Autor: Maestro Andreas
miércoles, 10 de agosto de 2011
Capítulo XII
El conde y su séquito, apretaban el paso para llegar a Soria e iban ya al pie del cerro de la Muela, coronado por las ruinas de la heroica ciudad celtíbera, que durante dos décadas resistió el acoso de las legiones romanas, hasta que Publio Cornelio Escipión Emiliano, llamado El Africano Menor, por orden del senado de Roma, ataca ese bastión de dignidad y orgullo y rompe la resistencia de sus aguerridos defensores, arrasando la brava ciudad de Numancia. Altozano que como una bandeja barren los vientos gélidos del Moncayo, que arrastran sus restos y llevan el recuerdo de su memoria a las mentes de los hombres que habitan aquellos lugares, no dejando que olviden que el precio del honor y la libertad nunca es demasiado alto.
El tiempo se contenía y aún se notaban restos de la templanza del estío y no debían temer por el momento un intempestivo frío, propio del invierno en esa zona, una vez que la nieve quiere agarrarse a esas tierras tornándose hielo. Pasada la media mañana, el pendón real les dio la bienvenida desde lo alto de la torre del homenaje del gran castillo que, desde un cerro al sur de la población, se alza majestuoso tras sus almenadas murallas de piedra. Su altivez venía desde el año 868 en que Sulayman Ibn Abdus se sublevó contra el poder de Córdoba y se refugió en Medina Soria. Y ahora albergaba al rey de Castilla y León, así como a los grandes señores de su consejo y su reino.
Guzmán no quiso entrar en carro en aquella importante villa e iba montado en su caballo negro al lado de Iñigo. Los dos se fijaban en los campanarios de las iglesias, como la de Santo Domingo o San Pedro, sin olvidar la de San Juan de Duero, río que atraviesa la villa, y el convento de Santa Clara y otros, cuya fábrica, en piedra arenisca de tono ocre rojizo, se adorna con una bella factura de arcos de medio punto, sostenidos por capiteles labrados con adornos geométricos y figuras de cara inocente que miran con ojos muy abiertos. Al igual que sus portadas, ornadas en el centro, además, con un pantocrátor que, circundado de arcos concéntricos esculpidos con diferentes motivos ornamentales, preside el tímpano de la entrada. Llamaba la atención de los dos jóvenes la magnificencia de estos edificios religiosos comparados con la modestia de la mayoría de las casas de los sencillos habitantes de la villa, aunque entre ellas se alternase algún palacio o casón de mayor importancia y riqueza en la hechura, también en piedra, normalmente blasonado con las armas de sus moradores.
Nuño, aún sin ver para ellos, sabía lo admirados que estaban y con que avidez miraban todo cuanto aparecía a su paso, una vez que atravesaron las murallas de la urbe. Pero se limitaba a sonreír y echarles alguna mirada por el rabillo del ojo de cuando en cuando. Y, al verlos juntos tras él, se enorgulleció de ellos y deseó verlos cabalgar a su lado sin disfraces ni ropas que le privasen del placer de ver desnudos a los dos muchachos. Y se dijo en voz muy baja: “Qué guapos son estos dos cabritos de los cojones!. Son dos caras totalmente diferentes de una misma moneda. Y ambas son tan bellas y me atraen de tal modo, que si no amase tanto a uno de ellos, no sabría con cual de los dos quedarme. Y porque no viviría sin mi amado, al que adoro sobre todo y ante todo, no puedo quedarme sólo con uno y debo tener a los dos y amarlos como si fuesen uno solo. No sé si llegaré a querer a Iñigo tanto como a Guzmán, pero le verdad es que es tan hermoso y noble, que no puedo dejar de intentar saber hasta donde pueden llegar mis sentimientos hacía él y si mi corazón es capaz de albergarlo junto a mi amor absoluto y mi querida esposa y mis dos hijos, sin dejarlo de lado al preferir a los otros. No quiero que sea un mero capricho ni la fugaz pasión de un calentón contra un árbol, a la ribera de un río, o sobre un lecho en una noche de lujuriosa ceguera. Ya estimo demasiado a ese muchacho como para no respetar su cuerpo y pisotear su alma una vez que se entregue a mi capricho sin condiciones ni reservas. Quisiera que compartiese con Guzmán mi vida y mi cama. Y que, como él, sea el aire que llena mis pulmones y renueva la sangre de mis venas. Los dos los quiero como esclavos para ser objetos de mi pasión y mi sexo, pero también como tesoros de mi amor y mi alma para quererlos sin límite”.
Y como si Guzmán escuchase los pensamientos y deseos de su amo, el mancebo le dijo a Iñigo: “El conde, nuestro señor, es tan viril y hermoso que resulta imposible no desearlo y amarlo. Verdad?”. Iñigo, sin mirar a Marta, respondió: “Sí. Un hombre así te obliga a respetarlo y seguirlo hasta el fin del mundo. E incluso a desear ser suyo y servirlo en todo lo que él pueda apetecer... Si vos no estuvieseis con mi señor para aliviar su calentura y sus necesidades de macho, creo que para más de un joven de esta comitiva sería un honor servirle de remedio a falta de una mujer, antes de entregarse al alférez o a cualquier otro soldado”. “Es posible”, dijo Guzmán. Pero añadió: “No creo que mi señor se conformase con cualquiera de los zagales que nos acompañan. Porque si le gustase alguno de ellos, ya lo hubiese catado y le habría perforado el culo para descargar su cremosa leche en las tripas del chaval, como lo hace a veces en las de los dos eunucos además de preñar las mías”. E Iñigo se volvió hacia ella sorprendido y dijo: “Os la mete por el ano?”. “Sí. El conde no quiere bastardos y siempre me da por el culo”, contestó Marta.
El joven paje se quedó atónito y con la boca a medio cerrar y Guzmán le espetó: “A nuestro señor el gusta sobar un buen culo y jugar con el agujero para dilatarlo y clavarle más fácilmente su verga. Es muy gorda y larga y al principio cuesta tragarla y hasta duele. Pero cuando te acostumbras a ella, sientes un placer dentro de la barriga que no es comparable a nada. Algunos rapaces que la han probado dicen que no necesitan masturbarse la polla y se corren mientras el conde los folla. Eso, si él les permite vaciar los huevos. Porque si no lo autoriza deben aguantarse y retener el semen en los testículos aunque les revienten de tanta leche acumulada por el gusto que sienten en el culo. En eso salgo ganando porque mis orgasmos son internos y no tengo dolor de huevos por no eyacular... Pero me da con todas sus fuerzas y noto como mi carne se abre y el culo casi se parte en dos mitades. Sin embargo, cuanto más bestial es el polvo y me azota el trasero con más fuerza, más gozo y consigue que alcance el delirio entre sus brazos. Es el mejor macho que existe en el mundo”.
Iñigo estaba mudo porque no podía articular palabra. Las revelaciones de Marta lo habían anonadado y ya no sabía que pensar, puesto que su cerebro se negaba a razonar con claridad. Lo único que se destacaba en su cabeza, como una fijación, era que él podía servirle a su señor en todo. Incluso con su carne y sus nalgas. Y si su cuerpo le atraía, hasta pudiera ser que el conde quisiese usar su agujero para verter dentro de su vientre el semen espeso que tanto placer le daba a Marta al entrar en ella.
“Pero, si es tan grande, cómo va entrar por un agujero tan pequeño como el mío!”, exclamó Iñigo de repente. Y Marta contuvo la risa para no ofender al chico y le dijo: “Es grande y dura, pero entra por cualquier orificio por pequeño que parezca... Cuando cagas tus zurullos no son gruesos?”.
El chaval se puso rojo como una grana y miró al cuello de su caballo sin atreverse a decir nada, pero Guzmán añadió: “Vamos. Somos amigos y no debes avergonzarte por nada conmigo, porque antes de lo que nos imaginemos quizás compartamos otras intimidades. Si lo que sale por tu ano es gordo, también puede entrar algo grueso y rígido. Al principio de estar con mi señor yo también dudaba que su verga me entrase por el culo. Y, sin embargo, ahora podría meterme dos juntas del mismo calibre. La tuya es grande y gorda?”. Iñigo hizo un esfuerzo y respondió ya sin ceremonias al igual que ella: “No sé. Creo que es como la ...”. Se contuvo de decir la tuya y prosiguió: “No creo que sea como la de nuestro amo. Es de un tamaño normal para un chaval de mi edad. Pero no es pequeña ni delgada. Una así también costaría que entrase en mi culo”. “Y te gustaría metérsela a otro muchacho?”, preguntó Guzmán. “Eso nunca lo he pensado”, contestó el otro joven sin titubear. “Y a una mujer?”, insistió el mancebo. Iñigo ya no fue tan rápido y se lo pensó antes de responder. Pero no tardó demasiado en decir: “Tampoco. Quizás es que aún no encontré una mujer que me guste y me atraiga para hacerlo. Sólo tuve trato con mi hermana y mi madrastra. Y con ninguna de las dos podría tener ese tipo de relación”. “Pero en el castillo hay jóvenes criadas y otras zagalas de servicio?”, puntualizó Guzmán con mucha mala leche. “Tampoco pensé nunca en ellas de ese modo”, admitió el chico bajando la voz y los ojos.
Y enfrascados en su charla y sin darse cuenta se toparon con las puertas de la fortaleza real, que se abrían de par en par para franquear el paso al conde de Alguízar y a su séquito. Y en el patio de armas, al pie de la gran torre del homenaje, salía a su encuentro el rey Don Alfonso acompañado por Don Froilán y el resto de los prohombres de su consejo.
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