Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

jueves, 28 de julio de 2011

Capítulo VI

El viaje seguía su curso con altibajos durante la marcha, pues los caminos no eran lo que se dice demasiado transitables ni siquiera en los llanos, pero su dificultad aumentaba al ascender una loma o subir una cima rocosa, a veces árida y con escasa vegetación arbórea que protegiese del calor del sol a los viandantes.

El conde encabezaba normalmente la comitiva, pero también reculaba hasta el carretón donde viajaba el mancebo porque verlo, aún disfrazado de mujer, le alegraba la cara y solía ser la causa de hacer un alto para reponer energías y vaciar sus cargados testículos. No hacía falta que Guzmán bajase de la carreta puesto que el conde entraba en ella y allí mismo le subía los refajos para acariciarle el culo mientras el chico le mamaba la polla y la preparaba para recibirla dentro de su culo. Los eunucos salían fuera para canturrear y apagar los maullidos de gata cachonda que daba el mancebo, aunque les era más complicado sofocar con sus finas voces los jadeos y rugidos del conde, sobre todo al acercarse al orgasmo. Lo inevitable era que todo el carro trepidase y sonasen sus maderos como queriendo desencuadernarse y desarticularse por piezas y que las mulas no sintiesen ganas de levantar el rabo exponiendo sus coños al aire por si algún macho se prestaba a montarlas también, sin miedo a dejarlas preñadas dada su frecuente esterilidad congénita. Lo mismo que le ocurría al muchacho, pero no por ser estéril como ellas sino por no tener un coño como las hembras con todo un aparato reproductor propicio para ser fecundado y dar vida a otro ser dentro de su barriga. De no ser así, probablemente el conde sería el padre de una considerable prole de hijos a tenor de la cantidad de semen que depositaba en las tripas de ese mozo, plenamente satisfecho con su vida de esclavo y no sólo sexualmente hablando. Difícilmente habría otro chaval tan dichoso ni tan amado por su pareja y señor como ese joven que renunciara a una vida de honores a cambio del que consideraba el mayor de todos. Ser propiedad del hombre al que amaba con todo su ser, ya fuese en sueños o despierto.

Cuando la tropa oía los chirridos del carromato y la intranquilidad de las bestias, sonreían maliciosos imaginando la follada que su señor le metía a su puta, puesto que, excepto los imesebelen y los dos eunucos, ninguno de ellos sabía que la lozana moza del conde escondía bajo las faldas una polla con dos cojones y en lugar de joderla por un coño tomaba por el culo.

A medio camino de Soria, desde un otero divisaron un castillo, no demasiado importante, pero adecuado para pasar otra noche bajo techo y atender a los animales, siempre necesitados de algún herrero que repusiese sus herraduras y echase un vistazo a su estado comprobando su aptitud para proseguir el viaje. Lo mismo que los hombres, que también sufrían sus deterioros y era preciso reparar en las lesiones sufridas y darles un descanso más prolongado para recuperarse mejor y no agotar del todo sus menguadas fuerzas. Nuño se aproximó a la fortaleza para averiguar si no era hostil y en sus muros encontraría refugio para su comitiva. Se dio a conocer y pronto salió a su encuentro un hombre ya canoso que lo recibió con mucho respeto diciéndole que era Don Honorio, un hidalgo de la familia del conde Albar, su señor y propietario del castillo, del cual él era el alcaide. Nuño agradeció la hospitalidad haciendo hincapié que le trasladase su agradecimiento a su señor, el noble conde que siempre fuera buen amigo de su padre, y ordenó la entrada de su séquito en la torre fortificada, que pronto fue albergado por los criados y servidores del noble hidalgo.

A Nuño se le alojó en una estancia principal, en compañía de su manceba, disponiendo unos camastros para los dos eunucos en otro pequeño cuarto pegado a ella, ya que el conde exigió que esos siervos estuviesen al lado de la mujer que lo acompañaba para servirla y atenderla constantemente. Y a la puerta de esos aposentos, mantenía una guardia permanente uno de los guerreros africanos, cuyo aspecto daba miedo al más pintado, logrando disuadirlo de cualquier intento de traspasar la puerta. Eso mantendría a salvo el secreto de esa rotunda mujer que siendo hermosa parecía tener la envergadura de un atlético muchacho.

Ya adecentados y lavados sus cuerpos al terminar de joder como lobos que no encuentran hembra en celo para cubrirla, Nuño y Guzmán, mejor dicho Marta, su concubina, entraron en el salón para compartir la cena con el alcaide y su familia y ahí empezaron las sorpresas y nuevos líos. Don Honorio estaba casado en segundas nupcias con una mujer que rondaba los treinta, Doña Matilde, y sólo tenía dos vástagos, ambos de su primer matrimonio. La mayor era una chica, Doña Blanca, que alcanzaba los dieciocho y el único varón tenía uno menos y se llamaba Iñigo. Y si los dos eran guapos, sin pretender arrimar el ascua hacia el género que gustaba a Don Nuño, en honor a la verdad hay que decir que el chico se llevaba la palma en comparación con su hermana y posiblemente con la mayoría de los muchachos no sólo de la casa sino también de los contornos. Los dos eran rubios y de ojos azules, pero Iñigo, ornado con una cabellera ondulada que le llegaba hasta los hombros, tenía el rostro que se le supone a un arcángel. Era realmente hermoso y su cuerpo parecía un junco elástico emergiendo del agua de una alberca. Y Nuño se fijó en sus muslos embutidos en unas calzas rojas y adivinó la generosa naturaleza de unas nalgas que se curvaban bajo el borde del jubón. Aquel mozalbete tenía que estar para chuparse los dedos después de mojar pan en sus jugos, pensó Nuño sin quitarle los ojos de encima ni un momento.Pero la mirada que se volvía hacia él no era la del crío sino la de su hermana. La joven estaba prendada de la virilidad del conde y envidiaba a aquella otra muchacha que daba la impresión de ser algo hombruna. Pero no terminaban ahí las ojeadas, puesto que otros ojos se posaban lascivos en la figura de Marta. Y no eran los de don Honorio ni los de su hijo, sino los de la otra dama. A Doña Matilde lo que le hacía hervir la sangre y sudar la entrepierna no eran las vergas de macho sino los coños de hembra y unos abundantes pechos con pezones grandes y puntiagudos. Y en su calenturienta imaginación, a esa Doña le parecía que la puta del conde era lo que a ella le hacía falta para pasar una noche de escandaloso placer. Y, sin saberlo todavía, al conde de Alguízar se le presentaba una animada estancia en aquel modesto castillo del conde Albar, cuyo alcaide era su pariente Don Honorio.

Por supuesto, a toda la tropa le faltó tiempo para buscar acomodo entre la tetas de las criadas o las nalgas de los siervos más jóvenes y el que más y el que menos encontró avío que relajase sus órganos sexuales y le hiciese ver la vida de un modo maravilloso, aunque sólo fuese por unos breves instantes en los que hasta el estiércol olía a flores silvestres.

Incluso los imesebelen tuvieron su momento de éxtasis porque un mozo de cuadra con un culo muy bien hecho se prestó a probar sus vergas, una tras otra sin desfallecer ni abrir la boca para otra cosa que no fuese suplicar más y con más fuerza, hasta que su vientre quedó más repleto que un odre de vino, pero de leche. A la mañana siguiente ni que decir tiene que no andaba e incluso arrastrarse le costaba un triunfo. Pero su cara y su sonrisa reflejaban que su invalidez le había merecido la pena y estaba dispuesto a seguir tullido todo el resto de su vida a cambio de tener tales trancas dentro del culo bombeándole semen. Lo que no sospechaban los africanos es que el chico se lo montaba con la verga de los burros, que también sabían darle leche en cantidad y todos los días. Así tenía aquel agujero el muchacho, que parecía el brocal del pozo que había en medio del patio de armas de la fortaleza. Pero había que reconocer que el gañán tenía un culazo que no era de extrañar que le gustase hasta a las acémilas y cuanto más a los asnos.

Durante la cena flotaba una cierta tensión en el ambiente y solamente Don Honorio y puede que su joven heredero se mantuviesen al pairo de los sentimientos cruzados que se estaban generando ante sus narices. Porque incluso Guzmán, que no tenía un pelo de tonto precisamente, no sólo se dio cuenta de las calenturientas miradas que le lanzaba Doña Matilde, que lo pusieron en guardia puesto que difícilmente iba a sospechar sus verdaderas intenciones hacia él, ya que sólo se le ocurrió suponer que lo había descubierto y le atraía como macho y no como zorra, sino también se percató de las miradas que Nuño le prodigaba al culo de Iñigo. Y, por si eso no fuera poco, veía los ojos ardientes y la boca de la joven hija del alcaide brillar con la saliva que segregaba la calentura de su sexo. Y eso ya era harina de otro costal, porque con otra mujer suponía traicionar en cierto modo a Doña Sol y ella era su más amada amiga y la cómplice de un deseo mutuo a tres bandas.

A Guzmán podía no gustarle que otro cuerpo llamase la atención de su amo, mas era consciente que sólo era el más miserable de los esclavos del conde y no tenía derecho a poner mala cara a los caprichos sexuales de su señor. Pero eso no impedía que le jodiesen en lo más profundo de su alma, aunque se aguantase y pasase por ello con una sonrisa en los labios deseando que su dueño se saciase pronto y se aburriese del juguete para volver a sentir su calor y sus pollazos dentro de su ser. Era el más duro sacrificio que le imponía la renuncia a ser un hombre libre y poderoso para vivir bajo el dominio de su amor.