Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

martes, 18 de octubre de 2011

Capítulo XXXVIII

El objeto de la salida esa mañana, no era pasear por el placer de conocer la ciudad y palpar el vivo ambiente de sus calles, con mujeres y hombres hablando alto y niños que lloraban y chillaban al mismo tiempo. No tenía nada de grato ir salvando los continuos chaparrones de agua sucia y desperdicios que arrojaban a vía pública, ni tampoco mascar y oler el sabor agrio y picante de la pobreza. Y eso que, como pasaba en otras muchas ciudades, había dinero en Nápoles. Pero, como también es habitual en todas partes, esa riqueza estaba solamente en manos de unos pocos y el resto sobrevivía como mejor podían a base de sacrificios y miserias.

Pues bien, iban de visita formal a la casa de un rico armador y comerciante de especias, telas y alfombras, traídas del oriente, Llamado Pietro de Lossio, asentado en Nápoles desde años atrás, pero de origen genovés. Este hombre, muy bien relacionado con casi todos los mercaderes de la costa de Italia, Bizancio, Egipto y gran parte del norte de Africa, les sería muy útil para entablar conversaciones con gentes influyentes en Génova y otras ciudades, pero fundamentalmente al conde le interesaban los contactos de Don Pietro con la señoría de Venecia. El mercader mantenía amistad con el Dux y eso era muy importante para lograr que Venecia se decantase a favor de las pretensiones de Don Alfonso, oponiéndose a Ricardo de Cornualles, a los franceses y al papado.

La casa del adinerado negociante era importante y aparente desde la misma puerta de entrada. En ella se notaba un lujo recargado en exceso y pretencioso, que intentaba compensar con dinero la falta de grandeza y nobleza que da la sangre. Nuño no entendió aquel despilfarro de oro y objetos extraños, casi amontonados y desluciéndose incluso unos a otros, pero Froilán, más sofisticado y refinado que su noble amigo, le aclaró el detalle de que, corrientemente, al no tener clase de cuna, se suele intentar paliar esa falta mediante una grotesca exhibición de riquezas. Algunos piensan que el buen gusto se puede compra sin más. Y eso, salvo excepciones bastantes escasas, sólo se adquiere poco a poco, generación tras generación.

Pero aquel hombre podía permitirse casi todo que tuviese precio, menos tener un hijo varonil. Y esa era su cruz y quien amargaba su cómoda y suntuosa vida. Don Pietro tenía un sólo hijo varón, que sólo contaba dieciséis años, pero era más delicado y de maneras más finas que sus dos hermanas. Le llamaban Piedricco y además era el más pequeño de los tres. El padre enviudara hacía un par de años. Y, según dijo para justificar las maneras del crío, la pobre madre, temiendo siempre que le pasase algo malo al niño, lo había criado entre algodones y en lugar de un hombre educó a otra mujer. Piedricco era bastante afeminado. Muy guapo, más que sus hermanas. Y vestido con las ropas de ellas, las superaba en belleza con creces. Tanto era así, que el padre, para acordar las bodas de sus hermanas, en lugar de enviar un retrato de ellas, hacía pintar al chico con las mejores galas que una moza podría soñar y mandaba su imagen diciendo que era una de las hijas. Sólo le decía al pintor que variase el color del pelo un poco y ya quedaba solucionado el problema para no resultar tan iguales las dos. Ellas no eran feas. Todo lo contrario. Pero el chico era mucho mas bello y su elegancia notoriamente mayor. Escotado y con el pelo recogido en una trenza, su cuello parecía el de un cisne.

De tanto elogiar las mercancías para obtener un mejor precio de venta, Don Pietro negociaba con el rostro de su niño para colocar a las hijas cumplidamente servidas por una sustanciosa dote y un retrato adulterado de sus prendas y gracias. Y sus esponsales ya los tenía apalabrados con un noble genovés para la mayor y la segunda, más hermosa que la otra, con el hijo de otro rico hacendado de la Toscana. Y ahora le quedaba por resolver el asunto de un hijo que parecía una nena. Imposible casarlo, puesto que le podían entrar sarpullidos a la criatura si le mencionaban en serio la perspectiva de besar a una mujer en la boca y más acostarse con ella. Eso no entraba en sus planes ni de presente ni de futuro. Y por si fuera poco, el padre no podía tener en casa ningún criado demasiado joven por si le desvirgaban al chaval. Que, por otra parte, al muchacho se le notaban unas ganas locas de ser tomado y penetrado hasta por las narices.

Y de todo eso se dieron cuenta el conde y sus acompañantes. Y por supuesto también Don Froilán y el joven Fredo. Y éste se quedó colgado con el precioso chiquillo que se movía y hablaba como una dulce muchacha. Lo miraba y estaba pasmado con su cara tan bien modelada y sus facciones tan finas, que sólo el de la estatua romana de un hermafrodita que había visto en Florencia podría igualarse. Y el cuerpo estaba tan bien diseñado y medido, que creyó imposible superar el equilibrio de formas de Piedricco. El conde le advirtió a Fredo que se le estaba notando mucho el encandile repentino por el mocito y que al menos cerrase la boca cuando el crío la abría diciendo algo. Fedro ponía una cara y movía los labios como si quisiera comerse los de Piedricco como una fresa roja y tan madura que no sería necesario morderla para partirla en dos trozos.

Nuño empezaba a temer que iba a necesitar mucha paciencia a lo largo de su periplo por Italia, cargando con todos aquellos muchachos. Y, por si fueron pocos, llegaron a la casa del comerciante, para unirse a ellos, los otros dos napolitanos que todavía faltaban. Jacomo y Luiggi. Ahora ya estaban todos reunidos y la mirada de Jacomo también se cruzó con la de Fredo recorriendo el palmito del hijo del mercader. Daba la impresión que no era la primera vez que veía al muchacho y éste se puso rojo ante su insistencia en devorarlo con los ojos. Al conde le iba a dar un ataque de furia y le entraron unas ganas tremendas de ponerles el culo al rojo a esa pandilla de hormonas desatadas y cargadas de testosterona. Pero se contuvo y le pidió a Don Pietro que dejasen a un lado a los muchachos para poder charlar de los negocios del rey de Castilla con más calma y tranquilidad.

Froián y el conde se fueron con el mercader a otro aposento y los chicos se quedaron con Piedricco en un patio tranquilo donde unos pájaros exóticos trinaban y gorjeaban en grandes jaulas doradas. Y Fredo y Jacomo carraspeaban antes de dirigirse a su joven anfitrión, con el fin de que su voz les saliese más grave y varonil. Los tres pajes no decían casi nada y el resto de los chavales italianos tampoco tenían mucho que decir, aunque Leonardo, entre dientes, le llamaba puto marica a Piedricco. Y Giorgio, que se dio cuenta de lo que mascullaba este otro muchacho, le dijo que se sentase a su lado porque iba a leerle la mano. Se la leyó, pero la lectura fue muy corta. Según Giorgio, en las rayas de la mano de Leonardo estaba escrito que esa noche le follaría la boca y el culo una polla napolitana. La suya. Y no lo compartiría con Fredo ni con nadie. Sería sólo para él. Y el chico, casi extasiado, le aseguró que sería la puta más cachonda que nuca antes habría follado. Le iba a dar gusto hasta en las orejas.

Guzmán, mucho más atento a todo que Iñigo y Ruper, se acercó a Jacomo y lo separó de Fredo y Piedricco con la excusa de saber cosas sobre las costumbres del sur de la península de Italia. Y eso dio pie a Fredo para intimar más con el joven que le atraía de esa forma incontrolable desde el instante que lo vio. Y por boca del chico escuchó una revelación que le dejó el corazón en un puño. Piedricco lloraba al contarle a Fredo que su padre lo metería en un convento en pocos días. Una vez prometidas en matrimonio las hermanas, él era un estorbo y una vergüenza para su padre. Don Pietro se avergonzaba del hijo y no quería que saliese de casa, para ocultar de eso modo su natural femenino. Sobre todo desde que un día en el mercado, donde acudió el crío acompañado por sus hermanas y dos criadas, unos mozos se metieron con él piropeándolo y diciéndole que era la más guapa de todas la mujeres de Nápoles. Esa mañana también estaba en la plaza Jacomo y, al ver lo que pasaba, no dudó en intervenir y proteger a Piedricco para que regresase a su casa con las otras mujeres, como le dijo el valiente mozo. Hasta su valedor lo había tratado como moza en lugar de mozo!.

Y por ello Don Pietro, a cambio de una jugosa dádiva al convento de Santo Domingo, recluiría de por vida a Piedricco en el cenobio. De eso modo, el padre evitaba también que lo conociesen las nuevas familias de sus hijas, librándolas de soportar la burla y el escarnio hacía su hermano por ser tan melifluo, por no decir maricón. Y el crío tenía tanta vocación de monje como de esforzado guerrero y casarse con una mujer paridera de hijos. Mejor le iría como bayadera en el serrallo de un sultán, joven, moreno, fuerte y con unos ojos tan profundos y fogosos como los de Fredo. Qué complicada es la vida cuando no se acepta a las personas tal y como son y las parieron. Y luego fueron creciendo según los parámetros con que los criaron y educaron. Qué culpa tenía Piedricco de ser así, si en parte se debía al exceso de cariño y cuidados de su difunta madre?. Y digo en parte, porque ya desde su nacimiento el chico mostraba maneras y daba la impresión que el pito que le colgaba estaba de más. Hasta para mear se sentaba el muchacho en una bacinilla muy adornada.

Al volver al palacio de Giorgio, Fredo le narró al conde la tragedia que estaba a punto de vivir Piedricco. Pero Nuño no consideró oportuno inmiscuirse en temas familiares tan delicados. Y menos tratándose del influyente Don Pietro. Cómo iban a resolver la situación del chiquillo para librarlo de los hábitos, se preguntaba el conde. Para algo así, no tendría solución ni el ingenioso Froilán. La suerte de Piedricco estaba echada y le tonsurarían su preciosa cabellera de rizos castaños. Así como, con el paso de los días o mejor de las noches, su ojo del culo ganaría indulgencias plenarias a cargo de sus compañeros de claustro necesitados de aligerar esperma. Iba a pasarse más tiempo a cuatro patas que de pie. Y no precisamente para hacer penitencia. Sería la puta de todo aquel monje que no fuese octogenario. A no ser que algún santo hiciese un milagro y lo volviese un macho de rompe y rasga, cosa no sólo difícil sino más improbable que el mar quedase sin agua para navegar por su inmensidad.

A Fredo se le abrieron las carnes al oír decir esas cosas al conde, pero lo cierto es que la vida en clausura de Piedrico sería más parecida a la de una ramera que a la de un fraile. Y hasta puede que hasta el ordinario del lugar, o sea el obispo, todas las semanas se diese una vuelta por el convento para pasar un buen rato trajinándose al grácil crío. Lo mejor para el chico es que se lo llevase al palacio episcopal para usarlo en exclusiva. Bueno, además del secretario, algún mayordomo, dos o tres criados y también los mozos de cuadra del obispo. Al tierno ojete le resultaría difícil mantener mucho tempo el tono rosado y la estrechez que se le supone a un culo virgen.