Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Capítulo LXII

Al llegar a un punto en la ruta, cerca de Alatri, el conde quiso ver la acrópolis de esa ciudad y le dijo al prior Luca que se adelantase al convento para anunciar su llegada y que preparasen alojamiento suficiente para toda su comitiva. Pasearon por lo que fuera el centro de la urbe en tiempos romanos, viendo frisos, columnas y capiteles y algunas estatuas que todavía conservaban su cabeza y los miembros, y los chicos seguían las explicaciones de Froilán, embobados por su sapiencia y cultura. Guzmán, en un aparte, le comentó al amo que le encantaba eso de visitar otras ciudades y conocer distintos países con sus paisajes, costumbres y diversos modos de pensar y ver las mismas cosas desde prismas diferentes a los suyos. En todas parte había belleza y cosas interesantes que ver y recordar. Lo malo era la inseguridad en los caminos y los riesgos insospechados a que estaban continuamente expuestos, tanto por la misión que llevaban, como por ser tan jóvenes todavía y además guapos y apetecibles para otros usos que la mera contemplación de sus encantos. Todos ellos eran como un apetitoso bocado dentro de una jaula llena de fieras. Y, consiguientemente se los querían comer, pero a pequeños trocitos para paladearlos a gusto.

Aquella vieja ciudad romana les gustó a todos y quedaron sorprendidos de la cultura y forma de vivir de los antiguos romanos. Era como si en su tiempo hubiesen retrocedido siglos de civilización y ahora lo imperante era la incultura generalizada, sobre todo entre los nobles y poderosos.

Se salvaban los monjes que todavía mantenía la llama de otras ideas y conservaban y reproducían códices, aunque sometidos a una férrea censura y reservando su conocimiento a unos pocos privilegiados. Y tanto el conde como Froilán e incluso Iñigo, se libraban de una ignorancia supina debido no sólo a sus posiciones en la elite de su sociedad, sino también al celo por aprender que desde pequeños les inculcaron. El mancebo era caso aparte y su ilustración en varias disciplinas se debía al empeño de Aldalahá y sus contactos con los filósofos y eruditos árabes, primero, y más tarde al de Doña Sol que compartía su raciocinio sobre múltiples temas con Guzmán. Y esa dama tenía una inteligencia más que preclara y unos conocimientos impropios en una dama de su época.

Con el fin del atardecer llegaron a la Certosa di Trisulti y Luca y el abad Genaro los recibieron en la misma puerta del convento rodeados de un nutrido grupo de monjes. No resultaba sospechosa esa cortés amabilidad del abad hacia el conde y Froilán, puesto que hubiera sido igual de atento con un emisario de Ricardo de Cornualles o del mismo pontífice. El caso era estar a bien con todos los poderosos y procurar obtener tajada de cualquiera de ellos. Pero siempre le convendría más un emperador que recortase el poder papal, que amenazaba su dominio sobre el monasterio y sus tierras, que otro que se aviniese a reconocer la primacía del solio de San Pedro sobre el trono del rey de romanos. La debilitación del poder de Roma le fortalecía a él sin duda alguna.

Se acomodaron en vario aposentos tras la bienvenida, algo más que solemne dadas las circunstancias e intereses del abad, y el conde y Froilán acompañaron a los dos anfitriones al refectorio y los chavales ocuparon unos modestos bancos de madera tosca para compartir la cena con los frailes más jóvenes de la congregación. Y, seguramente por casualidad, al lado de Guzmán se sentó un chiquillo adolescente, muy agraciado de cara, ya que el cuerpo difícilmente se le podría apreciar bajo el grueso sayo que vestía, y al mancebo le pareció que el crío deseaba pegar la hebra con él y parlotear de todo lo que se le ocurría al chico. Y sobre todo le intrigaba la vida de armas y aventuras que daba por hecho que vivían a diario yendo con dos nobles señores tan importantes y seguramente famosos por su valor. Pero Guzmán también sabía derivar la conversación donde quería y le interesaba y le sonsacó al chaval cuanto quiso saber tanto del abad como del joven prior. El mancebo llegó a la conclusión que Genaro era un viejo zorro y sabía muy bien como jugar sus cartas con prebendas y sopesar sus posibilidades de poder e influencia sobre el resto de sus monjes.

Ese chaval, de nombre Tito, como el emperador que inauguró el Coliseo de Roma con unos memorables juegos y espectáculos de fieras y gladiadores, no era precisamente un fuerte ejemplar humano ni su aspecto era el de un luchador. Simplemente era un chiquillo, pariente no muy lejano del abad y del prior, que le calentaba la cama al primero cada noche y prestaba su joven cuerpo para el deleite de poderoso mitrado, aunque ese hombre maduro, mal conservado y aquejado de gota, le daba más asco que gusto. En un apalabra era la coima del abad, pero con pito y supuestamente un precioso culo que calentaba la minga del poderoso fraile, sin que el crío gozase con ello lo más mínimo.

Según le contó el chico al mancebo, antes que él hubo otros muchachos en la cama de Genaro, incluido Luca siendo adolescente y posteriormente, al hacerse mayorcito, lo nombró prior del monasterio con derecho a sucederle al frente de la abadía. Era una forma de recompensar los servicios sexuales prestados y asegurarse que nunca tendría críticas o le reprochasen sus debilidades carnales hacia los jovencísimos aspirantes a fraile. Además a Luca también le gustaba tener entre sus manos una buena polla y metérsela por el culo a la menor ocasión. De suyo, Tito le contó a Guzmán que en la celda del prior siempre había un cirio que nunca ardía y a veces no olía a cera precisamente.

El conde alucinó con la historia que le trasmitió Guzmán, pero tuvo que reconocer que esas cosas eran habituales en muchas instituciones gregarias. Ya que también el uso de adolescentes, casi niños, como objetos sexuales se daba frecuentemente en Roma entre cardenales, obispos y clérigos. Ni tampoco era raro ver a un niño de trece años o menos consagrado obispo o hecho cardenal. Y lógicamente esas criaturas adolecían de verdadera vocación para tomar los hábitos y dedicarse a la religión y al culto divino. Froilán le recordó a Nuño que muchos cardenales no eran sacerdotes ni siquiera religiosos y no debía escandalizar que tuviesen esposa e hijos o amantes de cualquier sexo. La púrpura o la mitra era una forma de conseguir la consideración social y riquezas de las que le privaba el hecho de no ser los primogénitos y herederos de los títulos, feudos y patrimonios de sus familias. Y tanto el abad Genaro como el prior, debían ser unos de ellos sin duda alguna.

Aún así, al conde le daban ganas de partirle la boca al seboso abad de San Bartolomeo por abusón y aprovecharse de adolescentes demasiado jóvenes aún, en base a su posición de preeminencia en el convento y el ascendiente sobre ellos. Acentuando más la precaria situación de esos chavales, dejándolos totalmente indefensos como si los encarcelasen y encadenasen a los muros de las sacristía entre el humo de cirios e incienso. Pero Froilán le hizo entender que ellos tampoco eran unos santos en ese aspecto, pues tenían jóvenes esclavos a los que les daban por le culo cuando les daba la gana. Y Nuño reflexionó y llegó a la conclusión que si bien es cierto que él tenía esclavos y eran jóvenes, no le servían por miedo o por estar presos y atados, sino porque le amaban y deseaban tanto como él a ellos. Las cadenas de sus chicos eran de otra clase. y cuando llegaba a poseerlos, ya estaba seguro que eso era lo que ellos deseaban también. Y aunque no lo buscasen o gozasen desde el principio al ser sodomizados por él, no tardaban en disfrutar sabiendo que le daban placer y al mismo tiempo ellos también gozaban y aprendían a sentir esa faceta del sexo y el amor entre hombres.

Froilán no quiso discutir con su amigo y derivó la conversación a otros derroteros. Como por ejemplo, guardar bien los ojetes de los chavales por si algún intruso pretendía entrar en ellos. Eso al conde terminó de joderlo, poniéndolo de mal humor, y ordenó que todos los chicos se retirasen a dormir y cerrasen bien las puertas. Y, por si acaso, un imesebelen se quedaría delante de cada entrada durante toda la noche. Si alguien pensaba que lo iba a tener fácil estaba muy confundido. Podría intentarlo, pero se quedaría sin pito. Y eso incluía al mismísimo abad y al prior. Todos callaron y obedecieron en silencio al conde. Y Froilán se encerró con sus dos muchachos y Nuño con sus cuatro preciosidades, que podían recordar tres gracias admirando la belleza de Helena de Troya. Que en este caso era morena y de ojos verdes. Ya que aunque los otros también fuesen muy guapos, Curcio era el más joven y le correspondería ese papel.

La noche estuvo tranquila y sin incidencias que lamentar. Bueno, según afirmó Hassan, Otul, quizás el más pollón de los seis negros, se folló al prior Luca, porque prácticamente se le sentó en la verga remangando las faldas. Más tarde la casualidad quiso que pasasen por ese lugar tres novicios y uno tras otro cayó en la tentación de saber como era estar empalado. Y a Ammed le pasó otro tanto con cuatro monjes todavía jóvenes. En fin. Esos africanos bien pudieran repoblar Europa en poco tiempo si los hombres tuviesen matriz. El resto de los guerreros negros ya tenían arreglo al terminar de hacer guardia y antes de dormir un rato. Y para eso ya estaban los eunucos y los dos chavales de Nápoles, que no dejaban pasar la ocasión de subirse a las trancas de los imesebelen.

Nuño se despertó cansado, porque durmió mal y le costó coger el sueño una vez que se agotó de follar con sus chicos. Guzmán tampoco pegó ojo hasta ver a su amo tranquilo y por la mañana se le pegaban las sábanas y los párpados no querían levantarse. Iñigo lo zarandeó para sacarlo de la cama, metiéndole prisa para vestirse, pues seguro que inconscientemente todos deseaban abandonar el monasterio cuanto antes. No los habían tratado mal, pero, por un lado, les daban pena los muchachos encerrados entre esos gruesos muros. Y, por otro, les molestaban las miradas libidinosas a sus nalgas y ese cuchicheo que no cesaba ni un minuto en cuanto los chavales se cruzaban con un grupito de frailes.

El conde y Froilán se despidieron amablemente del abad y de Luca, el prior, y montaron en sus caballos, descansados y lustrosos, repiqueteando sus herraduras el empedrado del suelo con ganas de trotar y galopar contra el viento alejándose de allí con destino a Subiaco.