Fue Guzmán quien despertó primero y tuvo la sensación de que su amante no estaba en el lecho junto a él. Sin embargo, Nuño dormía a su lado y parecía inmerso en un profundo sueño del que no le apetecía despertar. El mancebo le besó la frente y se arrimó cuanto pudo al cuerpo de su amo para trasmitirle el deseo de su carne y no tuvo que esperar demasiado para notar una mano que lo agarraba con fuerza para colocarlo sobre el pecho de su dueño.
Nuño abrió solo un ojo y miró al mancebo como si esperase que su rostro fuese otro y Guzmán le dijo en voz baja: “Mi amo, estás con tu esclavo. Acaso esperabas a otro muchacho más joven y con ojos como el cielo limpio de nubes?”. El conde sonrió y respondió: “Esperaba a mi zorra de pechos falsos y culo prieto.... Y tú quien eres?”. “Mi amo, soy lo que tú desees”, contestó el chaval. “Entonces no hables ni digas nada y chupa mi verga para obtener el alimento que mejor aprovecha a un esclavo”, ordenó el conde. Y el esclavo acató el mandato, pero añadió: “Mi señor no va a consolar la calentura de su esclavo, cuando el ardor le causa un insoportable picor en sus entrañas?”. “No tengo tiempo para un polvo largo y atinado a la necesidad de mi perro. Así que sólo le alegraré el paladar y más tarde, al volver de la caza, puede que merezca ese alivio que suplica”, dijo el señor. Y el mancebo sugirió: “Y no sería posible mientras caza mi amo y se toma un respiro para enjuagar el gaznate?”. “No. Porque ese perro no saldrá a cazar con su dueño. Siendo perra y estando en celo no quiero que los machos la sigan para montarla y no cumplan con su misión de cazadores. A mi regreso tendrá lo suyo”. Y a Guzmán se le fue la sonrisa y quedó blanco al saber que no acompañaría a su amante esa mañana. Eso equivalía a dejarlo en compañía del otro joven, que sí iría en la partida, y la tentación al oler ese cuerpo floreciente y la fresca testosterona de sus bolas ponían a Nuño en el disparadero para cogerlo por sorpresa y sobarle las nalgas tras la cerrada hojarasca de un matorral. El chico era guapo en exceso para no atraer a Nuño y no desear poseerlo, pero el mancebo se calló y ejecutó con ansia lo que le había ordenado su amo, procurando darle el mayor placer experimentado hasta entonces con una felación.
Y qué iba a hacer mientras tanto el mancebo en el castillo, expuesto al acoso de Doña Matilde?. No saldría del aposento y dejaría a dos imesebelen en la entrada con orden de rebanar el cuello a esa mujer si osaba acercarse. Pero tampoco podía exagerar de ese modo, puesto que se trataba de la esposa de Don Honorio, así que lo mejor era buscar la compañía de Doña Blanca con la excusa de algún juego de cartas, ya que bordar no era algo que supiese hacer el muchacho, y de esa manera estaría protegido de la otra, que no se arriesgaría a meterle mano en los mismos morros de la hijastra. Y, a tal fin, los eunucos le arreglaron la cara y lo vistieron de inocente damisela, con un recatado atuendo y la cabeza cubierta con un tupido velo de color verde, y se fue en busca de la joven para invitarla a echar una entretenida partida con la baraja.
Doña Blanca la miró de pies a cabeza, pero no dudó en aceptar la propuesta y ambas se sentaron ente una mesa frente a un ventanal desde el que podían divisar el campo y los bosques donde los hombres cazarían hasta el mediodía. Qué pena no tener vista de águila para espiar a Nuño y al joven Iñigo desde ese eventual observatorio, pensó el mancebo. Y procuró concentrarse en el juego porque la joven no era ninguna lerda y le birló las primeras bazas. Y lo que faltaba era que ésta también le ganase como Doña Sol. Acaso es que todas las mujeres eran más listas que los hombres?. O él tenía el mal fario de dar con las más inteligentes?. Pues por esta vez no estaba dispuesto a perder, al menos sin presentar una batalla digna de otra mujer, que es como se sentía en ese momento.
Y el conde ya cabalgaba cerca de Iñigo, intentando mantener una conversación insustancial con el padre del chaval que ni le interesaba lo más mínimo, ni conseguía distraerlo de una idea fija puesta en los glúteos del gentil muchacho, que botaban graciosamente sobre la silla de su montura. Tenía unas piernas largas y preciosas y las calzas no lograban ocultar la fibra de sus muslos y gemelos. Y el cabello, agitado por el aire y la velocidad del trote, lucía al sol con reflejos dorados al ir destocado para sentirse más libre. Montaba con maestría para ser tan mozo, pero el padre le explicó al conde que la ilusión del chico era ser caballero y le apasionaban los caballos y las armas desde muy niño.
El conde se relamió por dentro y casi pierde un estribo al dedicarle una mirada el chaval que la confundió con el cielo. Estaba seguro que le había sonreído y le pareció que movía los labios en un intento de beso. Pero cuando un macho rastrea una pieza soberbia para su colección, cualquier signo del animal o señal en el terreno le dan la impresión que propician su presa. Por un momento se aceró tanto a su montura que pudo aspirar y percibir el olor de los huevos del joven, pero seguramente sólo aventaba el caliente hedor del sudor de los caballos, que en su fantasía se tornaba en el aroma del sexo adolescente de aquel jovenzuelo seguramente todavía virgen por ambos lados.
Uno de los ojeadores avistó una presa y sonó el cuerno para que los señores aprestasen las armas. El conde empuñó una jabalina, lo mismo que el alcaide, y el muchacho se atrevió con una lanza ligera, con astil de madera y punta de acero, que levantó sobre su cabeza dispuesto a ser el primero en asestar un golpe mortal al jabalí que salió de pronto de entre unas matas. El mozo se alzó apoyado en los estribos y arrojó la lanza con fuerza, pero erró y fue a clavarse dentro de un zarzal. Se quedó frío y turbado al ver escapar la pieza sin un rasguño y bajó la mirada apesadumbrado y lleno de vergüenza por haber fallado ante el conde.
Nuño se acercó a él y sujetando las riendas del caballo del chico, le dijo: “Te has apresurado al lanzarla. Las cosas han de hacerse con más calma y poniendo los cinco sentidos en ello. Pero no te preocupes que todo se aprende y más a calmar el ánimo y templar el pulso. La próxima vez lo harás mejor porque yo te enseñaré a hacerlo. Ahora apeate y descansemos un rato antes de seguir cazando. Creo que todos necesitamos un respiro y refrescar la garganta, incluso ese jabalí que se libró por los pelos de morir atravesado por tu lanza. Créeme si te digo que tienes madera de caballero, pero te falta pulir tus maneras y afinar los impulsos para no apresurarte e intentar dar muerte a tu enemigo antes de tiempo. Venga, baja del caballo y sujeta las riendas del mío para descabalgar yo también”.
Iñigo obedeció al conde y evitó la mirada de su padre para no ver la decepción en sus ojos, pero el alcaide no censuraba a su hijo por no acertar con la lanza, sino que empezaba a vislumbrar un buen futuro para él como paje de un caballero tan ilustre y de tanta alcurnia. Nuño era uno de los nobles más ricos y poderosos de los reinos de León y Castilla y entrar a su servicio era todo un privilegio y el mayor honor para un aspirante a caballero sin gran patrimonio ni una heredad que asegurase el provenir de su familia, por mucha prosapia que tuviesen sus antepasados. En la saga a la que pertenecía, todo era del conde Albar, como único propietario de la totalidad del patrimonio, y el resto simplemente eran deudos suyos y meros vasallos cuya libertad apenas se diferenciaba mucho de la de un siervo.
Y el alcaide comenzó a madurar la idea de entregar a su hijo al servicio del conde. Si la suerte le favoreciese por una vez y éste lo aceptaba, sería para el padre una de las mayores alegrías de su vida, porque su hijo podría hacer fortuna al lado de tan noble señor. Lo que no sabía el hombre es de que manera labraría Iñigo su futuro una vez que perteneciese a la casa del conde de Alguízar, ni lo que podría esperarle cada día o cada noche junto a un amo como Nuño. Pero eso ya sería otra cuestión que el padre no imaginaba ni por asomo.
Descansaron y el conde no dejó que el chaval se separase ni un palmo de su lado. Se mostró amable con él y hasta cariñoso haciéndole ver que todos cometían errores, pero que lo malo era no admitir las debilidades propias para convivir con ellas e intentar superarlas. Le hizo una demostración práctica de como debía arrojar la lanza y el conde hizo diana en donde puso el ojo. Y no sólo en un tronco al clavarla limpiamente, sino en el centro del alma del muchacho, que empezó a sentir algo raro en su estómago al estar casi pegado al noble conde, mientras éste le sujetaba el brazo por detrás de la espalda y muy arrimado a su culo le decía que lo dejase muerto para ser él quien lanzase y pudiese comprobar conque suavidad la clavaba mortalmente en el cuerpo de su presa.
Y de no tener puestas las calzas de caza, es probable que la verga del conde también se hubiese clavado en el ano del zagal con tanto ensayar la puntería. Porque Nuño ya la tenía lo suficientemente gorda como para notarla el crío en la misma raja del culo. Cobrada la mejor pieza, el conde perdió interés por el resto de la cacería y ni todos los cerdos salvajes del lugar le compensarían de haber obtenido el mejor ejemplar de aquellos contornos. Un mancebo de cabellos dorados y ojos como un cielo limpio en pleno verano, aunque ahora el que tenían sobre sus cabezas amenazase tormenta otra vez.
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