Los días de feria todo parecía más alegre y el trajín de los paisanos de la villa, fuesen hombres o mujeres y hasta los niños, era trepidante y daba la impresión que surgían del suelo o brotaban de la nada por todas partes. Atestaban la plaza del mercado y las callejas circundantes, extendiendo el ir y venir desde las puertas de la urbe hasta las iglesias más afamadas, donde hacían ofrendas y se rogaba por todo y a todos los santos esperando un improbable milagro.
Pero todos tenían ganas de reír y beber y probar las viandas y exóticas exquisiteces que les ofrecían algunos taberneros o hábiles mercaderes de lejanos países, que ensalzaban la buena calidad de sus productos, exagerando casi siempre sus cualidades y hasta la procedencia. La palabrería de charlatanes y buhoneros, que se dejaban caer por allí desde distintos lugares, les convencía de lo que jamás pensaron adquirir, ni tenían clara la utilidad de tales elixires o ungüentos, pero más de uno terminaba por aflojar la bolsa y cargar con algo normalmente inservible o ineficaz para lo que se pretendía. Los comerciantes y cambistas, de aspecto serio y circunspecto, realizaban sus transacciones con minuciosidad y exactitud matemática, procurando sacar el mayor beneficio con el menor riesgo posible. Y también les resultaban rentables los días de mercado a los plateros y joyeros, al igual que a los curtidores, herreros y armeros, porque todos, sin excepción, doblaban sus ventas y arreglaban el estado de sus arcas por tiempo suficiente para aguardar que se celebrase la feria siguiente.
En esta ocasión, era mayor la afluencia de público al mercado, puesto que la presencia de la corte en la villa provocaba un notable incremento de gente y por tanto de compradores. Y ello ocasionaba también la afluencia de mayor número de traficantes de todo tipo y tratantes de ganado. Tampoco faltaba una corte de pícaros y golfos que acechaban el momento de robar una bolsa o engañar a un panoli, ni los titiriteros, trovadores, escribanos y otros muchos practicantes de diferentes oficios que se buscaban la vida o simplemente pedían limosna explotando la caridad de las gentes humildes de buen corazón.
Y en todo ese barullo, se podía ver al conde con Don Froilán, acompañados por Iñigo y Ruper y una moza muy lozana con el rostro velado, que visitaban los puestos y tenderetes mirando cosas y objetos vistosos, pero sin mostrar demasiado interés en adquirir nada en concreto. Así deambularon bastante rato hasta que llegaron a la zona de los maestros armeros. Y allí, el conde, aconsejado por la moza, compró un precioso puñal toledano con puño adornado en oro y vaina de cordobán, reforzada en acero también. Y se la entregó a Iñigo, diciendo: “Mi paje ha de llevar al cinto un arma digna de un doncel. Y más si por muy hermoso que sea el puñal, nunca llegará a ser tan bello como quien lo porta. Iñigo, los dos te queremos y cada minuto que pasa siento mayor atracción por ti”. El crío quiso arrodillarse y besar la mano de su señor, pero éste no lo permitió y le besó en la boca sin importarle lo que otros pudieran pensar. Y, para provocar mayores chismorreos, también le estampó un besazo en los morros a la barragana que le acompañaba en este viaje, dándole un buen azote en el culo, además.
El joven paje estaba abrumado por la generosidad de su amo y no sabía como expresarle su gratitud y el respeto y amor que en tan poco tiempo había ido creciendo en su alma hacia ese hombre y que con cada embestida que su brutal verga le daba en el culo se incrementaba aún más. Y no era ese el único obsequio que recibiría de su señor esa mañana. Siguieron ojeando prendas y enseres e incluso alguna valiosa alhaja como presente para Doña Sol. La adorable condesa que los esperaba en el castillo, matando las horas con sus hijos y ahora también con la inestimable compañía de la hermana de Iñigo, Blanca, que ya llevaba unos días con ella y habían entablado una buena amistad entre las dos. Y entraron en el recinto destinado a la compraventa de ganado y buscaron a los tratantes de caballos. Y Marta, que no perdía su fino olfato para aventar un buen ejemplar, a pesar del velo que le cosquilleaba la nariz y no hacía más que soplar para apartarlo de vez en cuando, indicó al conde una brillante y orgullosa cabeza de un pura sangre árabe, color marrón oscuro, que su intuición le indicó que se trataba del corcel que su amo buscaba para su bello paje de cabellos rubios.
Se aproximaron todos donde les condujo la dispuesta moza, avezada en equinos, y admiraron el precioso caballo zaino de capa oscura. Esbelto y nervioso, con patas finas, pero fuertes, resultaba perfecto para el joven paje. Que nada más verlo, no pudo contener su deseo de acariciar las largas crines del noble bruto. Y como si el corcel intuyese que ese muchacho, tan hermoso como el mismo cuadrúpedo, sería su jinete, bajó la testuz y empujó cariñosamente al chico, aceptando con ese gesto que se montase sobre su lomo. El conde no quiso ver ningún otro animal y preguntó quien era el dueño de ese pura sangre. Un mozo cetrino de piel y escaso de carnes, le dijo que su amo, el jeque Ismaha Ben Mulei, era el propietario y esa espectacular criatura se criara en el desierto, allende el mar Mediterráneo. Nuño pidió ver al noble señor y el criado del árabe lo condujo a una jaima en la que fue recibido por dicho jeque. El conde y Froilán conversaron largo rato con su anfitrión, que les obsequio con dulces de almendras y miel e infusiones de hierbas aromáticas, y charlaron de muchas cosas diversas, pero Nuño sólo regateó el precio del caballo por cumplir el ritual de un buen trato. Puesto que desde antes de saludar al noble criador árabe, ya estaba decidido y convencido de la excelente compra que iba a rematar.
Guzmán fue quien le entregó el caballo a Iñigo y le dijo: “Ponle un nombre que le guste y siempre te seguirá donde vayas”. Iñigo pensó, pero quizás por la alegría del regalo no se le ocurría ninguno. Y sin apreciarlo se levanto un soplo fuerte de aire fresco y seco, que sólo duró un instante pero que hizo decir a Don Froilán: “Parece que el cierzo quiere visitarnos. Estamos muy cerca de mi tierra y este es el viento que la peina desde el valle del Ebro”.Y el entusiasmado muchacho gritó: “Cierzo!. Ese es su nombre!”. “Me gusta”, afirmó el conde. Y Don Froilán añadió: “Así iréis los tres montados sobre tres viento, Brisa, Siroco y Cierzo. Y los tres de pura raza árabe y colores distintos, pero igual de magníficos. Que lo disfrutes, Iñigo. Y me alegro de haberte servido de inspiración. Además el rey ya no dirá que continuarás el viaje mal montado. Y espero que sea en ambos sentidos. O me equivoco, mi querido Nuño?”. “Eso debe decirlo el chico y no yo, aunque sea un jinete experimentado”, alegó Nuño. “Mi señor, no exagero al decir que debo ser uno de los jóvenes mejor montados de estos reinos. Pero cuando se prueba un deporte tan sugestivo y gratificante, siempre nos parece poco el tiempo que nos permiten dedicarnos a disfrutar la monta y sentir en los muslos la fuerza y el brío de la cabalgada. Y mucho más al compartirla y gozarla con un extraordinario jinete. No ha descabalgado y ya ansío ver montar otra vez a mi amo”. “Eso merece celebrar el estreno con un espléndido trote tanto para el caballo como para este muchacho!”, exclamó Froilán. “Sí. Y además que sea a pelo que es como mejor se aprecian las hechuras y maneras del animal”, aseveró el conde. Pero Froilán también quiso ser generoso con el chaval y le compró un precioso arnés con bridas sujetas a un bocado de plata para frenar el ímpetu del corcel.
Y al volver al castillo, el conde le dijo a Iñigo que se quedase en las cuadras con él para examinar mejor al caballo. Dos imesebelen cubrían la entrada al establo y Nuño fue recorriendo el cuerpo de Cierzo, indicándole al chico sus excelencias y buena casta. Iñigo apoyó el pecho en el lomo del animal y recostó la cabeza en las crines, resaltándole a su amo la nobleza del bello animal. Y Nuño le dijo muy bajito: “Estás contento?”. “Sí, mi amo. Pero lo estaría igual sin vuestros regalos, ya que solamente quiero amaros y daros todo el placer que vos deseéis. Saber que gozáis conmigo es la mejor recompensa para mí, Mi amo”. “Nuño ya besaba el cuello del chico y apretaba el cuerpo contra él. Y dijo: “Me haces feliz tan sólo con verte. Y poseerte ya es un refinamiento exquisito del deleite. Me excita el menor movimiento de tus manos o el vaivén de tu pelo sobre la frente... Y este culo que ahora tengo en mis manos es un manjar que sería irreverente rechazar y no tomarlo. Te voy a montar abrazado al caballo para que sepa quien es el verdadero amo de los dos”. Y a Iñigo ya le moqueaba el pito y manchaba las calzas descaradamente.
El conde desenvainó el puñal que el chaval llevaba al cinto y, con ese otro regalo, rajó por detrás las calzas del muchacho, dejándole el culo al aire. Escupió en los dedos y le pringó bien el ojete. Y no esperó más para calzarlo aplastándolo contra Cierzo. Se la introdujo hasta pegar con los cojones en el mismo agujero del culo y le arreó estopa cañera hasta hacerle gritar al crío, que lo levantaba en vilo con cada empellón que le metía como para atravesarle el pubis. Pronto el olor a estiércol y sudor de bestias se mezcló con el de ellos y los vapores que salían del culo de Iñigo al moverse la verga de su amo dentro del recto. Y el conde lanzó un alarido tan brutal como los últimos golpes con que acometió contra las nalgas del muchacho y se corrió notando como se abría y cerraba el esfínter de Iñigo con las sacudidas que le entraron al eyacular contra el vientre de Cierzo. Y al olor del semen, el caballo se puso cachondo y dejó ver una enorme verga larga y oscura. A todas luces el animal estaba entero y en su momento habría que echarle una yegua de pura raza para perpetuar su casta. Ya sólo faltaba mantener la última entrevista con el rey y la estancia en Soria habría concluido. La próxima etapa era Zaragoza, en el vecino reino de Aragón.
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