Autor: Maestro Andreas

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Autor Maestro Andreas

lunes, 23 de abril de 2012

Capítulo XCVI

El conde quiso entrevistarse con los emisarios del señor de Foix antes de entregarles a los chicos y en cuanto supo que estaban llegando a la ciudad salió del castillo con Froilán y Don Niccolò para recibirlos delante de la iglesia de Santa María Assunta.

Fueron con un reducida escolta de cortesía y dos imesebelen, por si acaso, y dentro del templo parlamentaron sobre los detalles del viaje de los muchachos hasta Córcega. Nuño hubiese dado un brazo por ir con ellos y no dejarlos hasta verlos aposentados convenientemente y con todas las garantías de seguridad, pero tampoco iba a dudar de la palabra de un príncipe tan noble y respetado como Don Roger IV, que en alcurnia y poderío igualaba a muchos reyes.


 Por otra parte, a dicho conde no le interesaba enemistarse con el rey de León y Castilla y mucho menos con el del reino de Aragón y Cataluña.
Ese soberano estaba a un paso de su feudo y podía ser un serio peligro para sus intereses. Su mejor defensa era la diplomacia y llevarse bien con un vecino tan fuerte, ya que por las armas le sería difícil vencer a Don Jaime I.

La despedida había sido emotiva y a Curcio le costó dejar de mirar a sus compañeros de esclavitud. Y al llegar el turno de besar al mancebo y a Iñigo, se desmoronó y comenzó a llorar con un hipo que le cortaba la respiración. Guzmán lo consoló y le aseguró que nunca se olvidarían de ellos y siempre estarían en sus corazones.
Pero a Curcio le dolía el alma y estaba a punto de mandar todo su patrimonio a la mierda y gritar a pleno pulmón que quería seguir siendo esclavo del conde, al que consideraba su único amo y señor, en lugar de reconocerse como vasallo de su noble primo.
Pero ya no había marcha atrás ni Nuño se lo hubiese permitido. Así que el propio mancebo le ayudó a montar en Bora, el precioso caballo que le regalará el conde y a la vez, llorando también, lo hizo Fulvio sobre Céfiro y Fredo subió de un salto a la grupa de Ostro, después de coger por las caderas a Piedricco para montarlo sobre su jaca Tramontana.

Los vieron partir hacia el mar para subir a bordo del gran navío que los aguardaba. Y después de andar un trecho, todavía Curcio giró su caballo para ver por última vez al grupo de jóvenes que seguían mirando como se alejaban vestidos todos ellos como príncipes.

 Estaban tan guapos, que el gentío se arremolinaba a su paso y expresaban su admiración con vivas y aplausos como si se tratase de héroes que los hubiesen libertado de un tirano.

Ahora era el conde y los suyos quienes dejaban a su espalda La Spezia y trotaba cabizbajo rumiando sus pensamientos sin prestar demasiada atención a la charla intrascendente que se empañaba en mantener Froilán cabalgando a su lado.
Parecía que, entre otros cosas, le contaba como había disfrutado de sus esclavos esa noche y lo mucho que le gustaba besarle la boca y darle por el culo a Marco.
 Eso fue lo que hizo volver a este mundo al conde tan sólo para decirle: “Lo dices como si no te gustase hacer lo mismo con Ruper. Te has cansado de ese chaval?”
 Y Froilán, muy seguro de sí y de lo que decía, respondió: “Para nada!
 A ese lo como entero y le meto caña con toda la mala hostia... Son diferentes uno y otro. Y así como a Ruper le va la marcha y que le zurre y le haga daño al follarlo, el otro es más dulce y cariñoso y te dan ganas de mimarlo y tratarlo como un juguete que no deseas que se te rompa en las manos. Pero los quiero a los dos y realmente estoy loco por el primero. Tanto como tú puedes querer a los tuyos... Y me refiero a los dos que vienen detrás cuchicheando entre ellos”.

Y en ese momento Iñigo le decía al mancebo reteniendo un poco su caballo: “El amo está raro desde ayer... A que vino la zurra que nos dio esta noche? Ni siquiera dijo por que era”.
“Es que hace falta que diga por que nos pega? Lo hace cuando le parece. Ya lo sabes... Es el amo y no tiene que dar explicaciones”, objetó Guzmán.
 Iñigo afirmó con la cabeza, pero añadió: “Lo sé... Pero es la primera vez que no dice el motivo por el que merecemos los golpes... Y eso me resulta raro en él”.
“Tampoco nos dio tan fuerte como otras veces... Y lo raro es que llevase tiempo sin arrearnos por algo”, dijo el mancebo.
“Sí. Eso es cierto... Llevábamos bastante tiempo sin tener el culo encarnado ni que nos picase al saltar sobre la silla como ahora”, contestó Iñigo.
 “Y no te da gusto eso? A mi me me pone cachondo y hace que recuerde mejor el polvo que nos metió después... Sentir las nalgas calientes me excita y me la pone dura”, dijo Guzmán.
 Y el otro respondió: “Sí que me pone caliente una zurra en el culo antes de un polvo! Y no me importa cual sea el motivo para recibirla. Lo que pasa es que me extrañó que no dijese que habíamos hecho mal para merecerla”.
Y Guzmán respondió: “Nada. No hicimos nada... Pero somos los que más quiere y necesita, tanto para gozarnos como para que le consolemos y aliviemos sus penas... Y esta noche pasada nos tocó hacerlo antes de que le diésemos placer... O acaso no estás triste por la marcha de esos chavales?”
 Iñigo no tardó en contestar: “Si lo estoy. Y mucho además. Sobre todo si pienso en que quizás no volveremos a verlos... Y Fulvio me cae muy bien... Curcio también y es muy guapo... Y a los otros los echaré de menos...Es triste separarse de un amigo”.
 “Pues imagínate como estará el amo al dejarlos irse y privarse de ellos... Cuando menos cabreado. Y tú y yo recibimos las consecuencias en forma de azotes... Pero luego nos compensó con creces con su polla”, aseveró el mancebo.
“Eso es cierto”, ratificó el otro esclavo.


 El conde se adelantó al galope y todos apretaron el paso para no dejar que se separase demasiado de ellos. Nuño no lograba sacudirse la nostalgia por alejar de él a aquellos muchachos y quiso sentir el viento en la cara para despejar sus ansias e impedirse a sí mismo desandar el camino y regresar a La Spezia a buscarlos de nuevo. Froilán se puso a su vera y le sugirió hacer una parada para mear o beber algo, además de descansar las posaderas de tanto trote.
Y Nuño paró en seco a Brisa y gritó: “Alto! Haremos un descanso corto... Y el que quiera mear o cagar que aproveche ahora para hacerlo y también para beber”.
 Y todos echaron pie a tierra encantados de airear el culo y estirar las piernas un poco. Y lo de aliviar vejigas o tripas tampoco estaba mal pensado, pues ya hacía tiempo desde la última oportunidad de evacuar.
Y hasta los impertérritos imesebelen sacaron sus oscuras vergas y largaron por ellas gruesos chorros dorados. Y Dino se arrimó a ellos y pudo verlas de cerca y quedó fascinado por el calibre de aquellos aparatos mingitorios. Empezaba a comprender la alegría de los otros eunucos y de los chavales napolitanos que ayudaban a descargar sus pelotas a esos tiarrones de color azabache. ”Menudas trancas!”, exclamó para sus adentros el chico. Y seguramente pensó que con algo así dentro del culo su voz se mantendría clara y diáfana como el cristal para siempre, porque le castraría también el alma. Y no pudo menos que relamerse imaginándose sentado sobre cualquiera de ellas y notar toda la fuerza de su descarga en sus tripas.

 Casi estaba a punto de insinuarse a uno de ellos, pero Lotario lo enganchó por el cuello y se lo llevó tras un árbol y se lo folló.
Carolo también estaba en otro arbusto clavándosela a Aniano, que casi gritaba de gusto el muy puto.
Y no pasaron muchos minutos sin que probasen verga los otros eunucos y los dos napolitanos a los que usaban como putas los africanos. Y no iba a ser menos Froilán que le dio de mamar a Marcos y le metió los dedos por el culo a Ruper.

Al parecer sólo el conde y sus dos esclavos se abstenían de hacer sexo, pues Iñigo andaba ocupado en evacuar y el otro y Nuño paseaban juntos dando puntapiés a los guijarros que encontraban por el suelo.

Y los caballos pastaban tranquilos sin prestar atención a lo que hacían o dejaban de hacer los humanos. Sus problemas no le inquietaban y su misión era llevarlos de un sitio a otro y entretenerlos haciendo cabriolas o yendo al tranco que les ordenaban con las riendas y las rodillas. Al fin y al cabo, esa era la vida y el comportamiento que se esperaba de un equino de pura raza y ellos eran de la mejor de las castas.

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