Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

domingo, 12 de febrero de 2012

Capítulo LXXVI


Quizás fue una mera sensación o puede que el deseo de ser estrechado por su amo, pero Guzmán notó una repentina atracción hacia el cuerpo de Nuño que lo pegó literalmente contra él. Alargó la mano y tocó el costado de Iñigo que le daba la espalda y resoplaba todavía dormido. Y antes de averiguar si todo era un simple sueño o ansia provocada por su deseo, las manos del amo se apoderaban de su pecho y sus fuertes dedos apretaban sus pezones con las yemas erizándoselos y poniéndolos duros como trozos de hierro. El amo quería usarlo y ya golpeaba con el glande el bodoque fruncido que formaba su ano nada más despertarse cada mañana. Por mucho que lo hubiese follado antes, ese agujero se cerraba y apretaba como queriendo guardar el olor de la verga de su dueño dentro del culo. Y al amanecer, casi siempre a Nuño le gustaba penetrar en el cuerpo del mancebo sin anunciarse.

El mancebo relajó el esfínter al notar la presión de la contundente polla de Nuño y éste se la injertó en el cuerpo sin necesidad de lubricación alguna. Como es necesario injertarlo con otro para que un frutal dé mejor fruto y que ese se apropia de su tallo y su raíz, así el esclavo es enriquecido por su amo y su carne es más rica y más jugosa al vivificarlo la savia de su señor. Guzmán sentía el orgasmo en el culo antes que su polla eyaculase si lo permitía su dueño. Pero sin contar con sus reacciones, el semen del conde corría tripas arriba por el recto del mancebo, regándolo y fertilizando la vida de este muchacho para poder seguir viviendo el sueño de un amor que ya no tenía ni límites ni fin.

Los dos temblaban al mismo tiempo y se estremecían como niños ante la novedosa fascinación de un juguete al estar unidos y clavados uno al otro. El conde le había dado una finalidad a la vida de Guzmán, pero éste le había devuelto el corazón a un hombre endurecido por la pérdida de su primer amor de adolescente. Los dos eran muy jóvenes todavía y la naturaleza les había dotado de un palmito envidiable por muchos. Nuño era un macho de una pieza, fuerte y altivo, adornado además con un rostro y un cuerpo que hacía mover las piedras a su paso. Y Guzmán era la seducción y la atracción hecha carne. Su forma de ser y su inteligencia eran incluso más apetecibles que su hermosura, siendo mucha, y no podía negarse que naciera para ser un líder. Un príncipe que arrastrase a miles de hombres tras de sí y fuese adorado por todo un pueblo enardecido y encandilado por su caudillo. Pero todas esas dotes de dominio y persuasión las había supeditado a algo que para el mancebo era más importante y sagrado. Al amor por su amante y a la esclavitud en manos del hombre que supo enamorarlo y captar toda su atención hacia su persona.

Y en pleno orgasmo de ambos, Iñigo se despertó y miró los estertores compulsivos del amo que descargaba su pasión dentro de Guzmán. El chico reflejó una sana envidia en sus ojos y el conde lo besó en los labios para desearle los buenos días. Qué guapo estaba este chico de pelo dorado nada más despertarse. Daba la impresión que el sueño acrecentaba la perfección de las líneas de su rostro, igualando y hasta superando en belleza al mítico Antinoo amado por Adriano, cuyo busto en mármol blanco recordaba bien el conde al haberlo visto en una viejas ruinas de Itálica. Iñigo estaba boca abajo y levantaba el culo ligeramente como queriendo provocar el deseo de su amo para que lo montase. Y Nuño le acarició sus nalgas perfectas y tan doradas como sus cabellos y saltó por encima de Guzmán para estrechar contra su cuerpo al otro esclavo.

La polla del macho aún latía soltando restos de esperma y el chico sin perderla de vista se encogió para alcanzarla con los labios y besarla suavemente lamiendo también esas gotas del fruto de la lujuria de su señor. Pero Nuño se la introdujo en la boca e Iñigo mamó con avidez y no paró hasta notar como se endurecía y crecía dentro de ella. Los huevos de Nuño elaboraban otra vez esperma a marchas forzadas y pronto estarían en condiciones de dar otra descarga nutrida de vida y satisfacción para el amo y el esclavo.

Iñigo seguía presionando con lo labios la verga del conde y jugueteando con la lengua en torno al glande y el orificio de la uretra, presentando una excitación en su pene que daba miedo a que le reventase de un momento a otro. Y Nuño consideró llegado el punto de ebullición de sus cuerpos para tomar lo que le pertenecía por derecho de propiedad. Con un ágil movimiento se encaramó sobre el lomo del esclavo y bruscamente le separó la patas con las suyas clavándolo en la cama de un solo golpe de pelvis, que empujó la verga hasta el fondo del culo del chaval. Iñigo emitió un tímido quejido que enseguida se mezcló en una agitada respiración con gemidos intercalados. Aumentaron los jadeos del conde y los movimientos espasmódicos sobre el muchacho, aplastado bajo el peso del amo, y al poco tiempo se evidenciaron las descargas de los cojones en los dos jóvenes, que una vez más se unían en el mismo placer incrementando ese amor que los llevaba por la misma senda a los tres. Porque Guzmán se volvió a correr con ellos viendo como gozaba su amo y su compañero de esclavitud.

Y tampoco podría decirse que lo pasaran mal durante la noche Fulvio y Curcio, pues bastaba con fijarse en sus sonrisas de complicidad para imaginar como tendría de irritado el glande el primero y hasta que punto el ano del segundo todavía echaba fuego de tanto roce. A Curcio siempre le costaba juntar los muslos después de una larga sesión de sexo. Y si tenía que montar a caballo, la cosa se lo ponía muy chunga con el traqueteo del culo sobre la silla. Pero ante la felicidad y el placer que recibía de su obsequiosos amante, cualquier sacrificio era poco ni había dolor o molestia que le impidiese bajarse las calzas y subirse la túnica en cuanto al otro le apetecía volver a metérsela por el ojete.

En realidad todos los muchachos amanecían con una sonrisa de oreja a oreja y eso denotaba el grado de complacencia de unos y de otros. Hasta los africanos parecían que abandonaban cada vez más ese aspecto impenetrable de sus caras, pues sus vergas obtenían un gran gusto al entrar en los cuerpos de los dos eunucos moros y de los otros dos chavales napolitanos, que ni unos ni otros perdían el tiempo en bobadas para sentarse bien escarranchados sobre los muslos de sus amados guerreros, ensartados totalmente por sus grandes cipotes, o de esos otros cuatro que aún no tenían amado fijo. Sin olvidar a Fredo y su Piedricco, que el agujero de este tierno muchacho corría el riesgo de romperse cada noche con los bruscos embates que le metía su fornido amante.

Los que se lo montaban por libre eran los sicilianos Mario y Denis. Pero ellos sabían bien donde apretarle al otro para desnatarlo de gozo y quedarse dormidos en un estrecho abrazo compartiendo el mismo catre los dos. Y también aparecieron Carolo y Dino, lleno de orgullo este último al no conseguir cerrarse de patas esa mañana. Pero a Carolo le faltaba algo más para sentirse plenamente realizado. Y al chico se le notaba un montón que esperaba lograr algo que le regateaban y se resistía en llegar. Daba el aspecto de necesitar urgentemente algo nuevo y diferente a lo conocido hasta ese momento y sus labios no llegaban a juntare del todo como si suplicasen que le diesen eso que buscaba sin saber del todo en que consistía exactamente.

Llegaba el final de la estancia en Siena y en la calma de un atardecer sosegado, el conde y Froilán perfilaban los pormenores del resto del viaje hasta Pisa. Charlaban tranquilamente y con cierto reposo aguardando la cena con Don Bertuccio, que en esos momentos debía estar refocilándose con alguno de sus chicos, y Froilán le preguntó a Nuño cuando pensaba acabar con el rictus ansioso que llevaba dibujado en la cara Carolo, debido a la forzada virginidad de su culo. El conde sonrió y quería evitar una respuesta, pero Froilán insistía en saber cuantas horas más tenía que esperar el chico para saber que sentiría su cuerpo al ser poseído por la verga de otro hombre. Pero Nuño sólo le dijo que lo que tendría que venir llegaría en el momento oportuno y posiblemente sin avisar tomando por sorpresa al muchacho, que estaría más desarmado para entregársele plenamente.