Autor: Maestro Andreas
martes, 2 de agosto de 2011
Capítulo VIII
Entre partida y partida de cartas, se entabló una animada charla de mujer a mujer entre Blanca y Marta, la coima del conde, y la joven hija del alcaide desveló a la otra ciertos secretos que no podía compartir con nadie. Por supuesto le dijo que el conde le parecía el más atractivo de los hombres y le gustaría ser suya, pero no intentaría nada que pudiese perjudicar a la otra muchacha, que casi la consideraba su amiga y confidente. Pero le advirtió que tuviese cuidado con su madrastra, puesto que alguna criada joven le había contado como les sobaba los pechos y hasta les pellizcaba y mordía los pezones y más de una vez les obligaba a tumbarse en su cama, abiertas de piernas, para lamerles la vulva y meterles la lengua por el coño. Y que cuanto más desflorado estuviese más le gustaba a esa mujer morderlo y paladear los jugos vaginales. “Y dicen que les da gusto”, exclamaba la muchacha con gesto asombrado, pero añadía: “Creo que a mí también me mira con ganas de tocarme, pero no se atreve a ofender a mi padre. Marta, créeme si te digo que no me gusta esa mujer. Y a mi hermano lo odia. Quizás sea porque todas las mujeres del castillo lo miran con buenos ojos y estarían gustosas de entregarse a él... Es muy guapo, verdad?... No te resulta atractivo?”.
Marta (Guzmán) cogió la mano de su nueva amiga y mirándola fijamente le respondió: “No te preocupes por mí, ya que Doña Matilde no tendría nada que hacer conmigo si intentase seducirme. Y es posible que el conde la asfixiase con sus propias manos si abusase de su esclava. Porque yo no soy más que una pobre sierva que sólo desea complacer a su señor aliviando su calentura estando lejos de su casa y de su mujer. Porque ya tiene esposa y es la dama más bella y noble del reino. Doña Sol, mi señora, es una mujer inteligente y excepcional en todo. Y ninguna otra podría hacerle sombra ante su marido. Para mi señor el resto de la mujeres sólo podemos aspirar al papel de simples putas para desahogar sus testículos, como hace conmigo. Y tú, mi noble niña, no mereces ese trato. Tu puesto y tu corazón debe estar junto a otro hombre que te ame y te proteja y cuide como su más sagrada propiedad”.
Blanca se quedó pensativa un instante y retomó su pregunta: “Pero no te gusta mi hermano?”. Y Guzmán le dijo: “Respecto a tu hermano, reconozco que es un joven muy bello y apetecible para cualquier persona que estime la hermosura. Sobre todo la de un hombre adolecente. Y creo que su futuro no está en este castillo y sospecho que lo abandonará muy pronto. Merece una vida más intensa y supongo que como todo muchacho desea correr aventuras y tener experiencias excitantes. Se nota que su padre lo ama y le ha dado todo lo que estaba a su alcance para hacer de él un buen caballero. Pero ahora es preciso que esté en las manos de otro hombre que sepa encauzarlo y llevarlo a la cima del mundo levantando los pies del suelo. Que le enseñe a gozar de todo cuanto da la naturaleza de que están hechos los hombres. Y las mujeres ya entrarán en su vida en el momento adecuado, siempre que sea oportuno para los fines que el destino establezca para él”.
Blanca quizás no entendió del todo lo que le decía Guzmán, pero sólo se limitó a aclararle que Iñigo no era muy devoto ni en su mente albergaba la idea de ser religioso, sino guerrero y paladín de causas nobles. Y Marta, fingiendo una voz atiplada que hasta podía resultar algo estridente, añadió: “Seguro que lo será, amiga mía. Pero un soldado tan joven está mejor sin mujer, porque, siendo hermoso, nunca le faltará consuelo para esa virilidad incontenible a esa edad ”. Y Blanca repartió cartas y le tocaba a Marta abrir el juego. Y se tomó su tiempo para pensar la jugada y que no le cogiese por la mano la otra moza, que ya le llevaba ventaja en las ganancias.
Y las interrumpió Doña Matilda que deseaba que Marta la acompañase para enseñarle su jardín. “Estas cosas son las que nos gustan a las mujeres sencillas como nosotras, sin ínfulas de erudición ni dárselas de sabionda como mi hijastra, que siempre anda mirando libros en al biblioteca del castillo. Venid, bella Marta y os mostraré como cuido y mimo las flores de aroma más fragante”, dijo la dama arrastrando literalmente a Guzmán por una mano para llevárselo al huerto. Blanca quiso intervenir para librar a su amiga de las puntiagudas garras de la madrastra, pero Marta le hizo una seña para que no se metiese ni intentase ayudarla a zafarse de aquella arpía ansiosa de flujos vaginales. Y lo único que dijo la muchacha fue que ella no miraba libros sino que los leía y estudiaba, que era algo muy diferente. Y, para mirar, lo que se dice mirar, prefería otras flores más naturales y sencillas y no las de ese jardín al que dedicaba sus atenciones Doña Matilde.
Blanca se asomó a una ventana de la sala desde la que se divisaban los contornos del castillo y el camino por el que deberían volver los cazadores, pero aún faltaba bastante para el mediodía y pensó que seguramente estarían dedicados animosamente a ese deporte que tanto gusta a los señores por placer y a los vasallos por la necesidad de alimentarse con algo de carne fresca. Y carne fresca eran los hombros en los que apoyaba el conde su brazo al charlar de los percances de la jornada con el alcaide y su hijo, achuchando a este último para festejar las piezas cobradas con efusivas muestras de camaradería hacia el chico. E Iñigo no las evitaba ni tampoco se reprimía en devolverle al conde los abrazos y algún toque con el puño en el pecho o el estómago, aunque lo cierto es que a él el otro le tocaba también la parte final de la espalda, sin poder reprimir que los dedos se deslizasen hacia abajo rozando los bonitos glúteos del chaval.
Y ya Doña Matilde y Marta llegaban a un recoleto recinto, protegido de miradas curiosas por altos muros cubiertos de enredaderas de flores lilas y blancas, y la dama se ponía coqueta adoptando un aire muy dulce y meloso al dirigirse a la otra, que a pesar de su punto machote creía que era una recia hembra de fuertes muslos y nalgas duras como el pedernal. Y, con mucho descaro y atrevimiento, la señora estaba intentando toquetearle los pechos, amarrándola desde atrás, de paso que le decía: “No hay rosa en este jardín como esa que tan celosamente guardáis para vuestro señor. Su fragancia me llena los sentidos y juraría que su tacto es puro terciopelo o quizás seda de oriente”. Guzmán se puso en guardia y se adelantó unos pasos para volverse y responderle: “Señora, erráis al tomar por rosa lo que en opinión de mi dueño es clavel. Y su perfume no se parece al que creéis oler, sino que es más acre y recuerda al almizcle o en el mejor de los casos a una florecilla del monte pisada por ciervos. Hay claveles que es mejor no troncharlos y arrancarlos de la tierra donde crecen, porque el jardinero que los abona y riega puede molestarse y montar en cólera. Y no quisiera que incurriésemos en la ira del conde, puesto que lo pagarían todos los que moran este castillo. Podría arrasarlo sin contemplaciones y no dejar vivos ni a los más inocentes de tal traición. Y vos y vuestro esposo seríais los primeros en pagar las consecuencias de su furor y os anticipo que puede llegar a ser muy cruel. Si lograseis vuestro propósito a al fuerza, puesto que nunca sería con mi complicidad, el conde os mandaría hervir lentamente en agua hasta morir entre los más espantosos dolores o despedaza por cuatro caballos, que también es una forma horrible de morir. Reprimir vuestras pasiones conmigo y dejemos que siga en paz la estancia del conde en este castillo, señora”.
La dama quedo cortada por el discurso de la supuesta joven, pero se abalanzó hacia ella y de un manotazo salió rebotada contra un arbusto de rosas, lacerándose con las espinas. Doña Matilde no estaba acostumbrada a ser rechazada por ninguna sierva y volvió a la carga, ahora con más ímpetu, pero Guzmán la sujetó por las muñecas y se las retorció hasta ponerla de rodillas a sus pies. La señora se quejó por el daño que le causara y exclamó: “Qué fuerza para ser una joven mujer!. Ni un mozo de cuadras amarraría así a una yegua para llevarla al semental!”. ”Señora, yo he soportado al semental mientras fecundaba a la hembra y mis músculos se deben a la mucha leña que corté antes de ser la puta del conde”, respondió Guzmán. Y sin darle opción a otro ataque se largó dejando a doña Matilde más cachonda que una barragana en cuaresma. Aunque el calentón de la señora lo pagaría una de las criadas más jóvenes a la que ya le tenía el clítoris más chupado que la teta de una vaca lechera criando a un ternero.
Aquella mujer debía tener furor uterino, pensó Guzmán. Sobre todo en cuanto el olor a coño tierno le alcanzaba la pituitaria, puesto que perseguía a las doncellas del castillo como un sátiro, pero sin pezuñas ni cuernos. Los cuernos los tenía su marido aunque el engaño fuese con otros mujeres ni con hombres. Y los pies no llegó a vérselos Guzmán para saber si eran de cabra o de hembra brava. En cualquier caso la había esquivado y con ello puesto a salvo su íntimo secreto, cuya revelación ante una mujer como doña Matilde supondría un serio problema. Y un terrible dilema para el conde, ya que tendría que matarla y al alcaide no le iba a parecer eso nada bien y ya no dejaría en manos de Nuño a una de las joyas de su casa. Su precioso hijo Iñigo, que con sus ojos claros y su pelo rubio y ondulado, además de unas buenas cachas y un fino cuerpo para retozar con el sobre la hierba o, mejor aún, en un lecho amplio y mullido, estaba logrando que el conde babease al verlo mover su palmito ante su mirada lasciva y lujuriosa. Al muchacho le iba a durar la virginidad anal lo que un tierno lechón asado a diez hombres hambrientos. Ellos se comerían hasta los huesos y el conde, en cuanto tuviese ocasión, se merendaría crudo al jovenzuelo. No merecía la pena ni tostarlo, porque cuanto más natural lo catase más rico le sabría aquel retoño todavía verde. Al conde se le hacía la boca agua pensando en meterle el diente.
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