Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

sábado, 23 de julio de 2011

Capítulo III

La marcha hacia Soria se estaba complicando por el mal tiempo, ya que desde antes del amanecer llovía a cántaros y eso dificultaba el avance de los carros y el fango atascaba las ruedas y las mulas no lograban arrancar de nuevo por si solas. Los hombres arrimaban el hombro empujando al tiempo que los carreteros fustigaban a las bestias para hacerlas tirar con todas sus fuerzas y arrastrar la pesada carga.

Tampoco los caballos lo tenían fácil, puesto que se les hundían los cascos en la lama, y los caballeros y soldados decidieron echar pie a tierra para aliviar de su peso a los nobles brutos. Mayor problema tenía Guzmán al ir con ropas de mujer, dado que, tras una dura y bien argumentada discusión con el conde, Sol y él habían conseguido que se aviniese a llevarlo ocultando su identidad bajo la apariencia de una mujer. Una ramera por la que el conde mostraba estar encaprichado y lo acompañaba en ese largo viaje que emprendía hacia la corte, primero, y luego a Italia.

No les fue nada fácil a la condesa y al mancebo hacer claudicar a Nuño de su negativa a exponer a Guzmán en la corte del rey o durante el complicado viaje a las ciudades italianas partidarias de los gibelinos, pero la insistencia de ella y la inteligente manera de exponer sus razones, acabó por vencer la resistencia de su marido y unirse con ella y Guzmán para elaborar el plan de hacer pasar por mujer al bello doncel. Su hermoso rostro les ayudaba mucho, pero sus músculos eran un problema, sobre todo en los brazos, ya que las piernas siempre estarían tapadas por las faldas. Aunque en cualquier caso, había que disimular la excesiva anchura de los hombros, impropios en una mujer, a no ser que fuese un marimacho, y rellenarle el pecho con algo más que sus pectorales que, siendo fuerte, no eran suficientes para ser tomados por un par de tetas.

Por fortuna, a Guzmán no le había salido mucha barba todavía y eso era una ventaja a la hora de depilarle la cara. Porque de esos necesarios retoques, así como de los afeites y adornos y hasta algún toque de pintura en mejillas, labios y ojos, se encargarían los dos eunucos, muy duchos en el acicalado de las mujeres moras y que por supuesto irían en el mismo paquete del equipaje del mancebo como parte inseparable de su disfraz.

Doña Sol trabajo como una loca para arreglar ella misma unos vestidos, que pudieran servirle al mozo, y el día anterior a la partida, pudo ver culminada su obra al travestir al muchacho durante su acostumbrada reunión vespertina en el mausoleo para echar unos polvazos que la dejasen llena de leche de su marido y su nariz mantuviese el olor del sexo de los dos hombres hasta el regreso. Los eunucos acompañaron esa tarde al conde y a Guzmán y con la ayuda de la condesa lo transformaron en una mujer joven y fuerte, cuya hermosa cara parecía esconder un inconfesable secreto. El de tener entre las piernas un par de cojones y una verga, que viendo el paquete en la bragueta del conde, se ponía gorda y dura aunque le impidiese levantarse el hecho de llevarla atada y metida entre los muslos. Y el muy cabrón de Nuño le metió mano en el culo hasta que se dobló de dolor por la querencia de su polla a ponerse tiesa y la obligada curvatura hacia el suelo que le imponía la sujeción. Y el conde le tocaba el ano y le metía los dedos, diciéndole como pensaba abusar de su concubina cada noche para que cada mañana todos los soldados la viesen escarranchada de patas y supiesen que era la más zorra del reino.

La condesa se partía de risa viendo la cara encarnada del mancebo y las muecas de dolor que hacía agarrándose los huevos y suplicándole al conde que se apiadase de su situación, porque ahora podía gritar alto y claro que así, sin libertad en su miembro, era una auténtica mujer indefensa en manos de un macho impasible a sus sufrimientos. Y Nuño despidió a los eunucos y agarró por detrás a Guzmán para doblarlo sobre la mesa boca abajo y levantarle las faldas por encima de la cintura y, aprovechando que no llevaba calzón, darle por el culo sin soltarle la polla. Porque descubrió que le excitaba mucho joderlo de ese modo sin que la mano se encontrase con una verga tiesa delante del vientre del chaval. Y la mente de Guzmán empezó a temer que más de una noche le esperaría la misma tortura.

Los quejidos y los gemidos se sucedían sin interrupción y el conde le echó mano a los huevos del mancebo y se los estrujó con toda su fuerza para adormecérselos y dejarlos atrofiados como si quisiese abortar un inminente orgasmo y le gritó a Sol que los atara con fuerza hasta dejarlos morados a ver si así la picha del mozo se aflojaba y dejaba de torturarlo. El remedio evidentemente no era el adecuado y la intención del conde no era la de aliviarle nada al mancebo, sino de joderlo aún más y oír como sus quejidos se tornaban en gritos. Sol obedeció a su marido, pero no pudo evitar las lágrimas al ver correr las de Guzmán por sus mejillas. Todo el placer que sentía en el culo se diluía en el dolor que tenía en los cojones y el pito. Y el conde le apretaba más los testículos, con la misma fuerza que le metía la verga en el culo, y le decía: “Las mujeres no se corren hacia fuera sino para adentro. Y tú ya eres mi ramera y te comportarás como tal mientras tengas que ir vestido de hembra. No sientes gozo en la vulva del coño?. No notas como se te mojan las tripas al roce de mi carajo?. Quiero oír como vibras y tiemblas con el orgasmo y tus senos se ponen duros y erectos como a la más cachonda de las perras. No quieres ser mi puta en este viaje?. Pues lo serás con todas las consecuencias. O prefieres quedarte y seguir vistiendo las calzas por los pies?”. Y Guzmán gritó: “No, mi amo!. Aunque me capes y vaya sin rabo te seguiré donde vayas y no te dejaré ir solo!. Y puedes torturarme todos los días con sus noches y hasta no dejar que me corra cuando me folles, porque nada hará que me quede y no me arrastre detrás de ti, mi amo!”. Y Sol se arrodilló a los pies de Nuño rogando entre sollozos que librase a Guzmán del tal martirio, pues ella misma padecía en sus partes un tormento igual al del mancebo al verlo sufrir y soportar tanto dolor en sus genitales.

El conde se la calcó con más ímpetu hasta llenarlo de semen y al sacársela del culo al mancebo se dio cuenta que le había dejado su leche en la mano con la que le apretaba los huevos y la polla. El muy vicioso también tuvo su orgasmo a pesar del daño que le hacía su amante y la congestión producida por la cuerda que estrangulaba sus bolas. Nuño olió esa leche y lamió la palma de su mano para limpiarla. Y dijo: “Está bien. Ese fue mi último intento de convenceros para que no venga Guzmán conmigo. Y he de confesar que si algo me cuesta es dejarlo aquí en lugar de llevarlo. Así que no se hable más del asunto y terminemos los preparativos necesarios para el viaje.... Desnúdate, Guzmán, y ven a que libere tus pelotas y tu minga para que no se gangrenen por falta de riego... Está visto que aunque te cortase el pene te correrías igual. Por lo tanto, dejemos que cuelgue libre bajo las sayas. Y no olvides tu puñal por si alguno se atreve a meterte mano y lo encuentra. Eso deberá ser lo último que toque en este mundo”. “Sí, mi amo”, acató el mancebo que recuperaba el color al verse libre de ataduras.

En el fondo, Nuño estaba encantado de llevarse a Guzmán, pero tenía que castigar su insistencia y el cómplice apoyo que había conseguido por parte de Sol, seguramente sorbiéndole el seso hasta conseguirlo. Lo cual no era cierto del todo, ya que ella fue la primera en proponérselo al chico y éste sólo hizo apuntarse a esa idea de que el conde no fuese solo y en realidad también fue la condesa quien tuvo la genial ocurrencia de transformar al mancebo en manceba. Y no sólo pensó en eso, sino que lo llevó a cabo cosiendo vestidos y supervisando que con el arreglo echo por los eunucos, la joven Marta, que ese sería el nombre femenino de Guzmán (también elegido por la condesa), no pareciese una puta de mesón, sino una pobre jovencita seducida por un caballero de moral relajada, que no ocultaba sus inclinaciones por la carne fresca de una apetitosa y fornida campesina.

Ya casi oscurecía por el horizonte y a la vista de un recoleto cenobio, el conde ordenó hacer un alto para pasar la noche resguardados de viento y el aguacero que no cesaba de caer. Todos llevaban las vestimentas empapadas y no era bueno que enfermasen nada más emprender el viaje al encuentro de nuevas aventuras y enriquecedoras experiencias.