya desde su nacimiento el chico mostraba maneras y daba la impresión que el pito que le colgaba estaba de más. Hasta para mear se sentaba el muchacho en una bacinilla muy adornada.
Al volver al palacio de Giorgio, Fredo le narró al conde la tragedia que estaba a punto de vivir Piedricco. Pero Nuño no consideró oportuno inmiscuirse en temas familiares tan delicados. Y menos tratándose del influyente Don Pietro. Cómo iban a resolver la situación del chiquillo para librarlo de los hábitos, se preguntaba el conde. Para algo así, no tendría solución ni el ingenioso Froilán. La suerte de Piedricco estaba echada y le tonsurarían su preciosa cabellera de rizos castaños. Así como, con el paso de los días o mejor de las noches, su ojo del culo ganaría indulgencias plenarias a cargo de sus compañeros de claustro necesitados de aligerar esperma. Iba a pasarse más tiempo a cuatro patas que de pie. Y no precisamente para hacer penitencia. Sería la puta de todo aquel monje que no fuese octogenario. A no ser que algún santo hiciese un milagro y lo volviese un macho de rompe y rasga, cosa no sólo difícil sino más improbable que el mar quedase sin agua para navegar por su inmensidad.
A Fredo se le abrieron las carnes al oír decir esas cosas al conde, pero lo cierto es que la vida en clausura de Piedrico sería más parecida a la de una ramera que a la de un fraile. Y hasta puede que hasta el ordinario del lugar, o sea el obispo, todas las semanas se diese una vuelta por el convento para pasar un buen rato trajinándose al grácil crío. Lo mejor para el chico es que se lo llevase al palacio episcopal para usarlo en exclusiva. Bueno, además del secretario, algún mayordomo, dos o tres criados y también los mozos de cuadra del obispo. Al tierno ojete le resultaría difícil mantener mucho tempo el tono rosado y la estrechez que se le supone a un culo virgen.
domingo, 16 de octubre de 2011
Capítulo XXXVII
Ruper también llevó esa noche dos hostias en el morro por torcerlo al ver como su amo desnudaba a Aldo para besarle el cuerpo y jugar con sus tetillas y sus pelotas, antes de lamerle el agujero del culo. Y lo puso de rodillas contra la pared mientras le daba por el culo al otro joven. Que, por cierto, pudo comprobar que ya no era virgen. Pero le satisfizo el polvo como si él le estrenase el ano. El chico sabía apretar con el esfínter la verga del que lo montaba, para hacerle creer que era más estrecho que una novicia aún sin tocar por el confesor del convento. En cualquier caso, Froilán lo folló con ganas y dos veces antes de dormir, mientras que a Ruper sólo se la metió en el entreacto. Y repitió el mismo programa al despertarse, pero con la nueva luz del día a Ruper le tocó mamar dos veces, antes y después de joderle el culo su amo. Aldo salió de aquella habitación encantado. Aquel noble tan guapo le había dejado el culo como un panetone, pero con un gusto salado, debido al semen que le escurría patas a bajo. Y Ruper extrañaba no sentirse tan escocido y andar escarranchado como le sucedía cada mañana desde que pertenecía a Froilán. Es difícil olvidar algo cuando la fuerza de la costumbre te hace a ello.
Pero al que vieron abierto de piernas y andando como un pato, fue al más joven de los sicilianos. Según contó Aldo más tarde, las costumbres en Sicilia eran muy restrictivas respecto a la relación entre hombres y mujeres. Y no cabía pensar en tocar a una moza fuera del matrimonio, a no ser que fuese una puta. E incluso casados, del cuerpo de la esposa sólo conocían la cara, las manos y los pies, aunque fuese madre diez veces. Así las cosas, era frecuente que a los chavales todavía adolescentes se los beneficiasen los otros mozos más mayores o los hombres maduros.
Y esa noche, en la habitación de Giorgio, a Leonardo le había tocado ser la hembra para satisfacer a los otros dos. Y, por los andares del chico, se habían despachado a gusto con él. Aseguraba Aldo que lo habían follado cuatro veces cada uno antes de acostarse a dormir. Y por la mañana se habían comedido, puesto que sólo le habían metido un par por cabeza. Seguramente llevaba el ano como el coño de una vaca acabada de parir. Y era tan curro ese chaval, que en honor a la verdad era justificable la aptitud de Giorgio y Fredo con él. Incluso viéndolo como un patizambo daban ganas de cogerlo y dejar dentro de su barriga una porción abundante de leche.
Una vez saciado el apetito con un copioso desayuno, el conde asió al joven Leonardo por un brazo y se lo llevó casi en volandas, encerrándose con el crío en un pequeño cuarto. Que, a tenor de su mobiliario. no era más que el escritorio para un escribano que redactaba los documentos y cartas del dueño de la casa. A esas horas estaba vacío y Nuño echó de bruces al chaval sobre la mesa y sin decir nada le bajó las calzas algo mojadas en el culo. Le separó las nalgas y comprobó el estado de su ano rojo y todavía rezumando semen. Y le dijo: “Te lo han dejado como una alcachofa. Y supongo que te dolerá. A penas puedes cerrarte de patas”. El chico no decía nada y se dejaba examinar el agujero del culo por el conde. Y Nuño añadió: “Desde luego tienes un precioso culo. Y muy tersa la piel de los glúteos. No me hace ninguna gracia que hayan abusado de ti esta noche. Me han dicho que fueron los dos. Te forzaron?”. Leonardo volvió la cabeza y contestó: “No, mi señor. Sólo me usaron como hacen otros. Y además no es la primera vez que Fredo me folla. Tiene una verga muy grande, pero a mí me gusta que me las metan y me den fuerte. La de Giorgio es más pequeña, pero lo hace bien y calca a fondo. Lo que pasa es que tengo la barriga encharcada y me sale leche por el ojo del culo sin parar. Me jodieron mucho los dos y gozaron como lobos...Y yo disfruté como una perra, mi señor. Me gusta ser la puta de otros muchachos. Y la vuestra si deseáis mi culo aunque esté tan follado”. Nuño le levantó el jubón y miró lentamente la espalda del chico. Y dándole un par de palmadas en el culo, dijo: “Por uno más, no creo que se te ponga más colorado de lo que ya está. Y por falta de lubricante no será para que te entre bien”. Y el conde se lo folló en el acto.
En cuanto se lo contó a Froilán, ya le notó en la cara que el muy cabrón estaba buscando la forma de trajinarse también al jovencito. Pero en eso le pareció a Nuño ver la silueta de una mujer joven tras una celosía de madera que velaba un ventanal de tres arcos. Fue un minuto, porque en cuanto miró hacia ella, la silueta de la joven se esfumó. Eso le intrigó y le trajo a la mente el hecho de que Don Piero no los recibiese con su esposa, si la tenía, ni ella estuviese acompañando a su marido durante la cena. Y no pudo aguantar por más tiempo su curiosidad. Y no le preguntó al señor del palacio, sino a Aldo. Y efectivamente había una señora en la casa. Pero no era la madre de Giorgio. El padre del chico estaba casado en segundas nupcias con una muchacha de dieciséis años, hija del acaudalado Don Rinaldo degli Albioni. Y sus celos a que otro hombre pusiese sus ojos impuros sobre ella, hacía que la mantuviese encerrada prácticamente el día entero. Y más, teniendo en la casa huéspedes masculinos, jóvenes y apuestos.
Aldo también le dijo al conde, que en la corte chismorreaban que, ante todo, de quien protegía Don Piero a su joven esposa, era de su hijo Giorgio. Sospechaba de todo hombre, pero mucho más de su joven y hermoso vástago. Que además tenía fama de gustar a cuanta mujer lo veía. Fuese o no su hijo un conquistador, o que recelase de cualquier cosa que tuviese polla y huevos, el caso es que la chica apenas veía el sol sino era a través de las celosías de las ventanas de sus habitaciones, que semejaban las de un convento de clausura. Y, sin embargo, según el testimonio de Aldo, le regalaba costosas alhajas y ricos vestidos, que sólo lucía para el celoso marido.
Nuño se lo dijo a Guzmán. Y a éste le pareció monstruoso y denigrante para ella tal proceder por parte de su esposo. Y dijo apretando los dientes: ”Merecería que le pusiese más cuernos que a un castrón. Apostaría a que ella y Giorgio se quieren. Y por más que haga el padre, el hijo terminará zumbándose a la moza”. Nuño se echó a reír y añadió: “Puede ser. Pero creo que ese hombre no anda desencaminado en eso de encerrar a una preciosa criatura para que nadie la desee. No sé si hacer lo mismo contigo en cuanto estemos de nuevo en mi torre”. El mancebo sonrió diciendo: “Allí ya me tienes enclaustrado, ya que oficialmente estoy muerto. Como no me metas en un saco, igual que querías hacer con Iñigo!. Además yo no quiero follar con otro. Ya lo sabes”. “Sí. Pero eso no quita para que otros quieran tu culo. Y queden tontos al ver tu cara. Y si te huelen de cerca, ya no habrá quien los pare hasta conseguirte”, dijo Nuño. “Mi puñal los parará. También lo sabes”, afirmó Guzmán. Y recalcó, además: “En ellos o en mí. Pero se clavará en la carne para impedir que me toque quien no tiene derecho. Sólo tú y tu deseo pueden disponer de mi cuerpo. Y si me toca Sol o Iñigo es porque tú lo quieres, mi amo. Cada día te amo más, Nuño”. “Y yo a ti, Guzmán”, dijo el conde besando ya los labios de su esclavo.
No tardaron mucho en salir a la calle con Froilán, Iñigo, Ruper, y toda la guardia de corps compuesta por los cuatro nobles muchachos. Pero de la verdadera seguridad de todos se encargaban unos inexpresivos imesebelen, que jugaban a las cuatro esquinas con todo el grupo. El conde no arriesgaba la seguridad de quienes el importaban en manos de cualquier aficionado. Y la tranquilidad se la daban los irreductibles guerreros negros, que asombraban a la población de Nápoles a su paso.
Y aún así, Nuño no dejaba de ver para todos lados y llevar siempre la mano derecha sobre el puño de su espada. Y lo mismo hacía Guzmán, pero acariciando indolente la empuñadura de oro de su puñal. Iñigo iba más despreocupado y no daba abasto para mirar los edificios palaciegos y las iglesias, como la Basílica di Santa Maria del Carmine Maggiore. Y, sobre todo, el Duomo, sede de la catedral y erguido sobre el antiguo templo de Apolo, y que se consagró como el primer templo cristiano de la ciudad, en tiempos del emperador Constantino en el siglo cuarto de nuestra era. Todo edificio singular o convento que topaban al caminar por las calles de la urbe, llamaba su atención y se detenía para admirarlo. Fredo, que procuraba ir a su lado, era el que le informaba sobre la construcción de los templos y palacios, aunque para puntualizar sobre detalles más concretos y exactos, solicitaba la colaboración de Giorgio, que era napolitano y tampoco se despistaba de andar al paso de Iñigo. Iba a tener mucha razón el mancebo al decir que el cabello rubio y los ojos azules del muchacho tenían mucho éxito en Nápoles, aunque no le hiciese gracia al conde.
jueves, 13 de octubre de 2011
Capítulo XXXVI
Por fin ponían el pie en el suelo del puerto de Nápoles y Nuño tampoco había desperdiciado el tiempo durante el trayecto desde el islote de Megaride. Entre los nobles napolitanos encontró buenos interlocutores para tratar el asunto principal del viaje y no dedicar sus fuerzas a ligar con un muchacho guapo y previsiblemente cachondo en la cama, como había hecho Froilán. Don Cosimo de Pontolequio le habló muy claramente de cuales eran las prioridades de Nápoles, incluso en contra de los intereses de Sicilia, y le aseguró la fidelidad a la causa de su rey de la mayor parte de los principales notables de ese reino. Promesa que ratificaron otros dos de los que iban con ellos en el barco, que, además de ricos, poseían grandes extensiones de terreno en la Campania. Sus nombres eran Don Vitorio degli Acro, un hombre ya entrado en años, y Asdrubale di Ponto. También ya maduro y con abundantes canas en el cabello, pero todavía ágil y con un cuerpo fibroso y un carácter notoriamente enérgico.
Recorrieron callejas sucias y ruidosas, yendo los señores y los pajes montados en sus caballos y el resto a pie y cargando los bultos. Y al doblar una esquina apareció ante ellos la portada blasonada de un palacio urbano, sin que tras ella pareciese que hubiese algún patio o jardín. Nada más traspasar el umbral, entraron en un zaguán de piedra en cuyo frente descendían dos tramos anchos de una escalera con amplios peldaños de mármol, que se unían en el centro a la altura del primer piso, dejando entre ellos un arco de entrada a un patio de caballos con anchura suficiente para un carro. Sin duda era una mansión lujosa y señorial que no daba la impresión de su grandeza desde el exterior.
El padre de Girgio, Don Piero, bajaba a recibirlos y al conde le extrañó que no le acompañase su esposa. No se había mencionado si era viudo. Y, aunque así fuese, por su edad tendría otra mujer, como era normal entonces. En cualquier caso no quiso ser indiscreto y dejó que las cosas transcurriesen por sus cauces, sin precipitarlas ni adelantar conclusiones. Tras los saludos, el propio Giorgio los acompañó a las habitaciones que les habían reservado. Y el primer contratiempo surgió de inmediato. A los dos señores se les había alojado en dos amplios dormitorios para ellos solos, mientras que a sus pajes se los metía a todos juntos en un habitáculo de la planta baja, cerca de la cocina. Y el problema era mayor puesto que Don Piero no había contado con los esclavos moros ni con los ocho negros. Girgio estaba azorado y no sabía como resolver la situación. Porque el resto del espacio que pudiera quedar libre, lo ocuparían los chavales sicilianos, ya que allí no tenían casa donde meterse. Y eran tres más para acomodar en el palacio.
Y Froilán, siempre al quite de los apuros de un buen mozo, se le ocurrió una idea. Y la expuso: “Digo yo, que ante esta situación y teniendo en cuenta que el alojamiento no llega para todos, propongo que nos apretemos un poco y hagamos sitio de alguna forma... Y para ello, viendo lo grandes y espaciosos que son los dos aposentos que se nos ofrecen al señor conde y a mí, que podrían caber tres sin estar apretados ni revueltos, sería mejor que mi amigo Don Nuño lo comparta con sus dos pajes, que así lo atenderán y servirán en todo. Y yo me sacrificaré a tener conmigo al mío y a uno de los jóvenes sicilianos. Por ejemplo a Aldo. Y donde iban a dormir los pajes, lo harán los dos eunucos con dos de los guerreros negros. Que podrían ser Ali y Jafir, ya que son los de menos edad. Y los otros seis guardias, se quedarán cerca de los establos y se turnaran para vigilar la casa y los caballos. Y ahora sólo falta hacerles un hueco a dos chicos. Y no creo que sea un problema que se queden contigo, Giorgio, aunque duerman en el suelo. Tú que opinas, Nuño?”. “Creo que tu distribución es perfecta, Froilán. Como siempre sabes buscar la mejor solución para todos·, afirmó el conde. Y a Giorgio y su padre no le quedaron más cojones que aceptarla y darle las gracias a Froilán por su colaboración. Y el único que echaba humo por la orejas era Ruper.
Después de una cena ligera, es decir solamente compuesta por tres platos y postres, todos se retiraron a sus respectivos aposentos. Y Nuño, al darle las buenas noches a Froilán le dio una palmada en el hombro, diciéndole: “Desde mañana tienes otro paje. Porque ese culo no sale entero de esa habitación, si es que todavía es virgen”. “Crees que lo será?”, añadió Froilán. “Y que más te da!. Te gusta y eso es suficiente si él no pone reparos. Si pone el culo, dale fuerte una vez que se la hayas clavado entera. Y si se queja mucho zúrrale y tendrás otro esclavo en dos días”, dijo el conde. “Me gusta y será mío. Ya le toqué el culo y la polla y no sólo se dejó sino que estaba empalmado”, alegó Froilán. “Y cuando fue eso?”, pregunto Nuño. “En el barco. Mientras tu hablabas con los nobles canosos, yo confraternizaba y ganaba adeptos para la causa entre los más jóvenes. Y ya cayó uno, por lo menos”, se jactó el muy puto de Froilán.
Quizás esa noche podía ser muy larga para algunos, pero para Nuño y sus dos esclavos no sería una más, porque para ellos cada noche era única e irrepetible. Nuño tenía ganas de sentir el latido de los dos chavales y ver sus caras aguardando su deseo. Pero ese latido que necesitaba también era oírlos y saber sus impresiones por todo lo que estaban viviendo. Casi no necesitaba que Guzmán le hablase para saber cual era su pensamiento, pero con Iñigo era diferente. Hacía menos tiempo que lo conocía y puede que su carácter fuese más reservado que el del mancebo. O también que tuviese menos confianza con él que el otro chico. El caso es que quiso prestarle más atención al joven muchacho y empezó por sentarlo en sus rodillas como si aún fuese un niño al que hay que contarle un cuento antes de dormir.
Y el conde le dijo a Iñigo: “Te he observado varias veces esta tarde y me pareció que hay algo que te preocupa. Incluso ahora te noto algo tenso. Qué piensas?”. Iñigo miró a su amo con cara de duda y le preguntó:”Sobre qué?”. “Sobre todo”, dijo el amo. El chico bajó la mirada y respondió: “Pienso en ti y en Guzmán. Y también en todos los peligros que nos esperan aún”. “Tienes miedo?”, le preguntó el conde. “El peligro me asusta, pero no quiero tener miedo. Y creo que tengo suerte de servirte y poder convivir contigo y con Guzmán. Os amo a los dos. Y si te refieres a todo lo que ha sucedido hoy, diré que no me sentí cómodo a veces... Creo que alguno de los señores que estaban en el castillo me miró de un modo obsceno. Y sentí que te ofendían a ti con ello”. “También mirarían a Guzmán y a Ruper”, alegó Nuño. “No de la misma forma”, aseguró el chico. “Tú te has dado cuenta de eso, Guzmán?”, preguntó Nuño. “Sí, amo. Iñigo tiene razón. Su pelo y sus ojos y el color de su piel le atraen a esta gente. Y además es demasiado guapo. Y eso empeora las cosas”, contestó el mancebo. “No pretenderás que lo meta en un saco!”, exclamó el conde. “No, amo. Nos privaría a nosotros del placer de verlo durante el día”, dijo Guzmán riendo. “No te burles, Guzmán”, protestó Iñigo. “No me burlo porque sé muy bien lo que es eso y como queman algunas miradas”, dijo Guzmán sin risas.
“Creí que vosotros no os habíais dado cuenta... Tanto Don Lorenzo il Alpiano como Giovanni di Julia se quedaron ensimismados viéndote esos cabellos que parecían de oro al darles el sol. Pero aún sin mirarte hubo otro que me dio mala espina. Y fue el alcaide del castillo· “Sí que lo miraba, amo. Y aunque disimulaba a mí no se me escapan esas miradas”, afirmó Guzmán. “Ese Don Angelo no es trigo limpio”, sentenció el conde. “Bueno. Pero ese no resulta peligroso porque ya no estamos en esa fortaleza”, dijo Iñigo. “Eso no es óbice para no andar con cuidado”, dijo el conde tajantemente. “Amo. Y que opinas de don Asdrubale?”, preguntó Guzmán. “También te parece sospechoso?”, preguntó a su vez el conde. “Vi en el algo raro. Un aire severo que no era resultado de su carácter autoritario, sino de otra cosa”. “De ser dominante y perverso como todo amo que usa esclavos para satisfacer su sexo y sus deseos?”, insinuó Nuño. “Sí, amo. Tú también te diste cuenta”, aseveró el mancebo. “Creéis que ese hombre también tiene esclavos para follarlos?”, exclamó Iñigo. “Digamos que para usarlos y que le den el placer que él quiera”, añadió Nuño. “Y vive en una antigua villa romana, según me dijo Giorgio”, apuntilló Guzmán. “Donde”, preguntó el conde. “En Portici. Entre Napoli y Ercolano, como ellos les llaman”, añadió Guzmán. “Vaya con Don Asdrubale de Ponto!. Qué bien se lo debe montar”, exclamó Nuño. Y añadió: “En cuanto se lo cuente a Froilán ya se estará imaginando docenas de ninfos desnudos correteando por los jardines y las fuentes y estanques de la villa romana. Una verdadera bacanal!. Seguro que nos invita. Pero yo no comparto a mis esclavos con nadie. Así que os dejaré en casa ese día. Y será mejor que Ruper se quede también”. “Espero que no llegue nunca esa invitación, mi señor”, dijo Guzmán, saliéndole la frase del alma.
Y Nuño lo agarró por las orejas y lo puso de rodillas ante él. Y no tuvo que recriminarle o zurrarle para que le pidiese perdón. Pero el conde no tenía ganas de castigar a sus esclavos esa noche, sino de usarlos. Y la única pena que le impuso al mancebo fue esperar a que follase primero a Iñigo, haciéndole mimos y caricias. Y más tarde lo montó a él azotándole el culo con las manos y llamándole perra celosa.
Recorrieron callejas sucias y ruidosas, yendo los señores y los pajes montados en sus caballos y el resto a pie y cargando los bultos. Y al doblar una esquina apareció ante ellos la portada blasonada de un palacio urbano, sin que tras ella pareciese que hubiese algún patio o jardín. Nada más traspasar el umbral, entraron en un zaguán de piedra en cuyo frente descendían dos tramos anchos de una escalera con amplios peldaños de mármol, que se unían en el centro a la altura del primer piso, dejando entre ellos un arco de entrada a un patio de caballos con anchura suficiente para un carro. Sin duda era una mansión lujosa y señorial que no daba la impresión de su grandeza desde el exterior.
El padre de Girgio, Don Piero, bajaba a recibirlos y al conde le extrañó que no le acompañase su esposa. No se había mencionado si era viudo. Y, aunque así fuese, por su edad tendría otra mujer, como era normal entonces. En cualquier caso no quiso ser indiscreto y dejó que las cosas transcurriesen por sus cauces, sin precipitarlas ni adelantar conclusiones. Tras los saludos, el propio Giorgio los acompañó a las habitaciones que les habían reservado. Y el primer contratiempo surgió de inmediato. A los dos señores se les había alojado en dos amplios dormitorios para ellos solos, mientras que a sus pajes se los metía a todos juntos en un habitáculo de la planta baja, cerca de la cocina. Y el problema era mayor puesto que Don Piero no había contado con los esclavos moros ni con los ocho negros. Girgio estaba azorado y no sabía como resolver la situación. Porque el resto del espacio que pudiera quedar libre, lo ocuparían los chavales sicilianos, ya que allí no tenían casa donde meterse. Y eran tres más para acomodar en el palacio.
Y Froilán, siempre al quite de los apuros de un buen mozo, se le ocurrió una idea. Y la expuso: “Digo yo, que ante esta situación y teniendo en cuenta que el alojamiento no llega para todos, propongo que nos apretemos un poco y hagamos sitio de alguna forma... Y para ello, viendo lo grandes y espaciosos que son los dos aposentos que se nos ofrecen al señor conde y a mí, que podrían caber tres sin estar apretados ni revueltos, sería mejor que mi amigo Don Nuño lo comparta con sus dos pajes, que así lo atenderán y servirán en todo. Y yo me sacrificaré a tener conmigo al mío y a uno de los jóvenes sicilianos. Por ejemplo a Aldo. Y donde iban a dormir los pajes, lo harán los dos eunucos con dos de los guerreros negros. Que podrían ser Ali y Jafir, ya que son los de menos edad. Y los otros seis guardias, se quedarán cerca de los establos y se turnaran para vigilar la casa y los caballos. Y ahora sólo falta hacerles un hueco a dos chicos. Y no creo que sea un problema que se queden contigo, Giorgio, aunque duerman en el suelo. Tú que opinas, Nuño?”. “Creo que tu distribución es perfecta, Froilán. Como siempre sabes buscar la mejor solución para todos·, afirmó el conde. Y a Giorgio y su padre no le quedaron más cojones que aceptarla y darle las gracias a Froilán por su colaboración. Y el único que echaba humo por la orejas era Ruper.
Después de una cena ligera, es decir solamente compuesta por tres platos y postres, todos se retiraron a sus respectivos aposentos. Y Nuño, al darle las buenas noches a Froilán le dio una palmada en el hombro, diciéndole: “Desde mañana tienes otro paje. Porque ese culo no sale entero de esa habitación, si es que todavía es virgen”. “Crees que lo será?”, añadió Froilán. “Y que más te da!. Te gusta y eso es suficiente si él no pone reparos. Si pone el culo, dale fuerte una vez que se la hayas clavado entera. Y si se queja mucho zúrrale y tendrás otro esclavo en dos días”, dijo el conde. “Me gusta y será mío. Ya le toqué el culo y la polla y no sólo se dejó sino que estaba empalmado”, alegó Froilán. “Y cuando fue eso?”, pregunto Nuño. “En el barco. Mientras tu hablabas con los nobles canosos, yo confraternizaba y ganaba adeptos para la causa entre los más jóvenes. Y ya cayó uno, por lo menos”, se jactó el muy puto de Froilán.
Quizás esa noche podía ser muy larga para algunos, pero para Nuño y sus dos esclavos no sería una más, porque para ellos cada noche era única e irrepetible. Nuño tenía ganas de sentir el latido de los dos chavales y ver sus caras aguardando su deseo. Pero ese latido que necesitaba también era oírlos y saber sus impresiones por todo lo que estaban viviendo. Casi no necesitaba que Guzmán le hablase para saber cual era su pensamiento, pero con Iñigo era diferente. Hacía menos tiempo que lo conocía y puede que su carácter fuese más reservado que el del mancebo. O también que tuviese menos confianza con él que el otro chico. El caso es que quiso prestarle más atención al joven muchacho y empezó por sentarlo en sus rodillas como si aún fuese un niño al que hay que contarle un cuento antes de dormir.
Y el conde le dijo a Iñigo: “Te he observado varias veces esta tarde y me pareció que hay algo que te preocupa. Incluso ahora te noto algo tenso. Qué piensas?”. Iñigo miró a su amo con cara de duda y le preguntó:”Sobre qué?”. “Sobre todo”, dijo el amo. El chico bajó la mirada y respondió: “Pienso en ti y en Guzmán. Y también en todos los peligros que nos esperan aún”. “Tienes miedo?”, le preguntó el conde. “El peligro me asusta, pero no quiero tener miedo. Y creo que tengo suerte de servirte y poder convivir contigo y con Guzmán. Os amo a los dos. Y si te refieres a todo lo que ha sucedido hoy, diré que no me sentí cómodo a veces... Creo que alguno de los señores que estaban en el castillo me miró de un modo obsceno. Y sentí que te ofendían a ti con ello”. “También mirarían a Guzmán y a Ruper”, alegó Nuño. “No de la misma forma”, aseguró el chico. “Tú te has dado cuenta de eso, Guzmán?”, preguntó Nuño. “Sí, amo. Iñigo tiene razón. Su pelo y sus ojos y el color de su piel le atraen a esta gente. Y además es demasiado guapo. Y eso empeora las cosas”, contestó el mancebo. “No pretenderás que lo meta en un saco!”, exclamó el conde. “No, amo. Nos privaría a nosotros del placer de verlo durante el día”, dijo Guzmán riendo. “No te burles, Guzmán”, protestó Iñigo. “No me burlo porque sé muy bien lo que es eso y como queman algunas miradas”, dijo Guzmán sin risas.
“Creí que vosotros no os habíais dado cuenta... Tanto Don Lorenzo il Alpiano como Giovanni di Julia se quedaron ensimismados viéndote esos cabellos que parecían de oro al darles el sol. Pero aún sin mirarte hubo otro que me dio mala espina. Y fue el alcaide del castillo· “Sí que lo miraba, amo. Y aunque disimulaba a mí no se me escapan esas miradas”, afirmó Guzmán. “Ese Don Angelo no es trigo limpio”, sentenció el conde. “Bueno. Pero ese no resulta peligroso porque ya no estamos en esa fortaleza”, dijo Iñigo. “Eso no es óbice para no andar con cuidado”, dijo el conde tajantemente. “Amo. Y que opinas de don Asdrubale?”, preguntó Guzmán. “También te parece sospechoso?”, preguntó a su vez el conde. “Vi en el algo raro. Un aire severo que no era resultado de su carácter autoritario, sino de otra cosa”. “De ser dominante y perverso como todo amo que usa esclavos para satisfacer su sexo y sus deseos?”, insinuó Nuño. “Sí, amo. Tú también te diste cuenta”, aseveró el mancebo. “Creéis que ese hombre también tiene esclavos para follarlos?”, exclamó Iñigo. “Digamos que para usarlos y que le den el placer que él quiera”, añadió Nuño. “Y vive en una antigua villa romana, según me dijo Giorgio”, apuntilló Guzmán. “Donde”, preguntó el conde. “En Portici. Entre Napoli y Ercolano, como ellos les llaman”, añadió Guzmán. “Vaya con Don Asdrubale de Ponto!. Qué bien se lo debe montar”, exclamó Nuño. Y añadió: “En cuanto se lo cuente a Froilán ya se estará imaginando docenas de ninfos desnudos correteando por los jardines y las fuentes y estanques de la villa romana. Una verdadera bacanal!. Seguro que nos invita. Pero yo no comparto a mis esclavos con nadie. Así que os dejaré en casa ese día. Y será mejor que Ruper se quede también”. “Espero que no llegue nunca esa invitación, mi señor”, dijo Guzmán, saliéndole la frase del alma.
Y Nuño lo agarró por las orejas y lo puso de rodillas ante él. Y no tuvo que recriminarle o zurrarle para que le pidiese perdón. Pero el conde no tenía ganas de castigar a sus esclavos esa noche, sino de usarlos. Y la única pena que le impuso al mancebo fue esperar a que follase primero a Iñigo, haciéndole mimos y caricias. Y más tarde lo montó a él azotándole el culo con las manos y llamándole perra celosa.
martes, 11 de octubre de 2011
Capítulo XXXV
Al bordear la costa rocosa de Megaride entraron en una rada natural, donde fondeaba otro barco, pequeño para cruzar un mar proceloso, pero suficiente para cruzar el mar Tirreno de Nápoles a Palermo. Sus velas estaban arriadas y no se veía otra actividad dentro de la embarcación que no fuese la presencia de unos pocos guardias para su custodia. Giorgio le dijo al conde que era la nave del regente. Ya que después de entrevistarse con él, Don Manfredo regresaría a la capital del reino en Sicilia. Todos miraron hacia la ciudad, echando un vistazo a su torres y campanarios, dado que casi podían tocar Nápoles con la mano, pues el islote está al suroeste de la urbe y a un palmo de la costa.
Al desembarcar, Nuño les dijo a sus pajes que no se separasen para nada y dejó en el barco a los eunucos y a cuatro africanos, entre los que estaban los dos más jóvenes. Froilán también le ordenó a Ruper que no se despegase de los otros dos pajes, pasase lo que pasase. Giorgio miraba a los otros chicos, tan jóvenes como él, o incluso más, como en el caso de Iñigo, pero no entendía muy bien que papel jugaban al lado de los dos caballeros. Ellos les llamaban pajes, pero los cuidaban como si fuesen hijos y los miraban con más atención que si fuesen sus mujeres. Y hasta parecía que los chavales más que obedecerlos los adoraban. En cualquier caso al joven napolitano le daba igual lo que se cociese entre ellos. El sólo tenía que llevarlos ante el regente y luego guiarlos hasta la casa de su padre por el momento.
Les condujeron hasta el salón principal del castillo y allí los esperaba el regente de Sicilia. Manfredo se dirigió al conde con los brazos extendidos en señal de abrazarlo y dijo: “Conde Nuño dejad que al abrazaros estreche más mi relación con los nobles reyes de Aragón y Castilla. Es un honor para este reino recibir a tan alto embajador que lleva en sus manos el futuro del trono de un imperio”. El conde no rechazó el efusivo saludo del regente, pero en su interior tuvo que admitir que aquel tipo no le caía simpático. Y pensó también que si era en todo tan exagerado y desorbitaba las cosas de ese modo, sus planes y proyectos debían ser imposibles por desmesurados. Decir que en sus manos tenía el futuro de la corona imperial, más que un halago le sonaba a una fanfarronada indigna de un hombre cabal. En sus manos sólo tenía el encargo de su rey para hablar con quienes podían ayudarle a lograr ese trono. Pero el destino del rey de romanos no dependía de él. Y menos de su poder. Más influencia en eso tenía Roma y eso sí era un obstáculo difícil de superar. Al fin y al cabo quien coronaba al emperador ere el pontífice, Y el Papa Alejandro no estaba por la labor de ceñir esa corona en las sienes de Alfonso X de Castilla y León.
Hablaron largo y tendido con Don Manfredo de cosas relativas a los diferentes reinos predominantes en Europa y también sobre la estrategia a seguir para conseguir adeptos a la causa de Alfonso X. Estaba claro que serían más proclives a ella las ciudades estado de Italia, que cualquier ducado bajo el dominio de un príncipe. Puesto que a esas repúblicas no les interesaba fortalecer el poder del papado frente al rey de romanos. Y a los grandes señores, de cuyas familias habían salido ya varios pontífices, siempre eran más partidarios de inclinarse por los intereses de Roma y no por los de otro príncipe con título de emperador. Y, consiguientemente, éstos se alinearían con los güelfos y los otros con lo gibelinos.
Pero de lo que más se preocupó Froilán fue de ver el elenco de jóvenes que rodeaban al regente. Eran una docena de muchachos que ninguno de ellos superaba los veinticinco años y alguno todavía andaría por los quince, que asombraban al más pintado por sus cuerpos esculturales y su belleza mediterránea. Las calzas muy ajustadas les destacaban a todos unas portentosas ancas, marcándoles notoriamente el paquete en la entrepierna. Y tanto el color tostado de su piel como los cabellos oscuros y rizados o simplemente ondulado en algunos casos, les daban a sus rostros de ojos pardos, verdes o negros, un misterioso encanto que al noble primo de la reina de Castilla lo dejó intrigado primero y al poco tiempo ya estaba prendado de más de uno de esos hermosos y raciales jóvenes. Que, a su juicio, sólo podían ser fruto del fuego del Vesubio y el aire del mar.
Y Froilán le preguntó a Giorgio quien eran y que hacían con el regente. Y cual no sería su sorpresa al decirle el chico que esos mozos, todos de nobles familias de Sicilia y Nápoles, serían quienes los acompañasen durante su estancia en Italia y le ayudarían a él a guiarlos y encargarse de su seguridad. Al noble aragonés casi le da un pasmo al oír aquello y su imaginación se puso a maquinar algún encuentro íntimo con más de uno de los chicos. Pero pensó que quizás los más jóvenes no debían arriesgar su integridad en una misión tan arriesgada como supondría acompañarlos al conde y a él día y noche. Así que quiso hablar con Nuño del tema y ambos se excusaron para tratar el asunto en privado. A Nuño le pareció un inconveniente llevar con ellos a esos muchachos. Más teniendo en cuenta la clase de relación que mantenían con sus pajes.
Pero Froilán estaba demasiado entusiasmado con la idea de ver y tratar a unos jóvenes tan sugerentes y le dijo al conde que sería un desprecio imperdonable hacia el regente rechazar esa colaboración que les brindaba. Si le dio la razón a Nuño en que doce eran muchos, fue por ceder en algo. Y no le negaba al conde que a ellos nadie los protegería mejor que los ocho imesebelen y su propias espadas. Sin embargo, Nuño se mantenía firme en convencer a Don Manfredo para que la oferta se limitase a los más hechos, dejando en sus casas a los que tuviesen menos de dieciocho años. Con lo cual, según los datos de Giorgio, sólo quedarían cinco. Cuyos nombres de mayor a menor eran: Fredo, Jacomo, Luiggi, Aldo y Leonardo. El primero, siciliano, era el único que alcanzaba los veinticinco, ya que los dos siguientes tenían dos y tres años menos y eran de Nápoles. Y los dos menores no llegaban a los veinte, llevándose un año de diferencia nada más y venían de Sicilia como el mayor. Y la verdad es que uniendo al grupo a Giorgio, resultaba una tropa muy aceptable para lucirlos en los salones de la corte. El problema para Nuño consistía en si le darían el mismo juego empuñando un arma y batiéndose con algún enemigo.
Pronto quedó zanjado el tema con el regente. Pero a los que claramente no les hicieron ninguna gracias esos chicos fue a los tres pajes. Guzmán torció el morro al enterarse que tendrían que aguantarlos tanto tiempo. E Iñigo no hizo ese gesto, pero apretó los puños por no gritar. Ruper se lo tomó peor, porque sospechó cuales eran las intenciones de su amo respecto a tanta carne nueva y recia. Pero ellos sólo eran esclavos y lo que pensasen o temiesen les traía al fresco a sus amos. Y nada tenían que objetar si sus señores se llevaban a la cama a cualquiera de ellos, dejándolos de lado mientras tanto. Los amos son los que disponen y los esclavos solamente obedecen y los sirven. Y aún con rabia, los tres pajes tenían que admitir que los seis muchachos estaban muy buenos y resultaban muy atractivos para solazarse con ellos.
Como decía Froilán: “Menudos culos y que cacho pollas deben tener estos napolitanos o sicilianos. O lo que sean. Que me da lo mismo!. Qué cabrones!. Menudo polvo tienen todos!. Podría mamársela a más de uno, sin dejarle el culo cerrado por más tiempo”. Y Nuño le decía: “No niego que están muy bien. Pero cuida que no te abrase su leche si su fuego es igual que la lava del volcán que amenaza sus vidas. Y no descuides a Ruper, porque ya he visto más de una mirada libidinosa sobre las nalgas de nuestros pajes. Piensa que para muchos pueden resultar más guapos que todos eses chavales juntos”. “Vale, Nuño. Pero no me quites tan pronto la ilusión de comerme a uno de esos bombones. Qué orgía podría montarse con ellos!”, protestó Froilán.
Habían pasado bastante tiempo en ese castillo y todos convinieron en que ya era la hora de abandonarlo para dirigirse a Sicilia el regente y ellos a Nápoles con Giorgio y el resto de los muchachos. El primero en abandonar el islote fue Don Manfredo y al poco tiempo le siguieron el conde y su comitiva. Incrementada ahora con todos los muchachos que además de Giorgio los escoltarían. Y, también otros tres que eran napolitanos y tenían que volver con sus familias. Los otros cuatro se habían ido con el regente porque eran sicilianos. En total el número de personas a bordo aumentó en catorce más, puesto que también se llevaron con ellos a cinco prohombres del reino, que también vivían en Nápoles. Y de momento irían todo en el mismo barco.
Zarparon para hacer una corta travesía hasta el puerto de la ciudad. Y ese poco tiempo le dio a Froilán la oportunidad de pegar la hebra con uno de los chicos. Se trataba del siciliano Aldo. Y el noble amigo de Nuño le sonsacó al chaval la vida y milagros de sus parientes y, sobre todo, de él mismo. Y, por supuesto, quedó convencido que ese muchacho no le haría ascos a una buena verga como la suya. Porque incluso llegó a meterle mano con la complacencia del chaval. Y Ruper estaba de los nervios al ver a su amo tan amable con otro chico. Y más al notar que lo sobaba sin el menor pudor por parte de ambos. Al menos un objetivo iba a cumplirse, aunque fuese de Froilán y no del rey Don Alfonso.
sábado, 8 de octubre de 2011
Capítulo XXXIV
Ocuparon un cuarto pequeño, en la parte baja del figón donde se hospedaron los amos y sus pajes. Y Abdul pudo cumplir su fantasía de ver a su lado a Hassan penetrado por Ali y puesto como él a cuatro patas sobre un humilde catre, que le pareció el lecho más lujoso de la tierra al estar empalado por el culo y notar el capullo de la verga de Jafir acariciándole el segundo esfínter. Cada pareja ocupaba su camastro y los eunucos se miraban con los ojos húmedos, gimiendo y babeando como potrancas en su primer celo, aplastados por los fornidos cuerpos de los dos moruecos, que resoplaban como búfalos apretando las caderas contra las nalgas de los frágiles castrados.
En el piso de arriba, la escena no variaba demasiado. Y en otro cuarto era Froilán quien montaba a pelo a su paje, dándole por el culo hasta hacerle sangrar el ano, mientras que en la habitación vecina, Nuño se pasaba por la piedra a sus dos muchachos. Y digo por la piedra, porque literalmente era así. En ese modesto alojamiento había a cada lado de la ventana unas asentaderas de piedra, que en la lengua del noroeste del reino de León y más concretamente en el de Galicia, se las denomina faladoiras, al sentarse en ellas las mujeres para charlar de ventana a ventana. O, también, una frente a otra de paso que cosen o bordan en bastidor. Pues bien. El conde primero se folló al más joven, sentándose allí y mirando por la ventana lo bonita que lucía esa noche la luna. Le metió un casquete merecedor de pasar a una antología del sexo entre hombres. Y el chico vio más estrellas en la oscura bóveda celeste de las que ningún humano es capaz de adivinar siquiera. Y para que quedase más completo el chico, con su boca hambrienta le chupó la polla Guzmán. Porque Iñigo estaba sentado de espaldas al amo y atornillado en su verga y su compañero se la puso a huevo plantándose delante de él.
Luego charlaron los tres de muchas cosas e incluso de planes tanto inmediatos como futuros. Y comieron algo de fruta fresca y bebieron agua de un manantial, que el posadero les aseguró que curaba todo enfermedad por ser milagrosa. Y al reponerse los cojones de Nuño, llevó a Guzmán hacia la ventana y le obligó a apoyar las manos en uno de los asientos. Le dio unos cuantos azotes en las nalgas, porque le dio la gana y además hacia días que no le calentaba el culo, y, con la carne caliente y rosada, pegó su pubis a ella perforándole el ano con la polla. Y no fue menos antológico el polvo. El mancebo hasta chilló como un perrillo apaleado. Pero terminó jadeando y maullando mucho antes de que su amo parase de darle caña y se vertiese dentro de su vientre. Y no hubiese hecho falta que mamase la polla de Iñigo para correrse, pero como el chaval ya estaba empalmado otra vez, el amo le permitió darle su leche en la boca a Guzmán.
Insisto en que se los pasó por la piedra a los dos. Y luego juntaron los dos lechos y se durmieron como niños satisfechos, ocupando los chavales el mismo colchón. Cada vez se querían más esos dos chiquillos e inconscientemente terminaron juntos en el mismo lado y sobre el mismo catre, enlazados con brazos y piernas. Y Nuño hasta lo agradecía porque podía dormir a sus anchas y sin que le diesen demasiado calor durante la noche. Además, si quería usar a uno de ellos o a los dos juntos, sólo tenía que alargar la mano y arrastrarlos a su cama para hacerles lo que le apeteciese. Eran sus esclavos y carne para su placer. Pero el amo no vio como en mitad de la noche Iñigo besaba a Guzmán en los párpados, la nariz y los labios, sin casi rozarlo para que no despertase el precioso muchacho. Y se volvió a dormir con cara de soñar algo hermoso que le hacía esbozar una amplia sonrisa.
Y quizás parte de ese sueño se hizo realidad por la mañana, puesto que el conde le ordenó desayunar la leche de Guzmán y a éste la suya, después de servirse del culo del mancebo para aliviar sus propios huevos. Y volvieron a emprender la marcha a caballo para embarcar rumbo a la región de Campania. A los de la posada les hizo reír ver a Ruper demasiado escarranchado de piernas al andar. Pero el chico llevaba el culo escocido como el de un mandril. Al ser solo uno para satisfacer a su amo, podría pensarse que el agujero del chaval soportaba más cargas de semen que el de los otros dos pajes. Y no era del todo cierto. Lo que pasa es que los otros dos disimulaban mejor la picazón en el ojete y el ardor en las nalgas. Todo era cuestión de adiestramiento y costumbre.
Pasaron el estrecho y navegaron con imperturbable bonanza hasta avistar la costa de Nápoles, sin galernas que los amedrentasen ni truenos bramando entre negros nubarrones. Ni tampoco intentos de agresión u osados violadores de culitos en flor. Por lo que no hubo más muertos a bordo por caerse al mar al estar borrachos. Se acercaban raudos a tierra con todo el velamen desplegado y henchido como palomas pechugonas, flagelando el aire con los colores de la enseña catalana. Y a menos de cinco millas del puerto, divisaron una barca de vela latina que se dirigía hacia ellos.
La pequeña embarcación enarbolaba el pabellón del rey de Sicilia y al acercarse más, se arrimó a la mura de babor del barco y un oficial pidió hablar con el conde de Alguízar. Dos tripulante lanzaron una escalerilla de soga y el soldado subió a bordo para hablar con el conde. Se trataba de un joven mensajero del regente. enviado para comunicarle que se dirigiesen al islote de Megaride, donde el poderoso señor los aguardaba para darles la bienvenida al reino. Nuño preguntó si estaba ahí el palacio real. Y el mensajero, señalando con el dedo unas torres que ya se veían recortadas contra un cielo intensamente azul, le dijo: “No, mi señor. Ese es el castel dell'Ovo. Es muy antiguo y dicen que el gran Virgilio escondió en su interior un huevo que soportaría la estructura de la construcción. Y si llegase a romperse, se derrumbaría la fortaleza y la ciudad padecería enormes catástrofes... Sólo es una leyenda, mi señor. Y ese castillo era parte de una villa romana, que perteneció a Lucio Licinio Luculo y posteriormente la fortificó el emperador Valentiniano III. En ella se refugió Rómulo Augusto al ser depuesto. Y ahí murió poco después. Esa villa fue el escenario donde llegó a su fin la vida del último emperador de Roma... Hace tres siglos mis antepasados lo arrasaron para evitar que cayera en manos sarracenas. Y sobre el año mil cien, los normandos lo reconstruyeron”. “He de admitir que es todo un lujo visitar un lugar con tanta historia”, dijo el conde antes de agradecerle la ilustrativa información al soldado. Y añadió: “Desembarcaremos lo justo y también los caballos para llegar al castillo. Pero dejaremos todo lo demás a bordo, ya que tendremos que proseguir la navegación hasta atracar en el puerto de la ciudad”.
Pero el conde, más por curiosidad que por recelar algo, le preguntó al mensajero: “Y el joven rey dónde está?”. “En el palacio real, mi señor”, respondió el oficial. Y al ver la expresión del conde, que a todas luces requería algo más de su respuesta, añadió: “Ese palacio está en Palermo. En la isla de Sicilia. Y es donde vive el rey y su corte, porque allí se trasladó al reinar la Casa de Suabia. Y el antiguo palacio de los normandos se abandonó. Está en el camino hacia Capua. Y por eso se le llama El castel Capuano. Lo construyera Guillermo I de Sicilia, que fue el primer rey de Nápoles al fundar el reino los normandos. Pero ahora está muy deteriorado y no sirve para albergar a la corte. Por eso. Al venir vuestra señoría a Nápoles en lugar de ir a Palermo, el regente os recibe en ese castillo, aunque esté en un islote. Pero no os preocupéis que en la ciudad os albergaréis en la casa de mi padre Don Piero de Cremano. Es tan digna como permite la riqueza de mi familia y en ella no os faltará de nada, ni a vos ni a vuestros acompañantes, mi señor”.
Nuño empezó a darse cuenta que aquel joven no era un simple soldado ni un mensajero cualquiera. Y le preguntó el nombre. Y el muchacho respondió: “Giorgio, señor. Y soy el primogénito y el heredero de mi noble casa”. El conde se fijó en él y vio ante sus ojos un chaval, más o menos de la edad del mancebo, moreno de tez y pelo y ojos castaños, que incluso bajo la capa dejaba adivinar unas formas de hombre muy atractivas. Y le dijo al muchacho: “Gorgio, te doy las gracias en nombre de los míos, entre los que incluyo a mi buen amigo Don Froilán y a su joven paje, y deseo que se las trasmitas a tu noble padre en cuanto te sea posible”. El chico se inclinó graciosamente y respondió: “Señor, las acepto en su nombre. Pero vos mismo podréis dárselas, ya que lo veremos al mismo tiempo. Pues debo ser vuestro guía y acompañaros hasta allí”. “Será un placer que nos acompañes, joven Giorgio”, concluyó el conde, mirando a Froilán con una sonrisa más que maliciosa. Y entre una cosa y otra llegaron a las orillas del islote.
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