Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

martes, 3 de enero de 2012

Capítulo LXV

Respiraron un aire intranquilo durante esa tarde, pero Nuño se encerró con sus cuatro chicos en el dormitorio y los miró desnudos con sus eslabones de oro al cuello como jóvenes tigres domados por la habilidad de un gran adiestrador de fieras. Estaban recién bañados y sus cuerpos relucían con el aceite que los eunucos habían extendido cuidadosamente sobre la piel de los muchachos. Eran figuras esculpidas por un maestro de gusto refinado y un sentido estético casi divino. Brillaban tanto los cabellos como los músculos, que se acentuaban al darles la luz. Y nadie, ni el mismo conde, podría decir objetivamente cual de ellos era el más bello. El mancebo quizás era el más misterioso y atraía por su sagacidad y esa chispa de plata que encendía sus ojos. Iñigo era un joven dorado que parecía irreal de puro hermoso. Daban ganas de adorarlo y sentirse en su interior para conocer el cielo desde dentro. Fulvio resultaba excitante y poseerlo era un reto de inagotable lujuria. Y luego estaba Curcio. Y este chico realmente era un capricho para los sentidos. Pocos cuerpos habían sido tan bien modelados como el suyo y su rostro prendaba aún queriendo resistirse a tanta perfección.

Nuño estaba atrapado en esos cuatro muchachos y nada más gozar cualquiera de ellos, su mente ya necesitaba volver a tenerlo de nuevo entregado al placer. Disfrutó de ellos, pero permitió que se amasen entre si y se alimentasen con su leche y la que salía de los prietos cojones de los chicos. Y les dio por el culo a todos, sin olvidar tampoco darle a Fulvio la oportunidad de joder a su querido Curcio. Era un espectáculo ver como se amaban los dos críos y con cuanta delicadeza y pasión tomaba el mayor al más joven. Le llegaba tan dentro la polla, que Curcio, aunque lloraba por los punzadas, emocionado le pedía más con los ojos. Y Fulvio se lo daba. Se la clavaba con un movimiento seco y enérgico que hacía saltar al otro como si le pinchasen el corazón con un afilado punzón.

Pero al tiempo que ellos gozaban, Guzmán e Iñigo eran usados por el amo, por la boca o por el culo, dejando algo de vida en un orgasmo largo y profundo como la penetración que sentían en sus cuerpos. Nuño se moría de gusto dentro de sus dos amados esclavos, viendo como los otros dos se rompían el alma a besos. Al final de la tarde todos descansaban tumbados sobre un mismo lecho y entrelazando los brazos y las piernas para saber que aún inertes seguían amándose. Estando unidos se sentían seguros y nada ni nadie sería capaz de hacerles ningún daño, puesto que todo el universo que ellos querían alcanzar estaba ya en sus manos.

En la cena, cuando la conversación con el obispo les dejaba un hueco, Froilán le contó al conde como lo había pasado esa tarde con sus dos chavales, a los que amaba más de lo que el noble aragonés desearía para no tener remordimientos al apetecerle el culo de otro chico, y pormenorizó cuanto les había hecho y como había logrado que los dos casi llegasen a follarse el culo. Aunque no llegaron a metérsela del todo, porque le dio reparo y le confesaron a su amo que sus pollas no estaban hechas para eso. Froilán le dijo a Nuño que les zurro duro en las nalgas, pero que al final desistió al ver que sus pitos se arrugaban al rozar el ano del compañero. Ruper y Marco habían nacido para poner el culo y sus pollas sólo se excitaban a tope al saber que una verga más gorda y más grande que las suyas les iba a taladrar el ano sin piedad ni miedo a rompérselo y dejárselo como una breva estrellada al pie de la higuera.

No hacía viento y las hojas de los árboles del jardín apenas se movían. Todos se habían retirado a sus distintos aposentos algo más temprano de lo habitual, porque Isaura se quejó de un fuerte dolor de cabeza y hasta de encontrarse mal del estómago. Don Benozzo se excusó y se retiró con ella, ya que lo normal es que le apeteciese darse un revolcón antes de coger el sueño. Y una vez que se fue del salón el anfitrión, todos los comensales se fueron levantando para irse también cada cual a su habitación o tomar el fresco antes de meterse en la cama. Y Guzmán le pidió al conde que saliesen un rato al jardín para contemplar las estrellas.

Nuño le echó el brazo por encima de los hombros y les ordenó a los otros tres que los siguiesen. Se sentaron en un bancal de travertino y los otros chavales se acomodaron en el suelo a los pies del amo. Nuño fijó la vista en las estrellas, siguiendo el dedo índice del mancebo, y le entraron ganas de besarle la boca como si estuviesen en el bosque negro los dos solos y sin más compañía que sus caballos. Guzmán se dio cuenta del deseo de su amo y su pene acusó el calentón de aquel beso y del roce de esas manos cuyo tacto le excitaba más que cualquier otra cosa que no fuese la verga de Nuño.

Y estando metidos en la ensoñación de la noche estrellada, escucharon unos gritos de mujer que proveían de los aposentos del obispo. Era la voz de Isaura y su lamento sonaba desgarrador. Corrieron dentro del palacio y pronto se encontraron con criados y guardias que iban de un lado a otro, atropellándose ellos mismos en su afán de llegar los primeros a ningún sitio determinado. Froilán también apareció en la escalera del palacio y con Nuño y sus muchachos fueron hacia las habitaciones del prelado. En la puerta estaban Carolo y el capitán y entraron sin más para averiguar cual era la causa de los gritos de la joven.

Por un momento se hizo el silencio y fue el capitán quien dijo al resto de los presentes que el obispo estaba muerto. Benozzo yacía sobre el lecho con la cabeza medio caída hacia un costado y los ojos desorbitados y muy abiertos. Y de su boca escapaba una baba espumosa que a todos dio que sospechar. Guzmán fue a buscar a los eunucos y Hassan, nada más ver el aspecto del cadáver afirmó que lo habían envenenado con una burda pócima a base de cianuro. Dijo incluso que le había sido suministrado durante la cena y la muerte debía ser reciente. Isaura contó como el hombre empezó a retorcerse por el dolor en la barriga y que enseguida le salió espuma por la boca y los ojos se le revolvieron dentro de las órbitas. Eran síntomas claros del emponzoñamiento pernicioso que había sufrido. El asunto estaba ahora en descubrir el autor y el móvil del asesinato.

Y comenzaron las conjeturas y las sospechas, recayendo alguna en los invitados. Cosa que pronto de descartó por falta de motivo lógico y que justificase tal acción. Y en medio de los dimes y diretes, Lotario, como capitán de la guardia, ordenó cerrar la puertas del palacio y aumentar la vigilancia, extremando las medidas para asegurar la vida de los ocupantes. Dijo que él se encargaba de todo y despidió al resto para que descansen dentro de lo posible. Pero Carolo estaba intranquilo y el conde se dio cuenta que el chico no miraba con buenos ojos a la amante de su tío ni al capitán. Nuño se acercó al muchacho y le consoló por la pérdida de su valedor y quien lo mantenía a su costa. Ya que el sucesor de su tío no se haría cargo de él ni lo acogería en el palacio para vivir como hasta ese momento, igual que el hijo de un rico magnate.

Las cosas se le ponían en contra el joven Carolo y eso parecía que le afectaba más que la defunción del obispo en si misma. De pronto dejaba al descubierto que su afecto por su tío sólo dependía del sustento y del nivel de vida que le garantizaba su protección. Por lo demás, la vida y la conducta libertina del prelado no debía entusiasmarle mucho al chico. Y Nuño lo llevó con él a un cuarto y quiso conocer su opinión sobre el hecho y, sobre todo, sus temores y preocupaciones de futuro. El chaval le confesó que temía que todo fuese un complot urdido por Isaura y el capitán. El muchacho afirmaba que los dos estaban liados y se veían en secreto a espaldas de su tío. Y, por supuesto, follaban en cuanto tenían la menor oportunidad. Así que podía ser un crimen ideado para librarse de Benozzo y poder ser libres para amarse sin tapujos ni temer la venganza de un hombre poderoso y vengativo.

La teoría no era descabellada del todo y quizás fuesen los que más motivos tenían para desear la muerte del prelado. Pero acusarlos sin pruebas no era justo y además resultaba peligroso dada la situación del conde y Froilán estando en el Lacio y en territorios del papado. Carolo estaba afectado por las sospechas y el conde se brindó a acompañarlo esa noche si creía que necesitaba la compañía de otro hombre aunque sólo fuese para no encontrarse tan solo con sus problemas. Y el chico aceptó, porque en verdad se sentía abandonado de golpe y sin saber que haría a partir del día siguiente. Por el momento no veía la luz al final de ese negro túnel en que lo dejaba la desaparición de su tío el obispo de Viterbo.