Autor: Maestro Andreas

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Autor Maestro Andreas

lunes, 26 de septiembre de 2011

Capítulo XXIX


No les dio tiempo ni al rey ni al conde a levantarse y cayeron sobre ellos los tres follones dispuestos a cortarles el gaznate con sus estiletes. Eran tres sombras oscuras que surgían de la noche, como seres incorpóreos del mundo de las tinieblas. El conde sólo pudo proteger con su cuerpo al monarca y notó el peso de un hombre sobre su espalda, mientras que otra sombra rondaba en torno suyo buscando un resquicio para herir de muerte al rey de Aragón o a él mismo. Con la premura de la acción, no pensaba en el tercer atacante. Pues lo importante ante todo era la vida del rey y echando mano a su daga la hundió en lo que le pareció carne humana sobre la suya.

Y por suerte acertó a clavarla en un costado del vientre de su agresor. Se liberó de ese modo y reaccionó con la agilidad de un leopardo para enfrentarse al otro que pretendía la muerte de Don Jaime. O quizás la suya. Ahora ya nada estaba tan claro, pues el herido se revolvió contra él y no intentó nada contra el rey que ahora estaba desprotegido. Don Jaime no llevaba armas y se sintió inútil al estar inerme para la lucha y ayudar a Nuño a repeler la acción de los asesinos. Pero el rey se dio cuenta que el tercero caía al suelo agarrándose la garganta con las dos manos. Y detrás de ese oscuro sujeto, aparecía otra figura esbelta con una rutilante daga en la diestra. Y que a pesar de la oscuridad, se distinguía el rojo de su vestimenta.

Ese rápido atleta pegó un brinco en el aire y se dejó caer encima del renqueante herido, para rematarlo con la misma facilidad que un matarife corta el pescuezo de una res. Nuño sólo veía a su oponente y los puñales aferrados en las manos se disputaban el derecho de ser el primero en matar al otro. El joven de rojo se dio prisa en atender al rey y ver si le habían lastimado. Y entre tanto, el conde engañaba con un amago al tercero y le asestaba una mortífera cuchillada en el abdomen. Ya sólo quedaban sobre el suelo enlosado del patio tres hombres estupefactos todavía por lo sucedido y tres cuerpos inertes cubiertos de sangre.

Nuño se volvió hacia el rey y el muchacho, que todavía mantenía en guardia su corto acero, y dijo: “Majestad, ya tenemos a nuestro príncipe otra vez en acción. Nunca puede estar quieto y desobedece sistemáticamente las órdenes cuando no le gustan. Pero no puedo dejar de agradecerle una vez más su valiosa ayuda para salvar el pellejo”. El rey sujetó con fuerza la mano izquierda del chico y añadió: “Soy el segundo rey al que le salvas la vida. Y eso además de ser un verdadero honor para mí, estaré en deuda contigo mientras viva, Guzmán”. Pero el mancebo no se atrevía a darle las gracias al rey por esas palabras. Y el conde le dio ánimos: “Su majestad sabe quien eres y no tenemos nada que temer. Se une a nuestro secreto y por su honor, que es notable, nunca revelará a otros tu identidad. Agradece a su majestad su condescendencia contigo”. “Gracias, mi señor. Pero la generosidad de vuestra majestad me abruma”, dijo Guzmán inclinándose ante el rey.

Y Don Jaime se enganchó del brazo del mancebo y dijo: “Vayamos dentro donde el aire no sea tan peligroso para la salud.... Ah!. Aquí sólo han muerto unos espías que osaron abortar vuestra misión. Y si es preciso los haremos pasar por italianos o bávaros, eso da igual. Pero mi vida no era su objetivo. No me interesa ahora que cunda el rumor de un atentado contra mi persona. Y a ti, joven infante, no puedo concederte honores ni títulos, pero si debo darte mi amistad y este anillo que llevo en el anular. Su mérito no está en su valor, pues solamente es de oro y no lleva engarzadas ni gemas ni tiene otro adorno que las armas de Aragón. Pero te abrirá las puertas de mis reinos y a quien se lo muestres sabrá que eres un caro protegido del rey... Tómalo, Guzmán y haz uso de esta alhaja cuando lo necesitas realmente”. “Gracias, majestad. Pero no necesito más que la protección de mi señor el conde”, afirmó el chico. Y el rey le respondió: “Ya sé todo eso. Pero este anillo también le puede salvar a él.... Cógelo y no se hable más del asunto”. “Sí, mi señor”, acató el mancebo.

“Vamos, conde y deja de mirar esa carroña. Mis guardias los despedazarán y los harán desaparecer sin que nadie los eche de menos. Y si alguien extraña su ausencia se habrá delatado y el castigo será ejemplar. Y de las averiguaciones pertinentes para esclarecer estos hechos se encargará mi fiel Artal de Alagón, hijo de uno de mis mejores nobles, Don Blasco de Alagón, que Dios tenga en su gloria.... Los freiré en aceite hirviendo cuando dé con ellos”, sentenció el rey abandonado el patio. Y al volver solos al salón el conde y el mancebo, Nuño hizo una seña a Froilán y rápidamente Iñigo y Ruper, ya estaban a su lado.

Anduvieron sin detenerse ni mirar para atrás por las callejas y plazas que separaban ambos palacios, flanqueados por los cuatro africanos, cuyas diestras asían los puños de sus cimitarras. Y el conde le iba contando a Froilán, a grandes rasgos, parte de la conversación con el rey. Sin mencionar la lucha ni, lógicamente, los acuerdos de éste con Manfredo. Ni tampoco dijo nada sobre lo que planeaba Don Jaime respecto a esos reinos del sur de Italia. Lo que no le ocultó fue la sagacidad del monarca al descubrir el engaño sobre la muerte ficticia del mancebo. Pero le tranquilizó asegurándole que tenía buenas razones para confiar en la palabra y discreción de su majestad.

Iñigo sospechaba que había algo más que no contaban, pero no indagó ni mostró su curiosidad por saber que era. Supuso que pronto se lo dirían, dado que al convivir tan juntos los tres, era complicado ocultarle cualquier cosa al chaval. Y no se equivocaba. Al quedarse solos en el dormitorio, Nuño le relató la nueva hazaña de Guzmán, con todas sus consecuencias posteriores. Y le mostró el anillo real que Don Jaime le había dado al mancebo. Iñigo abrazó impulsivamente a su compañero y lo apretó contra su pecho con todas las ganas de su afecto hacia él. Y exclamó: “Doy gracias porque no os ha pasado nada ni a vos ni a él, mi señor. Pero hubiera querido estar allí también para pelear a vuestro lado. No podría vivir solo otra vez”.

Nuño se acercó a los dos muchachos y cogiéndolos por la cintura a ambos les ordenó que se desnudasen. El también se despojó de todos los arreos y trapos que llevaba puestos. Y en pelotas los tres, el conde tomó la batuta para dirigir el concierto a tres cuerpos por todo lo que les restaba de la noche. Los chicos se arrodillaron y el amo les dio a comer su polla. Le basaron los huevos y lamieron el culo de su señor. Y luego Nuño les ordenó ponerse en pie y fue él quien se agachó para comerse las partes de sus dos chicos. Y lo hizo por partes, desde luego. Primero el pito, después los cojones prietos y juguetones, como corresponde siendo todavía unos adolescentes. Ellos se besaban en la boca y se lamían las orejas y las mejillas. Y se tocaban los pezones y todo el pecho. El amo metió la lengua en los anos de los chavales y los folló con ella. Los críos jadeaban y el gusto les hacía alucinar y ver luceros y un firmamento de estrellas multicolores. Y no sólo era por la húmeda caricia dentro del culo, sino también por las cachetadas en las nalgas que les daba el amo con ambas manos y al mismo tiempo a los dos.

Les calentó la carne con azotes y palmadas y les retorció los pezones mientras les mordía los labios y chupaba sus mejillas. Eran sus dos juguetes de carne y hueso, que vibraban como arpas al rozarles las cuerdas de los sentidos. Les habló a los dos con palabras en tono seductor y les susurró un canto amoroso para que soñasen en sus brazos al entregarse a él. Y les hizo el amor, también a los dos muchachos. Ellos gemían, temblaban y se estremecían a un mismo tiempo. Y el amo gozaba y sentía que su alma se unía a la de sus dos esclavos. Les folló el alma y vertieron su semen los tres en más de una ocasión durante esa noche. Y secos y agotados se durmieron entrelazando los brazos y las piernas. No les quedaba ni saliva ni esperma, pero estaban llenos de amor y de paz. Y daba gusto ver unos cuerpos tan hermosos y tranquilos tumbados sobre el mismo lecho. Sin duda el conde era feliz con sus dos jóvenes esclavos. Y ellos eran dichosos por ser el objeto de su placer.

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