Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

miércoles, 26 de octubre de 2011

Capítulo XLI

Ya era de madrugada al volver al palacio de Don Piero y metros antes de llegar al portalón de entrada, los caballos se inquietaron y ellos notaron la agitación y el revuelo que había dentro de la casa. Iñigo no estaba en el aposento ni lo encontraban por ninguna parte. Se habían acostado juntos él y Guzmán y éste, de pronto se despertó con una rara sensación y dolor de cabeza y a su lado no estaba el otro muchacho. Nadie había notado nada especial antes de retirarse a sus habitaciones, ni tampoco los imesebelen se alarmaran por algo extraño, ni vieron nada anormal durante la noche. En principio no ocurriera nada, pero el joven rubio había desaparecido sin dejar rastro. Y eso era un misterio que los tenía sobrecogidos a todos, desde el padre de Giorgio al último criado, en el momento que el conde y los que le acompañaron a la fiesta en la villa de Don Asdrubale entraron en el palacio. Y por supuesto el mancebo y Ruper estaban desolados absolutamente y no se explicaban lo que pudo suceder.

Nuño recibió un duro golpe al recibir la mala noticia, pero se sobrepuso a todo sentimiento de desánimo y procuró evitar la ofuscación que suele sobrevenir en estos casos. Froilán se lo tomó peor y no daba crédito a lo que oía. Pero la realidad era que Iñigo no estaba dentro del casón de los Cremano. Guzmán le contó al amo cuanto habían hecho los dos al quedarse solos dentro del aposento y no podía deducir cómo pudo esfumarse Iñigo sin escuchar ni un ruido ni verlo irse a ninguna parte. Se habían acostado en el lecho juntos y estuvieran hablando un rato hasta que les entró sueño. Y el mancebo sólo recordaba haberse abrazado a su compañero y debió quedarse profundamente dormido, ya que no recordaba nada más hasta que se despertó con la boca seca y un dolor en la cabeza como si hubiese bebido vino en cantidades no recomendables. Hassan, que estaba tan estremecido y aterrado como el resto de los chavales, se acercó a una mesa pequeña, sobre la que había una jarra con agua y olió el liquido mojando además un dedo para probar el sabor. Y sin más soltó de repente: “Amo, los han drogado!. El agua tiene un narcótico”. Eso cayó como un mazazo sobre todos los presentes y al mancebo admitió que los dos habían bebido ese agua antes de meterse en la cama.

Se trataba de un secuestro!. Y por donde se llevaron al chico si nadie vio entrar a alguien extraño en al casa ni menos salir con él. Ni siquiera se abriera la puerta del aposento para sacarlo de allí. Eso no era normal ni posible. Y menos probable que los negros no se enterasen ni oyesen nada que los alarmase y pusiese en guardia. Porque aunque Jafir y Alí estuviesen durmiendo con los eunucos, otros dos vigilaban las entradas del palacio y de haber entrado o salido alguna persona lo habrían detectado de inmediato. Aquello no tenía sentido y todo está sometido a la lógica y cuenta con alguna explicación dentro de un orden absolutamente natural. Nuño ya estaba convencido que alguien le había robado al muchacho y se lo habían llevado de alguna forma.

Y en eso volvió a reunirse con ellos el dueño de la casa, que había ido a averiguar si alguien había visto u oído algo, y dijo bastante alterado: “Los pasadizos!. Entraron y salieron por un pasadizo. Hay unos pasadizos en la casa, por los que se comunican algunas habitaciones, y hay dos salidas al exterior. Una al oratorio adosado al muro oeste y otra disimulada en la tapia que bordea el palacio por el sur. Por cualquiera de ellas pudieron entrar y salir con el muchacho, después de secuestrarlo en la misma habitación, sin que nadie fuera de ella se percatase. Más si estaba drogado y no se enteró de nada, lo mismo que el único que estaba dentro con él y no pudo dar la alarma al estar dormido también por efectos de la droga. Y la existencia de ese laberinto de túneles no la conoce nadie fuera de esta casa... Vayamos a comprobar si alguien entró en ellos”. Todos quedaron expectantes y algo asombrados cuando Don Piero accionó un resorte oculto en la piedra labrada de una chimenea del salón donde estaban y el muro se abrió dejando paso a una cavidad estrecha y muy oscura. Con antorchas encendidas se introdujeron por el túnel, Don Piero, el conde, Froilán, Guzmán y Giorgio, y, tras recorrer varios metros, efectivamente encontraron indicios de que alguien había pasado recientemente por allí.

Y siguiendo el rastro de las señales, llegaron al aposento donde dormían el conde y sus pajes. Pero quién había introducido a los secuestradores en el pasadizo e informado de su existencia?. Cómo sabían en que habitación del palacio estaba el chaval y que camino debían seguir por los túneles para llegar hasta ese dormitorio?. Sólo alguien del palacio podía tener tanta información. Y las miradas se dirigieron hacía los servidores de Don Piero. Alguno tuvo que colaborar con los malhechores para poder llevar a cabo sus planes y facilitarles cuanto necesitaban saber para entrar y salir del palacio sin ser vistos ni oídos. Además de narcotizar a los dos pajes para que no gritasen pidiendo auxilio o se defendiesen al ser atacados. Guzmán tenía el sueño demasiado ligero para no enterarse que se llevaban a Iñigo en sus narices. Y el otro tampoco era un pusilánime que se dejase amordazar y secuestrar por las buenas. A no ser que él mismo quisiese marcharse voluntariamente, lo que era de todo punto improbable, por no decir imposible.

El misterio estaba cogiendo un cariz demasiado turbio y el conde comenzó a atar cabos y hacer cábalas sobre posibles motivos y las consiguientes presunciones de candidatos a ser culpables del hecho. Y su olfato de cazador le llevó a dudar de la versión que un mozo de cocina hizo sobre su posible coartada exculpatoria de responsabilidad en el asunto. Era un mozo todavía joven y con cara de pocos amigos, que según le comentó Giorgio al conde, tenía el vicio de jugar a los dados en garitos y tabernas. Y tanto Nuño como Froilán enseguida dedujeron que por el medio había deudas de juego y la necesidad de dinero para satisfacerlas o para seguir jugándoselo sin el menor sentido común.

Y en el sótano del palacio, con el consentimiento de su amo, al tal le apretaron las clavijas, ante la presencia impertérrita de dos imesebelen, que ni siquiera tuvieron que intervenir para soltarle la lengua al desdichado mozo. Era un pobre hombre en el fondo, que no hizo falta torturarlo mucho para que hablase, puesto que se cagó literalmente de miedo al primer toque del hierro candente. Pero su afrenta no podía quedar sin castigo. Cantó cuanto sabía y con la última palabra sellaron su boca para siempre. Simplemente el conde hizo un leve gesto y uno de los negros lo degolló con su cimitarra. Pero antes dijo cuanto querían saber.

Todos se pusieron en marcha de inmediato y los cascos de catorce caballos restallaron sobre el empedrado espabilando la mañana para todo el vecindario. Catorce jinetes volaban sobre corceles desbocados que galopaban raudos por la ciudad. El tiempo apremiaba y debían llegar a su destino cuanto antes, para evitar una tragedia mayor. Estaban ante una grave situación de consecuencias imprevisibles. Pero sólo tenían una consigna: recuperar al chico o morir en el intento, matando a la mayoría de rufianes que se enfrentasen a ellos. Las espadas saltaban ansiosas en sus vainas por sacar sus hojas a la luz del sol destellando muerte. Y las flechas del mancebo ya apuntaban hacia posibles dianas que acabarían sus días con cada impacto de las saetas.

Nápoles todavía dormía en la mayor parte de los hogares, pero la muerte andaba despierta por sus calles y plazas buscando donde segar con su guadaña. Y pronto iba a encontrar abundante mies para cosechar. Hasta el aire húmedo y todavía frío del amanecer olía a sangre y temblaban las piedras al paso de los enardecidos guerreros. Giergio tenía que vengar el honor de su familia en nombre de su padre. Fredo estaba cabreado por la suerte que pudiera correr Iñigo, un joven tan guapo y encantador. Froilán y Ruper lo sentían como algo suyo. Y para el conde y Guzmán era cortarles un trozo de su propio cuerpo. Los guerreros negros matarían por servir y defender los bienes y la vida de su amo y señor.

Nadie pronunció la palabra venganza, pero ese era el sabor de sus bocas calladas y con los dientes apretados por la rabia. La brisa del mar no los tranquilizaba, sino que los despejaba más y encrespaba su ira para que sus brazos no temiesen sajar con contundencia la carne del enemigo. Ese día vería una carnicería en alguna parte de la ciudad o sus alrededores. Y Nápoles vestiría luto por algunos durante largo tiempo. Hasta el volar de las capas de los jinetes era un signo de trágico presagio. Planeaba sobre las ancas de los caballos como alas de aves rapaces buscando su presa. Más tarde quizás sólo pareciesen alas de cuervo aleteando sobre la carroña.