Ya tenían a su espalda las puertas de Soria y marchaban a la cabeza de una corta tropa, el conde y Don Froilán. Les seguían tres muchachos orgullosos de ir con los dos caballeros. E inmediatamente después, trotaban en caballos menos briosos dos frágiles chiquillos vestidos de moros. Y, también con atuendos de ese estilo, cerraban la comitiva ocho negros enormes y muy musculosos que cortaban la respiración de quienes se cruzaban con ellos.
Los dos nobles señores habían perfilado con el rey la estrategia para promocionar su candidatura al trono del Sacro imperio Germano Romano, lo cual no era una empresa fácil dada la enemiga oposición del papado, apoyado por los güelfos, mostrándose decididos partidarios de entronizar en ese solio al hermano de Enrique III de Inglaterra, como ya se dijo. Pero tanto el monarca como sus nobles estaban convencidos de triunfar en su empeño y no escamotearían esfuerzos ni medios para lograrlo con la ayuda de los gibelinos. Don Alfonso X les reveló sus temores acerca del reciente atentado y les recomendó que abriesen bien los ojos y fuesen precavidos durante el viaje. Porque el monarca sospechaba, no sin fundamente, que el ataque frustrado contra su persona era cosa de los seguidores de la casa de Babiera, enemigos de la de Suabia y eternos rivales en la lucha por la corona del imperio.
Según les dijo el rey al conde y su amigo, los Monteros reales localizaron pruebas que delataban la presencia de italianos en el castillo, que mezclados entre los titiriteros y volatineros que amenizaron el convite esa noche, habrían intentado segar la vida del rey atacándolo en sus aposentos al terminar la cena. Nuño objetó algunas dudas al respecto, pero terminó aceptando la versión de un atentado político dirigido desde Babiera. Descartando de momento sus anteriores sospechas respecto al infante Don Fradrique. Aunque seguía sin tenerlo demasiado claro todavía. Y Nuño aprovechó la audiencia real para solicitarle a su Señor que le permitiese ceder a su pequeña hija Elvira el marquesado de Asuerto, heredado tras la muerte de su infame tío político, porque le repateaba el hígado ostentarlo y que alguien se dirigiese a él nombrando ese título.
Y el conde estaba contento por conseguir del rey cuanto quería. Y más por reconvertir sus recomendaciones a la prudencia en la conveniencia de reducir el séquito lo más posible para facilitar el viaje y desplazarse con más rapidez al no tener que arrastrar tanto carro ni avituallamientos ni demasiada gente de armas. El conde, secundado por Froilán, convencieron al soberano que tan sólo con sus pajes, los dos criados capados y los ocho guerreros negros, les bastaba para llevar a buen fin la aventura y llegar hasta Pisa sin graves percances. Lo que no mencionaban era que de esa manera y al no haber ojos que no supieran la verdad, Guzmán no tenía que ir con faldas ni velos y volvería a montar a horcajadas su caballo negro como un macho y no como las hembras. Y eso fue lo que más le gustó al muchacho cuando se lo dijo su amo.
Guzmán volvería a montar sobre Siroco a sus anchas y llevaría a la espalda el arco y el carcaj con flechas y seguiría a su amo galopando veloz y libre de trapos y sayas estúpidas que lo incomodaban de un modo atroz. Prefería ir con poca ropa, o mejor desnudo y montando a pelo y no perder tiempo quitando cosas de encima para que su amo le diese una zurra por algo o le jodiese el culo a pollazos como premio por su puntería o sólo por el placer de usar al esclavo como a una puta cualquiera, saciándose con su ano como si fuese el mejor y más caliente coño sobre la tierra.
Ahora les daba el aire en la cara y les removía el cabello a los tres muchachos y reían por nada, pues eran felices por ser de sus amos y llevar el alma y el cuerpo satisfechos de amor y sexo. Ruper no dominaba el caballo con la misma seguridad que los otros dos, pero el que él montaba tampoco era tan inquieto y retozón como el de los otros críos. Tanto para montar a Siroco como a Cierzo, había que ser buen jinete e Iñigo y Guzmán lo eran. Tan buenos como su propio amo y mejores que la mayoría de los pajes de los otros nobles que ellos conocían. En el primer recodo del camino, Iñigo lanzó un grito de júbilo y su caballo se encabritó girando en redondo sobre las patas traseras. Recuperando el tranco para seguir al resto sin perder a penas un metro de distancia con las ancas del caballo negro del mancebo.
El conde, que comentaba con Froilán algunas cuestiones de la empresa que les ocupaba, se asustó con el grito y miró hacia atrás para comprobar la causa. Y al ver que sólo era una chiquillada de Iñigo miró al frente sin decir nada, pero tomando nota para ajustarle las cuentas al chico en cuanto hiciesen un alto en el camino. Guzmán, que conocía mejor a su señor, le anunció a su compañero que la broma iba a conseguir que el amo le calentase el culo y tuviese que cabalgar dolorido un buen trecho, hasta que parasen para descansar y su dueño quisiese aliviarle la carne enrojecida con algún ungüento que le calmase por lo menos el picor de las nalgas. Y también le dijo que fuese más sensato y no provocase la ira del amo con esas tonterías. Tenía que darse cuenta que la encomienda que les llevaba a Pisa era delicada y peligrosa y los nervios de su señor no estaban para sustos ni simulacros de falsas alarmas.
Iñigo entendió el problema y quiso adelantarse para pedir disculpas al conde, mas el otro esclavo lo paró diciendo: “No lo hagas ahora. Espera a que nos detengamos, porque debes hacerlo, aunque eso no te vaya a librar de una zurra en tu precioso culito sonrosado. Y no te quejes, puesto que como eso suele poner muy cachondo a nuestro amo, quizás te ganes también que te deje el culo ahormado a su verga y sigas la jornada notando como se agita la leche en tu barriga. Yo procuraré estar cerca por si me cae algo también. Aunque sólo sea lamer la que se escurra por tus muslos al sacarte la polla el amo”. Iñigo lo miró rebobinando lo dicho y al segundo estallaron los dos con una carcajada algo escandalosa. Y el conde miró otra vez para ellos, seguramente anotando otro castigo más duro para los dos esclavos.
Pero al detenerse, el conde no fue tan duro con ellos. Después de contarle a Guzmán que al alférez Don Pero le había dado una carta para la condesa, contándole los pormenores de lo que les ocurriera hasta salir de Soria, así como la concesión a la niña del título de marquesa y otras cuestiones referentes al rey, llevó a Iñigo y al mancebos hacia unos árboles cercanos, entre los que crecían algunos fresnos, y allí se dispuso a dejarles claro que no les permitiría llamar la atención en ninguna parte y menos ante la concurrencia de extraños. Y cortando una rama larga de esa madera, la peló para dejarla sin hojas y les ordenó a los dos que se bajasen las calzas. Y fue la primera zurra que recibieron juntos los dos chicos. El amo alternaba un varazo al culo de uno y luego al del otro. Y así hasta veinte a cada uno. Les ardía la carne y notaban los rayones picantes de la vara sobre la piel tersa de los glúteos, pero no tuvieron la recompensa que esperaban. El conde no se los folló ni se inmutó al verles las pollas tiesas y soltando babas a discreción. La suya también estaba dura y le quemaban los cojones hinchados y doloridos por la presión del semen, pero no quiso darles por el culo a ninguno, ni aliviarse con ellos regalándole su leche o permitiendo que se diesen el gusto de mamársela mutuamente entre los dos chavales. Montarían de nuevo con el culo hirviendo y los huevos cocidos. Y esto último sería igual para los tres.
Al que si le relucían los dientes, con una sonrisa de oreja a oreja, era a Ruper, porque su amo sí había aprovechado la parada para desatascarle el ano tras un matorral. Y el chico volvía a subirse a su montura con los riñones todavía doblados, pero contento por lo caliente que llevaba el ojo del culo y lo llena que sentía la tripa con la leche de su señor. A los tres esclavos les escocía el trasero pero a uno de ellos era por otro motivo muy distinto al de los otros dos. Y a seguir cabalgando hasta que sus amos les cantasen las tripas y quisieran tomar un refrigerio. Con suerte, también habría siesta y puede que al despertar o antes de coger el sueño el conde, cogiese a sus esclavos para dejarlos relajados y tranquilos para echar unas cabezadas bajo las ramas de otro árbol que no fuese ni un fresno ni una mimbrera y sus ramas no le incitasen a señalarles las posaderas otra vez.
Sin embargo, no hubo siesta después de almorzar frugalmente y a uña de caballo, suponiendo que el tiempo corría en su favor, ya entrada la noche los dos señores alcanzaron un mugriento refugio de pastores y consideraron que allí acamparían resguardados del relente. Era un chozo pequeño, en el que a penas cabían todos, pero bien repartidos y pegados los más allegados o unidos por determinados lazos, se fueron acomodando por parejas, a excepción del conde que se reservó para él un espacio suficiente para un trío. De todos modos, en el exterior los imesebelen harían guardia por parejas hasta el amanecer, con lo que siempre habría dos menos para tenderse en el suelo sobre unos haces de hierba recién cortada para que el lecho no fuese tan duro. El frío tenían que sacárselo del cuerpo ellos mismos. Y para eso no necesitaban consejos.
El conde colocó a su lado a sus esclavos y los abrazó contra su cuerpo, los tres desnudos, pero echando fuego por todos los poros. El resplandor de la hoguera se filtraba por las rendijas de los troncos que formaban las rústicas paredes que sostenían la techumbre de la cabaña. Y mientras Froilán se la iba metiendo por el culo a Ruper, sus ojos miraban los movimientos espasmódicos de Guzmán, que le daba la espalda a Nuño. Y parecía que el otro chico se la chupaba, ya que no se le veía la cabeza y Froilán supuso que estaba encogido para poder comérsela a su compañero. Pero pasado un rato se cambiaron las tornas y ahora a quien no se le veía la cabeza era al mancebo y el que se movía rítmicamente con Nuño a su espalda era Iñigo. Los dos eunucos ya dormían como angelitos desde el primer polvo que echaron los señores a los otros esclavos. Y los imesebelen que no estaban vigilando, guardaban silencio y puede que más de uno se la pelase oyendo gemidos ajenos y sabiendo que dos vergas gozaban del calor de unos culos jóvenes y muy ardientes.
Y puede que muy en silencio y sin inmutarse como para todo lo que hacían, alguno se la clavase también al compañero con cuyo cuerpo se calentaba. En cualquier caso, ni los señores ni los muchachos se dieron cuenta de nada. Y los que seguro que no cataron carne ajena fueron los eunucos que estaban rendidos y agotados por el viaje y las largas cabalgadas con mínimos descansos que tuvieron que soportar. Y no cabe duda que los caballos también agradecieron la noche para restablecer sus mermadas fuerzas y relajar sus patas para volver a galopar airosos y veloces al amanecer del día siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario